Juan Saer - Cicatrices
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Fui a la cola, cambié el segundo billete por dos óvalos amarillos, y volví a la mesa. Marquitos me miraba. Yo simulé no verlo. Desvié la mirada. Durante unos segundos supe que me estaba contemplando, aunque yo estaba mirando hacia el centro de la mesa. Después dejó de mirarme, se puso otra vez en puntas de pie, y fijó la mirada en el centro de la mesa. Yo tenía los dos óvalos amarillos en la mano derecha, apretándolos mucho. Estaban húmedos. Estaba por tirar uno al centro de la mesa, cuando vi que Marquitos se abría paso entre los dos tipos parados contra la mesa, y desaparecía; me asomé por entre los tipos y vi que acababa de sentarse. Me llamó y me dijo que me parara al lado de la silla. La cara rubia se le había enrojecido levemente. Pensé que estaba algo turbado. Me incliné hacia él y le dije qué pensaba hacer.
Ver todo un poco más de cerca, dijo.
Después tiré los dos óvalos amarillos a la vez, a punto. Fui a la caja, cambié el billete de diez mil por un rectángulo verde con la cifra grabada, en el centro, en números dorados, y volví a pararme al costado de la silla de Marquitos, abriéndome paso a codazos entre los tipos parados detrás de él. Me incliné hacia Marquitos y le pregunté cómo veía la cosa.
Oscura, me dijo. Su cara rubia había vuelto a empalidecer.
No volví a hablar con él durante por lo menos quince minutos. Defendí como pude mi rectángulo verde, pero al final me lo llevaron. Con los últimos cinco mil apelé al palpito, pero por más que vacié mi mente durante un minuto seguido, sin interrupción, no vino nada a ella para llenarla y tiré el óvalo amarillo a ciegas. No pasó nada. Me lo llevaron. Exactamente en ese momento, Marquitos se dio vuelta y me hizo inclinar hacia él. Me preguntó si había terminado y le dije que sí. Entonces me dijo si podía cambiar un cheque allí mismo. Le dije que se podía. Se paró, inclinó la silla sobre el borde de la mesa, para reservarla, y fue conmigo hasta la caja. Le dije al cajero que Marquitos quería cambiar un cheque. Le presenté a Marquitos y me mantuve a distancia. Marquitos habló dos o tres palabras con el cajero, se inclinó sobre la mesa, llenó un cheque y se lo extendió. El cajero le dio diez rectángulos verdes. Marquitos se los guardó en el bolsillo del pantalón y me miró, sacudiendo la cabeza para indicar que lo siguiera. Volvimos a la mesa y me dijo que me sentara. Por su tono, más bien me lo ordenó. Él se quedó parado a mi derecha. Después dejó caer tres rectángulos verdes sobre el paño, ante mis ojos. Alcé la cabeza y vi que miraba el centro de la mesa con una sonrisa malévola, pero que movía sin parar la pierna izquierda, golpeando con e! talón el suelo.
Le pregunté a qué quería que jugara.
No tengo ninguna clase de preferencia, dijo Marquitos.
Así que puse el primer rectángulo a punto, y vino punto. Dejé los dos rectángulos a punto y me devolvieron cuatro. Marquitos se inclinó hacia mí, me preguntó sí yo había visto lo fácil que era, y después recogió los seis rectángulos verdes y se los guardó en el bolsillo. Después empezó a alejarse de la mesa. Me levanté, incliné la silla para reservarla, y lo seguí. Iba en dirección a la caja. Lo alcancé a mitad de camino. Le pregunté qué estaba haciendo.
Voy a cambiar a la caja, dijo Marquitos. Llegó a la caja, pidió que le devolviesen el cheque, y lo cambió por diez rectángulos verdes de diez mil. Después entregó los tres últimos rectángulos y recibió tres billetes rojizos de diez mil pesos. Se guardó el cheque y me extendió los billetes.
Son los tuyos, me dijo.
Recibí los billetes y me los guardé en el bolsillo. Le pregunté a Marquitos si quería esperarme o si se iba, y él me dijo que se iba. Lo acompañé hasta la punta de la escalera y me quedé mirándolo cuando bajaba. Después le grité que me apurara el asunto de la hipoteca y volví para la mesa. Un tipo se había sentado en la silla que yo había reservado, así que le di un golpecito en el hombro derecho con la punta de los dedos y el tipo me dejó el lugar. No jugué un centavo hasta que llegó mi turno para la banca y en el momento en que iba a poner los primeros diez mil en la banca, terminó la partida. Así que me fui para mi casa y me acosté a dormir.
Los treinta mil de Marcos me duraron unos ocho días así que para alrededor del quince yo estaba seco. Me había defendido bastante bien, pero al fin me los llevaron. No alcancé ni siquiera a comprar el libro de lectura de Delicia, pero comida no nos faltó, y cada par de días yo me iba hasta el mercado central y elegía dos o tres kilos de las uvas últimas, que son dulces y duras, y tienen mejor gusto porque ya no va a haber más hasta el otro año. Venía pellizcando los racimos durante el trayecto desde el mercado hasta mi casa, y después las guardaba en el congelador. Después iba y me encerraba en el escritorio. El quince, a eso de las cinco de la tarde, mi séptimo ensayo estaba terminado. Decidí llamar a Carlitos Tomatis para leérselo.
Pero esperé todavía dos o tres días más, y el diecisiete, fue Tomatis el que me llamó, preguntándome si por fin había conseguido juntarme con el dinero de la hipoteca. Le dije que podían venir los bomberos a revisar mi casa que no iban a encontrar un solo centavo en ella. Y que la hipoteca la iba a cobrar recién el cinco de abril. Tomatis dijo que era una lástima, y estaba por cortar, cuando yo le conté que había terminado el ensayo sobre Sivana y que tenía deseos de leérselo.
Una de estas noches paso por tu casa, entonces, Sergio, dijo Tomatis.
Es raro que yo esté de noche, dije yo. La tarde es mi hora fácil.
Dijo que le parecía perfecto, que ya iba a venir a verme una de esas tardes, y cortó. Me quedé en el escritorio hasta el anochecer. Cuando oscureció abrí la ventana que daba a la calle de par en par, y apagué la luz. Estuve horas en la oscuridad, hasta que Delicia me golpeó la puerta y me dijo que fuera a comer.
Desde el quince hasta el cinco de abril fui a jugar al club una sola vez, la noche del día veintidós de marzo, en que vendí la máquina de escribir. Pasé a máquina el ensayo sobre Sivana, y después fui a venderla. Había usado esa máquina siete veces en los últimos tres o cuatro años: una por cada vez que terminaba un ensayo y los pasaba. Hacía tres copias de cada uno, y los guardaba en una carpeta rosada, de las que yo había hecho imprimir especialmente para mi estudio de abogado. La carpeta tenía un membrete en el ángulo inferior derecho, que decía: Doctor Sergio Escalante, abogado. Me dieron dieciocho mil por la máquina, y me duraron dos noches. Después ya no quedó nada que vender. A gatas si comíamos. Me pasaba las horas en el escritorio, revisando mi colección de tiras cómicas. Delicia venía a las cinco y me traía el mate. A las cinco en punto. No sé cómo lograba calcular la hora, porque, salvo mi reloj pulsera, no había otro en la casa, y yo lo llevaba siempre en mi muñeca. No necesitaba mirar la hora para saber que eran las cinco, cuando ella golpeaba la puerta del escritorio, y entraba con la pava de aluminio y el mate con su soporte plateado. Sabía que eran las cinco en punto. No llegaba ni un minuto antes, ni un minuto después. No; llegaba a las cinco en punto. Yo le había pedido la primera vez que me trajese el mate alrededor de las cinco, que siempre, alrededor de esa hora, me gustaba tomar unos amargos. Y en todo ese tiempo, ella no había dejado un solo día de golpear la puerta a las cinco. El veinticuatro de marzo yo no tenía un centavo así que el veinticinco vendí también mi reloj pulsera. No me dieron ni mil pesos por él. Con unas monedas que encontré en el fondo del cajón de la cómoda de mi mujer, que yo no había abierto desde el día en que tomó raticida y vino rodando por la escalera hasta la planta baja, complete mil pesos para poder canjearlos por dos redondeles plateados que me llevaron enseguida. Después, entre el veinticuatro de marzo y el cinco de abril, llegó el otoño.
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