Antonio Molina - El Invierno En Lisboa

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Esta historia es un homenaje al cine «negro» americano y a los tugurios en donde los grandes músicos inventaron el jazz, una evocación de las pasiones amorosas que discurren en el torbellino del mundo y el resultado de la fascinación por la intriga que enmascara los motivos del crimen.
Entre Lisboa, Madrid y San Sebastián, la inspiración musical del jazz envuelve una historia de amor. El pianista Santiago Biralbo se enamora de Lucrecia y son perseguidos por su marido, Bruce Malcolm.
Mientras, un cuadro de Cézanne también desaparece y Toussaints Morton, procedente de Angola y patrocinador de una organización ultraderechista, traficante de cuadros y libros antiguos, participa en la persecución. La intriga criminal se enreda siguiendo un ritmo meticuloso e infalible.
El Invierno en Lisboa confirmó plenamente las cualidades de un autor que se cuenta ya por derecho propio entre los valores más firmes de la actual novela española. El invierno en Lisboa fue galardonada con el premio de la Crítica y el premio Nacional de Literatura en 1988 y fue llevada al cine, con la participación del trompetista Dizzy Gillespie.

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Aun antes de encontrarse con ella lo imantaba su presencia invisible, porque la premura y el miedo también eran Lucrecia, y la sensación de abandonarse a la velocidad del taxi, como en el pasado, como cuando acudía a una cita en la que durante media hora iba a jugarse clandestinamente la vida. Pensó que en los últimos tres años el tiempo había sido una cosa inmóvil, como el espacio cuando se viaja de noche por llanuras sin luces. Había medido su duración por la distancia entre las cartas de Lucrecia, porque los otros actos de su vida se le representaban en la negligente memoria como figuras en un relieve plano, como incisiones o manchas en la pared que miraba muy fijo cuando se acostaba y no dormía. Ahora, en el taxi, no había pormenor que no fuese único y arrasado por el tiempo y desvanecido en él: en el tiempo imperioso que otra vez debía medir por minutos y aun por fracciones de segundo, en el reloj que había ante él, a un lado del volante, en el de la iglesia por donde pasó a la una y veinte, en el que imaginaba ya en la muñeca de Lucrecia, secreto y asiduo como el latido de su sangre. Igual que había recobrado la seguridad increíble de que Lucrecia existía recobraba el miedo a llegar tarde: también a haber engordado y a haberse envilecido, a ser indigno del recuerdo de ella o infiel a los vaticinios de su imaginación.

El taxi entró en la ciudad, costeó las alamedas del río, cruzó la avenida de los Tamarindos y los callejones húmedos de la Parte Vieja y surgió bruscamente en el paseo Marítimo, frente a un ilimitado mediodía gris surcado de gaviotas suicidas entre la llovizna. Un hombre impasible y solo, con abrigo oscuro y sombrero terciado sobre la cara, estaba mirando el mar como si contemplara el fin del mundo. Ante él, al otro lado de la barandilla, las olas saltaban sobre los rompientes en altas erupciones de espuma. Biralbo creyó ver que el hombre cobijaba un cigarrillo en la mano ahuecada para defenderlo del viento. Pensó: yo soy ese hombre. El bar donde lo había citado Lucrecia estaba sobre un acantilado que se internaba en el mar. Vio el brillo de sus cristaleras al doblar una curva. De pronto la vida entera de Biralbo cabía en los dos minutos que faltaban para que se detuviera el taxi. Sobre las crestas grises de las olas se mecían gaviotas inmóviles. Al verlas desde la ventanilla Biralbo recordó al hombre del abrigo oscuro: tenía en común con ellas la indiferencia ante el desastre. Pero ése era un modo de no pensar en el hecho pavoroso de que le quedaban segundos para encontrarse con Lucrecia. El taxista se detuvo a un lado del paseo y se quedó mirando a Biralbo en el retrovisor. «La Gaviota», dijo casi con solemnidad: «Hemos llegado.»

A pesar de las grandes cristaleras del fondo, en La Gaviota había una opacidad de encuentros clandestinos, de whisky a deshoras y prudente alcoholismo. Las puertas automáticas se abrieron silenciosamente ante Biralbo. Vio mesas limpias y desiertas con manteles a cuadros, y una barra muy larga en la que no había nadie. Al otro lado de las cristaleras estaba la isla coronada por el faro, y tras ella la lejanía gris de los acantilados y el mar, el verde oscuro de las colinas sesgadas por la niebla. Serenamente, como si fuera otro, recordó una canción: Stormy weather. Eso le hizo acordarse de Lucrecia.

Pensó que había llegado tarde: que había equivocado la hora o el lugar de la cita. De perfil contra el remoto paisaje enturbiado a veces por las salpicaduras de la espuma una mujer fumaba ante una copa ancha y translúcida de la que no bebía. El pelo muy largo y las gafas oscuras le tapaban la cara. Se puso en pie, dejó las gafas en la mesa. «Lucrecia», dijo Biralbo, sin moverse aún, pero no la estaba llamando, incrédulamente la nombraba.

No imagino estas cosas, no busco sus pormenores en las palabras que me ha dicho Biralbo. Las veo como desde muy lejos, con una precisión que no debe nada ni a la voluntad ni a la memoria. Veo la lentitud de su abrazo tras los ventanales de La Gaviota, en la luz pálida de aquel mediodía de San Sebastián, como si en aquel instante yo hubiera estado caminando por el paseo Marítimo y hubiera visto de soslayo que un hombre y una mujer se abrazaban en un bar desierto. Lo veo todo desde el porvenir, desde las noches de recelo y alcohol en el hotel de Biralbo, cuando él me contaba el regreso de Lucrecia procurando entibiarlo con una ironía desmentida por la expresión de sus ojos, por el revólver que guardaba en la mesa de noche.

Al abrazar a Lucrecia notó en su pelo un olor que le era extraño. Se apartó para mirarla bien y lo que vio no fue el rostro que sus recuerdos le negaron durante tres años ni los ojos cuyo color tampoco ahora podía precisar, sino la pura certidumbre del tiempo: estaba mucho más delgada que entonces y la melena oscura y la fatigada palidez de los pómulos le afilaban los rasgos. La cara de uno es un vaticinio que siempre acaba por cumplirse. La de Lucrecia le pareció más desconocida y más hermosa que nunca porque contenía las señales de una plenitud que tres años atrás sólo estaba anunciada y que al cumplirse hacía que se dilatara sobre ella el amor de Biralbo. En otro tiempo Lucrecia solía vestirse de colores vivos y se cortaba siempre el pelo a la altura de los hombros. Ahora llevaba un pantalón negro muy ceñido, que acentuaba su delgadez, y un sumario anorak gris. Ahora fumaba cigarrillos americanos y bebía más velozmente que Biralbo, apurando las copas con determinación masculina. Lo vigilaba todo tras los cristales de sus gafas oscuras: se echó a reír cuando Biralbo le preguntó qué significaba la palabra Burma. Nada, le dijo, un sitio de Lisboa: había usado el reverso de aquel plano fotocopiado porque le apetecía escribirle y no encontraba papel.

– Ya no volvió a apetecerte -dijo Biralbo, sonriendo, para atenuar la queja inútil, la reprobación que él mismo advertía en su voz.

– Todos los días. -Lucrecia se echó el pelo hacia atrás, conteniéndolo con las manos apoyadas en las sienes-. Todos los días y a todas horas sólo pensaba en escribirte. Te escribía aunque no lo hiciera. Te iba contando todas las cosas a medida que me sucedían. Todas, incluso las peores. Incluso las que ni yo misma habría querido saber. Tú también dejaste de escribirme.

– Sólo cuando me devolvieron una carta.

– Me marché de Berlín.

– ¿En enero?

– ¿Cómo lo sabes? -Lucrecia sonrió: jugaba con un cigarrillo sin encender, con las gafas. En su atenta mirada había una distancia más definitiva y gris que la de la ciudad tendida en la bahía, dispersa tras las colinas y la bruma.

– Billy Swann te vio entonces. Acuérdate.

– Tú te acuerdas de todo. Siempre me daba miedo tu memoria.

– No me dijiste que pensabas separarte de Malcolm.

– No lo pensaba: una mañana me desperté y lo hice. Aún no ha terminado de creérselo.

– ¿Sigue en Berlín?

– Supongo. -En la mirada de Lucrecia había una resolución que por primera vez ignoraba la duda y el miedo: también la piedad, pensó Biralbo-. Pero no he sabido nada de él desde entonces.

– ¿A dónde te fuiste? -A Biralbo le daba miedo preguntar. Notaba que iba a llegar a un límite tras el que ya no se atrevería a seguir. Sin eludir su mirada Lucrecia guardó silencio: podía negar algo sin decir que no ni mover la cabeza, sólo mirando fijamente a los ojos.

– Quería ir a cualquier sitio donde él no estuviera. Ni él ni sus amigos.

– Uno de ellos estuvo aquí -dijo lentamente Biralbo-. Toussaints Morton.

Lucrecia hizo un brevísimo gesto de alarma que no llegó a conmover su mirada ni la línea delgada y rosa de sus labios. Por un instante miró en torno suyo como si temiera ver a Toussaints Morton sentado a una mesa cercana, acodado en la barra, sonriendo tras el humo de uno de sus chatos cigarros.

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