Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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Cuando a las dos de la tarde Marcos volvió con las revistas, el cuaderno y el lápiz, le dije que no viniese más. Leí las revistas, pero no usé ni el lápiz ni el cuaderno.

Me largaron al otro día al anochecer, después de haber prestado declaración ante el secretario del juzgado. El secretario me conocía y me dijo que iba a ver cómo arreglaba la cuestión del proceso. Dijo también que todos éramos humanos.

Algunos más que otros, dije yo. Probablemente. Sí, dijo el secretario. Cuando un tipo no sabe qué hacer para hincharle las pelotas al prójimo, hay que recomendarle que se meta en la policía. No se preocupe, doctor, acá va a hacerse todo con discreción.

Le pregunté por qué había que tener discreción. Me miró, pero no me dijo nada. Yo le soporté la mirada. Cuando salimos de jefatura, el adicionista del cabaret me dio la mano y me dijo que fuera a visitarlo una de esas noches, para tomar una copa. Le dije que yo no tomaba.

Encontré a Delicia en la cocina, con su cuaderno abierto. Había empezado a dibujar otra vez la letra a. Le conté que había estado preso, y que hacía tres días que no me lavaba la cara. Después subí al baño, me afeité y me bañé. Mientras me afeitaba tuve oportunidad de mirarme en el espejo. Sí, estaba mucho más delgado, y la barba estaba comenzando a encanecer. También tenía algunas canas en el cabello. Pero para mí, yo seguía siempre igual. Eran los otros los que notaban los cambios, cuando ya habían sucedido. Así que estaba envejeciendo. Iba a pasar una vez más enteramente, hasta desaparecer. Alguien más que quería saber algo iba a sentir el apagón súbito, desapareciendo cuando apenas había entrevisto la posibilidad de encontrar un camino. Podía vivir treinta, cuarenta, cincuenta años más.

Daba lo mismo. Había llegado al punto en el cual se podía comprender que la zona que yo me había dedicado a esclarecer era desentrañable. Desde fuera, yo pasaba como un meteoro, dejando una cola verde que empezaba a esfumarse en el mismo momento de comenzar a arder. Un apagón, y todo iba a quedar en la oscuridad. Del relumbrón fugaz de la chispa, a lo negro. Me miré en el espejo. Ese soy yo, pensé. Soy yo. Yo.

Después me desnudé y me metí bajo la ducha. Cuando bajé, Delicia estaba preparando la comida. Nos habíamos sentado a comer, cuando sonó el timbre de la puerta de calle. Era Marquitos. Le dije que comiese algo y empezó a pelar una naranja. Me preguntó cómo estaba. ¿Realmente estás tan preocupado?, le dije. Terriblemente, me dijo. Bueno. No estés, dije yo.

Hay algo de autodestrucción en todo esto, Sergio, dijo Marcos. Estoy francamente preocupado.

No tengo alcohol, dije yo. Puedo ofrecerte un café. Acepto, dijo Marquitos.

Fuimos al escritorio, donde yo había dejado las revistas que Marquitos llevó a la comisaría. Las saqué de en medio y me senté. Marquitos se sentó en un sofá.

Ahí está tu frazada y el resto de tus chirimbolos, dije. Después que tomamos el café, dijo que quería dar una vuelta. Lo acompañé. Subimos al coche celeste, enfilamos para el centro, recorrimos San Martín hacia el sur, rodeamos toda la Plaza de Mayo, pasando frente a la Casa de Gobierno y al edificio de los Tribunales, y después volvimos a recorrer San Martín, esta vez hacia el norte. Pasamos delante de los corredores de la galería, y en la esquina doblamos hacia la estación de ómnibus. Enfrente estaba el Correo, todo iluminado. Después tomamos la avenida del puerto, en la que las palmeras brillaban a la luz de los globos del alumbrado, y llegamos al puente colgante. En la costanera nos detuvimos. Bajamos. Nos apoyamos en la baranda de cemento y miramos el río.

Ha de hacer dos años que no vengo por aquí, dije yo

– Sergio, dijo Marcos. Si no estás ni a veinte cuadras. Es verdad, dije yo. Pero no he venido. Noté que me estaba mirando fijamente. Hay algo en todo esto, algo… heroico, dijo Marquitos. No fabules, dije yo. Y algo de… de…, dijo Marquitos. Estúpido, dije yo.

No. No es eso, dijo Marquitos. Algo de… de-Absurdo, dije yo. No. De locura, dijo Marquitos. Sobre el río caía un haz de claridad, que lo dividía. Había esa franja amarillenta, quebradiza, y agua negra de los dos lados. Pero el agua no es nunca la misma, dijo Marquitos, cuando se lo hice observar. Por lo tanto, tampoco el reflejo es el mismo.

Es verdad, dije yo.

Me llevó de vuelta por el bulevar. En 25 de Mayo doblamos hacia el sur, y en el reloj del Banco Municipal, redondo, con números romanos, comprobé que eran las doce y veinticinco. Doblamos en Primera Junta, pasando frente al edificio donde estaba la oficina de la Inmobiliaria. El reloj de Casa Escassany dio las doce y media cuando pasamos delante de él. Cuando llegamos a la puerta de mi casa bajé del coche y le dije a Marquitos que me esperara un momento. Fui al escritorio, abrí el segundo cajón, y saqué tres billetes de diez mil pesos. Se los llevé a Marquitos y se los pasé por la ventanilla. Los agarró, diciéndome que no los necesitaba. Después me dijo que extrañaba a Rey. El Chiche fue siempre un rufián, dije yo. No, dijo Marcos. Era otra cosa. Siempre había que perdonarle todo, dije yo. ¿A quién no?, dijo Marcos.

Pensé que era una alusión a mi persona. Después puso en marcha el motor y se fue. Cuando me metí en la cama me acordé de que había visto una franja de luz por debajo de la puerta de la cocina. Me vestí otra vez y bajé. Al abrir la puerta vi a Delicia con los cinco mazos de naipes puestos sobre la mesa. Del otro lado del mazo había un montón de barajas bocarriba, en desorden. Delicia sacaba de dos en dos, y después daba vuelta las dos primeras para ver la cifra.

Dos días después me enteré de que tiraban dados en un club de las afueras. Era una partida clandestina. Me llamó por teléfono ese empleado del club que no hablaba nunca. Me dejó la dirección y me dijo que empezaba a las diez de la noche. Estuve yendo dos o tres veces por semana, y siempre perdía. No llevaba sumas muy grandes. Veinte, treinta mil. Mi corazón se ponía a palpitar cada vez que agarraba el cubilete y empezaba a sacudirlo. Sabía que el caos estaba golpeando contra las paredes de cuero, y era el caos el que rodaba por el paño verde bajo la forma de dos diminutos cubos amarillos. Después el caos cuajaba un momento, en una inmovilidad transitoria, y las manos del empleado que no hablaba nunca, borraban ese momento de estabilidad recogiendo los dados. Era como una fuerza loca emitiendo un grito y volviendo otra vez al ruido impreciso. Pensaba en los dados cuando miraba las nubes en el cielo. Tomaban una forma que duraba un segundo, y después, de golpe, bajo una apariencia de lentitud que confundía al ojo, eran otras. Perdí siempre. El veintitrés de abril, en plena lluvia, a las doce de la noche, tomé un taxi desde el club, fui hasta mi casa, y saqué tres billetes de diez mil. Ya había perdido tres. Volví en el mismo taxi. La ciudad se perdía en un montón de manchas brillantes, vista a través de los vidrios del taxi que chorreaban agua. El veintiocho de abril me quedaban cien mil pesos, aparte de los sesenta de Delicia que estaban guardados en la caja de té. El veintinueve, a las tres de la tarde, el empleado de la partida me llamó por teléfono. Me dijo que el dos de mayo iba a haber una partida clandestina de punto y banca.

Le pregunté si me estaba invitando. Lo estoy invitando, doctor, me dijo el empleado. Pero es una partida muy grande. Vienen cinco personas de afuera. Con usted serían seis.

Le dije que iba a ir. Sin embargo, no colgó. Tengo que hacerle una advertencia, doctor, dijo el empleado. Para tener derecho a entrar en la partida, hay que fichar cien mil pesos. ¿Cuánto?, dije yo.

Cien mil pesos, doctor, dijo el empleado. ¿Cien mil pesos?, dije yo. ¿Quién va a bancar? ¿Anchorena?

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