Antonio Molina - El Invierno En Lisboa

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Esta historia es un homenaje al cine «negro» americano y a los tugurios en donde los grandes músicos inventaron el jazz, una evocación de las pasiones amorosas que discurren en el torbellino del mundo y el resultado de la fascinación por la intriga que enmascara los motivos del crimen.
Entre Lisboa, Madrid y San Sebastián, la inspiración musical del jazz envuelve una historia de amor. El pianista Santiago Biralbo se enamora de Lucrecia y son perseguidos por su marido, Bruce Malcolm.
Mientras, un cuadro de Cézanne también desaparece y Toussaints Morton, procedente de Angola y patrocinador de una organización ultraderechista, traficante de cuadros y libros antiguos, participa en la persecución. La intriga criminal se enreda siguiendo un ritmo meticuloso e infalible.
El Invierno en Lisboa confirmó plenamente las cualidades de un autor que se cuenta ya por derecho propio entre los valores más firmes de la actual novela española. El invierno en Lisboa fue galardonada con el premio de la Crítica y el premio Nacional de Literatura en 1988 y fue llevada al cine, con la participación del trompetista Dizzy Gillespie.

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Aún existíamos. Me gusta verificar pasados simultáneos: acaso al mismo tiempo que Biralbo pedía una habitación yo le preguntaba por él a Floro Bloom. Abrochándose los botones de la sotana me miró con la mansa tristeza de quien no ha sabido evitar un desastre.

– A las ocho de la mañana se presentó en mi casa. A quién se le ocurre, con la resaca que yo tenía. Me levanto, casi me caigo, voy por el pasillo maldiciendo en latín y el timbre de la puerta no para de sonar, como uno de esos despertadores sin escrúpulos. Abro: Biralbo. Con los ojos así de grandes, como de no haber dormido, con esa cara de turco que se le pone cuando no se afeita. Al principio no me enteraba de lo que me decía. Le dije: «Maestro, ¿has velado y orado toda la noche, mientras nosotros dormíamos?» Pero nada, ni caso, no tenía tiempo para perderlo con bromas, me hizo meter la cabeza en agua fría y ni siquiera me dejó preparar un café. Quería que yo fuera a su casa. Me enseñó un papel: la lista de las cosas que debía traerle. La documentación, el talonario de cheques, camisas limpias, yo qué sé. Ah: y un paquete de cartas que estarían guardadas en la mesa de noche. Imagina de quién. Hasta se puso misterioso, a esas horas, como si yo tuviera el cuerpo para misterios: «Floro, no me preguntes nada, porque no te puedo contestar.» Salgo a la calle, oigo que me llama, se me acerca corriendo: había olvidado darme las llaves. Cuando volví me recibió como si yo fuera el correo del Zar. Se había bebido como medio litro de café y parecía que pudiera fumar dos cigarrillos al mismo tiempo. Se puso muy serio, dijo que debía pedirme un último favor. «Para eso están los amigos», le dije yo, «para abusar de uno y no contarle nada». Quería que le dejara mi coche. «¿A dónde vas?» Otra vez se puso misterioso: «Te lo diré en cuanto pueda.» Le doy las llaves y le digo, «que escribas», pero ni me escuchó, ya se había ido…

La habitación que les dieron no estaba frente al mar. Era grande y no del todo hospitalaria o propicia, de un lujo malogrado por una incierta sugestión de adulterio. Mientras se acercaban a ella Biralbo sentía que lo iba abandonando una quebradiza felicidad, que tenía miedo. Para vencerlo pensó: «Me está ocurriendo lo que deseé siempre, estoy en un hotel con Lucrecia y no se marchará dentro de una hora, cuando mañana me despierte ella estará conmigo, vamos a Lisboa.» Cerró la puerta con llave y se volvió hacia ella y la besó buscando su delgada cintura bajo la tela del abrigo. Había demasiada luz, Lucrecia sólo dejó encendida la lámpara de una mesa de noche. Se comportaban con una vaga cortesía, con ligera frialdad, como eludiendo el hecho de que por primera vez en tres años iban a acostarse juntos.

Camuflado bajo una especie de severo tocador encontraron un frigorífico lleno de bebidas. Como invitados a una fiesta en la que no conocieran a nadie se sentaron en la cama uno al lado del otro, fumando, las copas entre las rodillas. Cada movimiento que hacían era un vaticinio de algo que no llegaba a suceden Lucrecia se recostó en la almohada, miró su copa, las aristas doradas de la luz en el hielo, luego miró en silencio a Biralbo, y en sus ojos velados por la fatiga y la incredulidad él reconoció el fervor de otro tiempo, no la inocencia, pero no le importaba, la prefería así, más sabia, rescatada del miedo, vulnerable, hipnótica como la estatua de una diosa. Nadie podría encontrarlos: estaban perdidos del mundo, en un motel, en mitad de la noche y de la tormenta que azotaba los cristales, ahora él guardaba el revólver y sabría defenderla. Cautelosamente se inclinaba hacia ella cuando la vio erguirse como si la despertara un golpe, mirando a la ventana. Oyeron el motor de un automóvil, un ruido de neumáticos sobre la grava del camino.

– No pueden habernos seguido -dijo Biralbo-. Ésta no es la carretera principal.

– Me siguieron a mí hasta San Sebastián. -Lucrecia se asomó a la ventana. Había otro coche ante el vestíbulo del motel, abajo, entre los árboles.

– Espérame aquí. -Comprobando el seguro del revólver Biralbo salió de la habitación. No temía el peligro: lo inquietaba que el miedo volviera de nuevo extraña a Lucrecia.

En el vestíbulo un viajante bromeaba con el recepcionista. Callaron cuando él apareció, sin duda hablaban de mujeres. Dejando el revólver en la guantera del automóvil condujo hasta un restaurante próximo donde un letrero de neón anunciaba comidas rápidas y bocadillos. Al volver, las luces de una gasolinera le parecieron memorables, dotadas de esa cualidad de símbolos que tienen las primeras imágenes de un país desconocido al que uno llega de noche, estaciones aisladas, oscuras ciudades de postigos cerrados. Escondió el coche entre los árboles, oyendo un largo crujido de helechos húmedos bajo los neumáticos. Cuando caminaba hacia el motel miró la luz de las ventanas: tras una de ellas Lucrecia estaba esperándolo. Borrosamente se acordó sin dolor de todas las cosas que había abandonado: San Sebastián, la antigua vida, el colegio, el Lady Bird, que ya tendría encendidas las luces.

Cuando entró en el vestíbulo del motel el recepcionista le dijo algo en voz baja al viajante y los dos lo miraron. Pidió su llave. Le pareció que el viajante estaba un poco borracho. El recepcionista, un hombre flaco y muy pálido, le sonrió ampliamente al entregarle la llave y le deseó buenas noches. Oyó una risa ahogada cuando se alejaba hacia el ascensor. Estaba inquieto y no se atrevía a reconocerlo ante sí mismo, necesitaba uno de aquellos contundentes vasos de bourbon que Floro Bloom guardaba para sus mejores amigos en la alacena más secreta del Lady Bird. Mientras introducía la llave en la puerta de la habitación pensó: «Alguna vez yo sabré que en este gesto se cifraba mi vida.»

– Víveres para resistir un largo asedio -dijo, mostrando a Lucrecia la bolsa de los bocadillos. Aún no la había mirado. Estaba sentada en la cama, en sujetador, el embozo la cubría hasta la cintura. Leía una de las cartas que le había escrito a Biralbo desde Berlín. Sobres vacíos y hojas manuscritas estaban dispersos junto a sus rodillas flexionadas o en la mesa de noche. Lo recogió todo y saltó ágilmente de la cama para buscar cervezas y vasos de papel. Una prenda leve y oscura que brillaba como seda le ceñía el pubis y trazaba una delgada línea sobre sus caderas. A los dos lados de su cara oscilaba el pelo perfumado y liso. Abrió dos latas de cerveza y la espuma se le derramó en las manos. Encontró una bandeja, puso en ella los vasos y los bocadillos, no parecía advertir la inmovilidad y el deseo de Biralbo. Bebió un trago de cerveza y le sonrió con los labios húmedos, apartándose el pelo de la cara.

– Qué raro leer esas cartas de hace tanto tiempo.

– ¿Por qué querías que las trajera?

– Para saber cómo era yo entonces.

– Pero en ellas nunca me contabas la verdad.

– Ésa era la única verdad: lo que yo te contaba. Mi vida real era mentira. Me salvaba escribiéndote.

– Era a mí a quien salvabas. Yo sólo vivía para esperar tus cartas. Dejé de existir cuando ya no vinieron.

– Mira qué vida hemos tenido. -Lucrecia cruzó los brazos sobre el pecho, como si tuviera frío o se abrazara a sí misma-. Escribiendo cartas o esperándolas, viviendo de palabras, tanto tiempo, tan lejos.

– Tú siempre estabas a mi lado, aunque yo no te viera. Iba por la calle y te contaba lo que veía, me emocionaba escuchando una canción en la radio y pensaba: «Seguro que a Lucrecia también le gustaría si pudiera oírla.» Pero no quiero acordarme de nada. Ahora estamos aquí. La otra noche, en el Lady Bird, tú tenías razón: recordar es mentira, no estamos repitiendo lo que ocurrió hace tres años.

– Tengo miedo. -Lucrecia cogió un cigarrillo y esperó a que él se lo encendiera-. A lo mejor ya es tarde.

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