Antonio Molina - El Invierno En Lisboa

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Esta historia es un homenaje al cine «negro» americano y a los tugurios en donde los grandes músicos inventaron el jazz, una evocación de las pasiones amorosas que discurren en el torbellino del mundo y el resultado de la fascinación por la intriga que enmascara los motivos del crimen.
Entre Lisboa, Madrid y San Sebastián, la inspiración musical del jazz envuelve una historia de amor. El pianista Santiago Biralbo se enamora de Lucrecia y son perseguidos por su marido, Bruce Malcolm.
Mientras, un cuadro de Cézanne también desaparece y Toussaints Morton, procedente de Angola y patrocinador de una organización ultraderechista, traficante de cuadros y libros antiguos, participa en la persecución. La intriga criminal se enreda siguiendo un ritmo meticuloso e infalible.
El Invierno en Lisboa confirmó plenamente las cualidades de un autor que se cuenta ya por derecho propio entre los valores más firmes de la actual novela española. El invierno en Lisboa fue galardonada con el premio de la Crítica y el premio Nacional de Literatura en 1988 y fue llevada al cine, con la participación del trompetista Dizzy Gillespie.

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– Está bien, señor -dijo Toussaints Morton, herido, casi triste. Al verlo de pie recordó Biralbo lo alto que era-. Lo entiendo. Entiendo que Lucrecia no quiera saber nada de nosotros. Hoy en día no significan nada los viejos amigos. Pero dígale que Toussaints Morton estuvo aquí y deseaba verla. Dígaselo.

Impulsado por una absurda voluntad de disculpa Biralbo repitió que no sabía nada de Lucrecia: que no estaba en San Sebastián, que tal vez no había regresado a España. Los tranquilos y ebrios ojos de Toussaints Morton permanecían fijos en él como en la evidencia de una mentira, de una innecesaria deslealtad. Antes de entrar en el ascensor, cuando ya se marchaban, le tendió a Biralbo una tarjeta: aún no pensaban regresar a Berlín, le dijo, se quedarían unas semanas en España, si Lucrecia cambiaba de opinión y quería verlos ahí le dejaban un teléfono de Madrid. Biralbo se quedó solo en el pasillo y cuando entró de nuevo en su casa cerró con llave la puerta. Ya no se escuchaba el ruido del ascensor, pero el humo de los cigarrillos de Toussaints Morton y el perfume de su secretaria aún permanecían casi sólidamente en el aire.

Capítulo VII

– Míralo -dijo Biralbo-. Mira cómo sonríe.

Me acerqué a él y aparté ligeramente la cortina para mirar a la calle. En la otra acera, inmóvil y más alto que quienes pasaban a su lado, Toussaints Morton miraba y sonreía como aprobándolo todo: la noche de Madrid, el frío, las mujeres quietas que fumaban cerca de él, al filo de la acera, apoyadas en un indicador de dirección, en la pared de la Telefónica.

– ¿Sabe que estamos aquí? -me aparté del balcón: me había parecido que la mirada de Toussaints Morton me alcanzaba, desde lejos.

– Seguro -dijo Biralbo-. Quiere que yo lo vea. Quiere que sepa que me ha encontrado.

– ¿Por qué no sube?

– Tiene orgullo. Quiere darme miedo. Lleva dos días ahí.

– No veo a su secretaria.

– Tal vez la ha mandado al Metropolitano. Por si yo salgo por otra puerta. Lo conozco. Todavía no quiere atraparme. Por ahora sólo pretende que yo sepa que no puedo escaparme de él.

– Apagaré la luz.

– Da igual. Él sabrá que seguimos aquí.

Biralbo echó del todo las cortinas y se sentó en la cama sin soltar el revólver. La habitación se me volvía cada vez más pequeña y oscura bajo la sucia luz de las mesas de noche. Sonó entonces el teléfono: era un modelo antiguo, negro y muy anguloso, de aspecto funeral. Parecía únicamente concebido para transmitir desgracias. Biralbo lo tenía al alcance de la mano: se lo quedó mirando y luego me miró a mí mientras sonaba, pero no lo descolgó. Yo deseaba que cada timbrazo fuera el último, pero volvía a repetirse tras un segundo de silencio, más estridente aún y más tenaz, como si lleváramos horas escuchando. Al fin cogí el teléfono: pregunté quién era y no me contestó nadie, luego escuché un pitido intermitente y agudo. Biralbo no se había movido de la cama: estaba fumando y ni siquiera me miraba, comenzó a silbar una lenta canción al mismo tiempo que expulsaba el humo. Me asomé al balcón. Toussaints Morton ya no estaba en la acera de la Telefónica.

– Volverá -dijo Biralbo-. Siempre vuelve.

– ¿Qué quiere de ti?

– Algo que yo no tengo.

– ¿Vas a ir al Metropolitano esta noche?

– No me apetece tocar. Llama tú de mi parte y pregunta por Mónica. Dile que estoy enfermo.

Hacía un calor insano en la habitación, el aire caliente zumbaba en los acondicionadores, pero Biralbo no se había quitado el abrigo, parecía que de verdad estuviera enfermo. Siempre lo veo con él en mis recuerdos de aquellos últimos días, siempre tendido en la cama, o fumando tras las cortinas del balcón, la mano derecha en el bolsillo del abrigo, buscando el tabaco, acaso la culata de su revólver. En el armario guardaba un par de botellas de whisky. Bebíamos en los vasos opacos del lavabo, metódicamente, sin atención ni placer, el whisky sin hielo me quemaba los labios, pero yo seguía bebiendo y casi nunca decía nada, sólo escuchaba a Biralbo y miraba de vez en cuando hacia la otra acera de la Gran Vía, buscando la alta figura de Toussaints Morton, estremeciéndome al confundirlo con cualquiera de los hombres de piel oscura que se detenían en las esquinas al anochecer. Desde la calle subía el miedo hacia mí como un sonido de sirenas lejanas: era una sensación de intemperie, de soledad y viento frío de invierno, como si los muros del hotel y sus puertas cerradas ya no pudieran defenderme.

Pero Biralbo no tenía miedo: no podía tenerlo, porque no le importaba lo que ocurriera en el exterior, al otro lado de la calle, tal vez mucho más cerca, en los corredores de su hotel, detrás de la puerta, cuando sonaban pasos amortiguados y llaves girando en una cerradura muy próxima y era un huésped desconocido e invisible al que luego oíamos toser en la habitación contigua. Con frecuencia limpiaba su revólver empleando en ello la desocupada atención de quien se lustra los zapatos. Recuerdo la marca inscrita en el cañón: Colt trooper 38. Tenía la extraña belleza de una navaja recién afilada, en su forma reluciente había una sugestión de irrealidad, como si no fuera un revólver que súbitamente podía disparar o matar, sino un símbolo de algo, letal en sí mismo, en su recelosa inmovilidad, igual que un frasco de veneno guardado en un armario.

Había pertenecido a Lucrecia. Ella lo trajo de Berlín, era un atributo de su nueva presencia, como el pelo tan largo y las gafas oscuras y la inexpresada voluntad de sigilo y de incesante huida. Volvió cuando Biralbo ya había dejado de esperarla: no vino del pasado ni del Berlín ilusorio de las postales y las cartas, sino de la pura ausencia, del vacío, investida de otra identidad tan ligeramente perceptible en su rostro de siempre como el acento extranjero con que entonaba ahora algunas palabras. Volvió una mañana de noviembre: el teléfono despertó a Biralbo, y al principio no reconoció aquella voz, porque también la había olvidado, como el color exacto de los ojos de Lucrecia.

– A la una y media -dijo ella-. En ese bar del paseo Marítimo. La Gaviota. ¿Te acuerdas?

Biralbo no se acordaba: colgó el teléfono y miró el despertador como si volviera de un sueño: eran las doce y media de una mañana gris y enrarecida por la doble extrañeza de no haber ido al trabajo y de escuchar la voz de Lucrecia, reciente aún, recobrada, casi desconocida, no imposible al cabo de los años y de la lejanía, sino instalada en un punto preciso de la realidad, en un minuto accesible y futuro, la una y media, había dicho ella, y luego el nombre del bar y una liviana despedida que confirmaba su ingreso en el territorio de las citas posibles, de los rostros que no es necesario imaginar porque basta una llamada de teléfono para invocar su presencia. Ahora el tiempo comenzó a avanzar para Santiago Biralbo a una velocidad que le era desconocida y lo volvía inhábil, como si estuviera tocando con músicos demasiado rápidos para él. Su propia lentitud se había traspasado a las cosas, de modo que el calentador de la ducha parecía que nunca fuera a encenderse y la ropa limpia había desaparecido del armario donde siempre estuvo, y el ascensor estaba ocupado y tardaba horas en subir, y no había taxis en el barrio, en ningún lugar de la ciudad, nadie esperaba un tren en la estación del Topo.

Notó que esa suma de contratiempos menores lo distraía de pensar en Lucrecia: quince minutos antes de que concluyeran los tres años de su ausencia, mientras Biralbo buscaba un taxi, Lucrecia estuvo más lejos que nunca de su pensamiento. Sólo cuando subió al taxi y dijo a dónde iba recordó estremeciéndose de miedo que verdaderamente estaba citado con ella, que iba a verla igual que veía sus propios ojos asustados en el retrovisor. Pero no era su propia cara la que estaba mirando, sino otra cuyos rasgos le resultaban parcialmente extraños, porque era la que iba a ser mirada por Lucrecia, juzgada por ella, interrogada en busca de esas señales del tiempo que sólo ahora Biralbo era capaz de advertir, como si pudiera verse a sí mismo desde los ojos de Lucrecia.

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