Juan Saer - Cicatrices
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Vino con mucha agua, pero no puede decirse que haya hecho demasiado frío. No hizo frío hasta mayo. El veintiocho fui a la Inmobiliaria a firmar un montón de papeles y el empleado me aseguró que el cinco iba a tener el cheque por medio millón. Cuando volví a mi casa, era más de mediodía, y encontré a Delicia en la cocina, comiendo unas galletas marineras que untaba con picadillo de carne. Untó una y me la ofreció, pero yo le dije que no tenía hambre, y me fui para el escritorio. Al anochecer salí y fui para la cocina. Le pregunté a Delicia si había para comer algo esa noche, y me dijo que no. Le pregunté si tenía hambre. Me dijo que no tenía. Después estuve pensando durante un rato y le dije que iba a enseñarle algo nuevo. Que por unos días íbamos a suspender las lecciones de lectura y escritura (Delicia aprendía rápidamente al principio, pero después empezó a volverse lerda hasta que me di cuenta de que había perdido todo el interés) para aprender otra cosa. Le pregunté si estaba de acuerdo y me dijo que sí. Entonces fui hasta el escritorio, saqué cinco mazos de cartas francesas del último cajón, alcé unas hojas de papel y un lápiz, y volví para la cocina.
Aprendió enseguida. Lo que más me costó fue enseñarle cómo, pasando el nueve, se caía otra vez en el cero y había que empezar a contar otra vez. Todo lo demás fue muy fácil. Primero hacíamos apuestas verbales, por poca cantidad, y las cantidades fueron creciendo, y haciéndose cada vez más complicadas, hasta que decidí comenzar a anotarlas en una de las hojas de papel. Delicia no controlaba mis anotaciones. Se limitaba a esperar la preparación del pase, y estaba de acuerdo por completo en la cantidad que yo fijaba para la apuesta. Después del pase, yo anotaba. No lo hacía poniendo hileras de cantidades parciales una debajo de la otra, cantidades que sumaría al final, sino que sumaba mentalmente la cantidad actual a la anterior, tachaba la anterior, y escribía la cantidad nueva, en la que había incorporado la apuesta actual o la había restado en caso de que Delicia o yo, según a quien correspondiese la cantidad, hubiésemos perdido la apuesta. Había por lo tanto dos hileras de cifras tachadas, que ocupaban una angosta franja vertical de la hoja, y que culminaban siempre en una cifra legible. A cada apuesta, esta cifra legible era a su vez tachada, y debajo de ella aparecía una nueva cifra, jugamos tantos pases la primera noche, que Delicia y yo éramos titulares de hileras de cifras tachadas que ocupaban el anverso y el reverso de dos hojas. Después abandonamos el sistema de apuestas, y nos limitábamos a adivinar.
Nos turnábamos para proponer. El que acertaba, seguía eligiendo. Cuando erraba, el derecho de elección pasaba al otro. Delicia no erraba nunca. Viéndola adivinar con absoluta naturalidad cada pase, adivinar incluso con qué cifra ganaría, y una vez incluso el color de los palos con que ganaría la cifra, y una vez con qué cartas iba a hacerse la combinación me acordé de Marcos y pensé que era necesario estar afuera para ver con claridad y acertar. Pero, para el que jugaba, no se podía estar afuera. No podía hacer apuestas infalibles y ocasionales. Tenía que someterse a un ejercicio continuo, desde el comienzo hasta el final, sin posibilidad de tomar distancia mediante alejamientos ocasionales. El distanciamiento podía servir para algún pase aislado, que en el conjunto de la jugada, o incluso de la vida entera del jugador, no tenía ningún valor. Para acertar siempre, había que estar fuera siempre. Pero, por otra parte, acertar siempre significaba jugar siempre, y el que jugaba siempre no podía, por el mismo ritmo de los acontecimientos, ponerse fuera. Era un círculo, aunque el que jugaba tendía a concebirlo como una espiral. No, de ninguna manera. No es una espiral, sino un círculo.
Por fin llegó el cinco de abril. Estuve en la Inmobiliaria a las ocho de la mañana, firmando papeles hasta después de las once. El empleado, de vez en cuando, me ofrecía café. Yo no aceptaba. Desde el hall de la Inmobiliaria, un quinto piso, se veía la ciudad hacia el río, por un ventanal. Cada vez que terminaba de firmar una tanda de papeles, me acercaba al ventanal y contemplaba la ciudad. Aparte de los cinco o seis edificios de más de cinco pisos, todo era chato. Pero había cierta armonía en todas esas terrazas de baldosas rojizas en las que de tanto en tanto se veía cruzar con pasos lentos alguna mujer diminuta, y en las que la llovizna lavaba incansable montones de objetos abandonados y estragados por la intemperie. Hacia el otro lado estaban el puerto, con sus dos diques, paralelos uno al otro, y más allá el río y todos los riachos que lo entrecruzaban, formando islas bajas en el medio. La llovizna borraba el horizonte. A las doce menos cuarto me llamaron por última vez a la administración y me dieron el cheque. Estaba mi nombre escrito, y debajo decía quinientos mil pesos. La cifra estaba escrita también en la esquina superior derecha de la franja de papel, pero en números. Doblé el cheque, lo guardé en el bolsillo de mi impermeable, me despedí del empleado, y salí al pasillo. Cuando salí del ascensor en la planta baja, y comencé a caminar hacia San Martín pensé que ya debían haber cerrado los bancos. Fui a mi casa y guardé el cheque en la lata de té que Delicia me había dado. Me encerré en el escritorio, y no salí hasta el anochecer. Cuando Delicia me trajo el mate, yo me dedicaba a tildar cuadros de Blondie. Después agarré una lapicera y escribí con letra lenta y pareja: Se dice que la comedia es superficial porque elude las evidencias de la tragedia. Pero no hay en sí tragedia. No hay más que comedia, en el sentido en que la realidad es superficial.
La tragedia es puramente imaginaria. Me pareció algo perfecto, pero cuando volví a leerlo, su sentido se había esfumado. Abrí el cajón del escritorio y saqué la lata. El cheque estaba todavía adentro. Lo extendí sobre la hoja escrita. Estuve mirándolo durante un buen rato. Comparé su letra con mi propia letra. Por un momento, sentí una especie de extrañamiento. Ese papel valía medio millón de pesos. Yo iría con él al banco, al otro día, y me darían un montón de papeles, todos completamente diferentes al papel del cheque, algunos parecidos entre sí, que valdrían también medio millón de pesos. Durante la noche, yo podría cambiar los papeles recibidos en el banco por los rectángulos verdes y los óvalos amarillos, y los rectángulos rojizos y los redondeles plateados. Todas esas figuras geométricas valían también medio millón de pesos. Pero su radio de acción era limitado. Las fichas no servían más que para la mesa de juego, el cheque, para el Banco de la Provincia, el dinero en efectivo, para el país. Es necesario creer en ciertos símbolos para que tengan valor. Y para creer en ellos, hay que estar dentro de su radio de acción. No puede creerse en ellos desde afuera. Incrédulo, el cajero del banco me creería loco si yo le llevase mis redondeles plateados y mis óvalos amarillos para canjearlos por dinero en efectivo. Esos círculos cerrados que trazan los símbolos al girar en torno de su radio de acción es posible que lleguen a tocarse a través de nuestra imaginación, pero en la realidad ni siquiera se rozan. Cuando salí, encontré a Delicia en la cocina. Me dijo que había pedido crédito en el mercadito, en mi nombre, y que se lo habían dado. Comimos carne frita, y papas. Después nos pusimos a jugar al punto y banca hasta la madrugada.
Durante cuatro días, el cheque estuvo intacto en la caja de té, pero el nueve de abril, alrededor de las dos de la tarde, llegó Tomatis. Dijo que venía a escuchar mi ensayo sobre Sivana. Cuando terminé de leérselo dijo que estaba muy bien, pero que yo estaba envenenado de trotzkismo, y yo le dije que no podía estar envenenado de trotzkismo, porque yo era peronista, no trotzkista, pero después me di cuenta de que me había dicho eso por decir algo, que ni siquiera había escuchado durante la lectura del ensayo. Sabía que había estado pensando en otra cosa, y cuando habló más tarde, supe en qué.
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