Ya había amanecido. Biralbo se vistió y dijo que iría a buscar dos tazas de café. Cuando volvió con ellas Lucrecia todavía estaba mirando por la ventana, pero ahora la luz afilaba sus rasgos y hacía más pálida su piel contra la seda roja en la que se envolvía, una vestidura muy amplia, ceñida a la cintura, de un vago aire chino o medieval. Pensó con remordimiento y rencor que se la habría regalado el hombre de la foto. Cuando Lucrecia se sentó en la cama para beber el café sus rodillas y sus muslos surgieron de la tela roja. Nunca la había deseado tanto. Supo que debía marcharse solo: que debía decirlo antes de que se lo pidiera ella.
– Te llevaré a Lisboa -dijo-. No haré preguntas. Estoy enamorado de ti.
– Vas a volver a San Sebastián. Le devolverás el coche a Floro Bloom. Dile que no lo he olvidado.
– No me importa nadie más que tú. No te pediré nada, ni que seas mi amante.
– Vete con Billy Swann, toma un avión mañana mismo. Vas a ser el mejor pianista negro del mundo.
– Eso no valdrá nada si tú no estás conmigo. Haré lo que tú quieras. Haré que te enamores otra vez de mí.
– Sigues sin entender que yo lo daría todo porque ocurriera eso. Pero lo único que de verdad deseo es morirme. Siempre, ahora, aquí mismo.
Nunca, ni cuando se conocieron, había vislumbrado Biralbo en sus ojos una ternura así: pensó con dolor y orgullo y desesperación que nunca volvería a encontrarla en los ojos de nadie. Al apartarse, Lucrecia lo besó entreabriendo los labios. Dejó que la bata de seda roja se deslizara hacia el suelo y entró desnuda en el cuarto de baño.
Biralbo se acercó a la puerta cerrada. Con la mano inmóvil en el pomo escuchó el rumor del agua. Luego se puso la chaqueta, guardó las llaves, el revólver, tras un instante de duda resuelto por la visión de la sonrisa de Toussaints Morton. La cartera le abultaba desusadamente en el bolsillo: recordó que antes de salir de San Sebastián había retirado del banco todo su dinero. Apartó unos pocos billetes y dejó el resto en la mesa de noche, entre las páginas de un libro. Se volvió cuando ya abría la puerta silenciosamente: había olvidado recoger las cartas de Lucrecia. Un sol horizontal y amarillo relumbraba en los cristales del vestíbulo. Olió a tierra húmeda y a espesura de helechos cuando caminaba hacia el automóvil. Sólo al ponerlo en marcha y aceptar que irremediablemente se iba entendió las últimas palabras que le había dicho Lucrecia y la serenidad con que las pronunció: ahora también él deseaba morir de esa manera apasionada, vengativa y fría en que uno sólo desea lo que es únicamente suyo, lo que sabe que ha merecido siempre.
A las doce en punto de la noche se atenuaban las luces y el rumor de las conversaciones en el Metropolitano y un resplandor rojo y azul circundaba el espacio donde iban a tocar los músicos. Con un aire tranquilo de veteranía y eficacia, como gángsters que se disponen a ejecutar un crimen a la hora acordada, los miembros del Giacomo Dolphin Trio, acodados en una esquina de la barra a la que sólo la camarera rubia o yo nos acercábamos, apuraban sus copas y sus cigarrillos e intercambiaban contraseñas. El contrabajista se movía con la solemnidad de una doncella negra. Sonriendo con lentitud y desgana se acomodaba en un taburete y apoyaba en su hombro izquierdo el mástil del contrabajo, examinando a los espectadores como si no conociera otra virtud que la condescendencia. Buby, el baterista, se instalaba ante los tambores con pericia y sigilo de luchador sonámbulo, rozándolos circularmente con las escobillas, sin golpearlos aún, como si fingiera que tocaba. Nunca bebía alcohol: al alcance de su mano había siempre un refresco de naranja. «Buby es un puritano», me había dicho Biralbo, «sólo toma heroína». En cuanto a él, Biralbo, era el último en abandonar la barra y el vaso de whisky. Con el pelo crespo, con las gafas oscuras, con los hombros caídos y las manos agitándose a los costados como las de un pistolero, andaba despacio hacia el piano sin mirar a nadie y con un gesto brusco abarcaba el teclado extendiendo los dedos al mismo tiempo que se sentaba ante él. Se hacía el silencio: yo lo oía chasquear rítmicamente los dedos y golpear el suelo con el pie y sin previo aviso comenzaba la música, como si en realidad llevara mucho tiempo sonando y sólo entonces nos fuera permitido escucharla, sin preludio, sin énfasis, sin principio ni fin, igual que se escucha súbitamente la lluvia al salir a la calle o abrir la ventana una noche de invierno.
Me hipnotizaba sobre todo la inmovilidad de sus miradas y la rapidez de sus manos, de cada parte de sus cuerpos donde pudiera manifestarse visiblemente el ritmo: las cabezas, los hombros, los talones, todo en ellos tres se movía con el instinto de simultaneidad con que se mueven latiendo las branquias y las aletas de los peces en el espacio cerrado de un acuario. Parecía que no ejecutaban la música, que eran dócilmente poseídos y traspasados por ella, que la impulsaban hacia nuestros oídos y nuestros corazones en las ondas de aire con el sereno desdén de una sabiduría que ni siquiera ellos dominaban, que latía incesante y objetiva en la música como la vida en el pulso o el miedo y el deseo en la oscuridad. Sobre el piano, junto a la copa de whisky, Biralbo tenía un papel cualquiera en el que había apuntado a última hora los títulos de las canciones que debían tocar. Con el tiempo yo aprendí a reconocerlas, a esperar la tranquila furia con que desbarataban su melodía para volver luego a ella como un río a su cauce después de una inundación, y a medida que las escuchaba iba logrando de cada una de ellas la explicación de mi vida y hasta de mi memoria, de lo que había deseado en vano desde que nací, de todas las cosas que no iba a tener y que reconocía en la música tan exactamente como los rasgos de mi cara en un espejo.
Al tocar levantaban resplandecientes arquitecturas translúcidas que caían derribadas luego como polvo de vidrio o establecían largos espacios de serenidad que lindaban con el puro silencio y se encrespaban inadvertidamente hasta herir el oído y envolverlo en un calculado laberinto de crueldad y disonancia. Sonriendo, con los ojos entornados, como si fingieran inocencia, regresaban luego a una quietud como de palabras murmuradas. Siempre había un instante de estupor y silencio antes de que comenzaran los aplausos.
Mirando a Biralbo, inescrutable y solo, cínico, feliz tras las gafas oscuras, observando desde la barra del Metropolitano la elegancia inmutable y apátrida de sus gestos, yo me preguntaba si aquellas canciones seguirían aludiendo a Lucrecia, Burma: Fly me to the moon, Just one of those things, Alabama song, Lisboa . Creía que me bastaba repetir sus nombres para entenderlo todo. Por eso he tardado tanto en comprender lo que una noche él me dijo: que la autobiografía es la perversión más sucia que puede cometer un músico mientras está tocando. De modo que me hacía falta recordar que él ya no se llamaba Santiago Biralbo, sino Giacomo Dolphin, entre otras cosas porque me había advertido que siempre lo llamara así ante los demás. No, no era sólo una argucia para eludir quién sabe qué indagaciones de la policía: desde hacía más de un año ése era su único y verdadero nombre, la señal de que había roto con temeraria disciplina el maleficio del pasado.
Entre San Sebastián y Madrid su biografía era un espacio en blanco cruzado por el nombre de una sola ciudad, Lisboa, por las fechas y los lugares de grabación de algunos discos. Sin despedirse de Floro Bloom ni de mí -no me dijo que se iba la última noche que bebimos juntos en el Lady Bird- había desaparecido de San Sebastián con la resolución y la cautela de quien se marcha para siempre. Durante casi un año vivió en Copenhague. Su primer disco con Billy Swann fue grabado allí: en él no estaban Burma ni Lisboa. Después de viajar esporádicamente por Alemania y Suecia, el cuarteto de Billy Swann, incluyendo a quien aún no se llamaba Giacomo Dolphin, tocó en varios locales de Nueva York hacia mediados de 1984. Por los anuncios de una revista que encontré entre los papeles de Biralbo supe que durante el verano de aquel año, el trío de Giacomo Dolphin -pero ese nombre todavía no figuraba en su pasaporte- estuvo tocando regularmente en varios clubes de Quebec. (Al leer eso me acordé de Floro Bloom y de las ardillas que acudían a comer de su mano y me ganó un duradero sentimiento de gratitud y destierro.) En septiembre de 1984 Billy Swann no acudió a cierto festival de Italia porque lo habían ingresado en una clínica francesa. Dos meses después, otra revista desmentía que hubiera muerto, aduciendo como prueba su inmediata participación en un concierto organizado en Lisboa. No estaba previsto que Santiago Biralbo tocara con él. No lo hizo: el pianista que acompañó a Billy Swann la noche del 12 de diciembre, en un teatro de Lisboa, era, según los periódicos, un músico de origen irlandés o italiano que se llamaba Giacomo Dolphin.
Читать дальше