Juan Saer - Glosa

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¿Qué fue lo que realmente sucedió esa noche en la fiesta donde se festejó al poeta Jorge Washington Noriega? En una caminata por el centro de la ciudad, Ángel Leto y el Matemático reconstruyen esa fiesta en la que no estuvieron pero que conocen bien: circulan distintas versiones, todas enigmáticas y un poco delirantes, que son revisadas y vueltas a contar y discutidas o rectificadas.

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Pero Héctor no es de los que se dejan impresionar: inteligente, un poco pedante, con obras premiadas en San Pablo y en Venecia y cinco o seis cuadros en museos de Europa colgados en las salas de la vanguardia internacional, siempre con la vaga sospecha, que puede pasar inadvertida para el exterior, de que todo lo que ocurre en su ausencia forma o podría formar parte de una vasta conspiración contra su persona. Según el Gato, la posibilidad de una competición dialéctica con Washington lo excita de un modo particular, manía que, por delicadeza, Washington finge no percibir, lo que produce un efecto contrario al deseado, ya que Héctor se exacerba todavía más. Cohen lo califica de ambivalente y, refiriéndose a él, una vez se valió de la tirada siguiente: querría que lo quisieran más de lo que lo quieren; que no quieran querer más que a él; que los que lo quieren no se quieran entre sí; querría no querer a los que quiere ni querer que lo quieran; querría poder no querer y poder que no lo quieran. Pero él, el Matemático, ¿no?, a pesar de todo, le reconoce un interés genuino, cosa rara en un pintor, tanto por el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía, música) como por el trivium (gramática, lógica, retórica), con lo que quiere decir, le parece a Leto, que Héctor, aparte de su talento para la pintura, no es indigno de pertenecer, a juicio del Matemático, a vaya saber qué círculo extremadamente estrecho y muy versado en ciertas cuestiones universales.

Leto sacude la cabeza, con expresión más bien vaga, para demostrar que ha comprendido no únicamente que Héctor es muy versado en ciertas cuestiones, sino también, y sobre todo, cuáles son esas cuestiones. Pero el Matemático ni siquiera lo ve, ocupado como está en ir precisando y organizando los detalles de recuerdos que ha obtenido, gracias a Botón, el sábado anterior, en el banco de popa, en el puente superior de la balsa, y que desde entonces lo acompañan para el resto de sus días; recuerdos parasitarios, podría decirse, de experiencias ajenas, que no por eso pierden fuerza, sentido y cohesión; es verdad que la mayor parte de los detalles le son familiares y que, por esa razón, no le es difícil reconstituir el todo, a diferencia de Leto que, recién llegado a la ciudad, o relativamente recién llegado, debe remendar, por decirlo de algún modo, con recuerdos heterogéneos que no se aplican a los objetos que evoca, o con imágenes vagas que no provienen de ninguna experiencia relacionada con los hechos, la imagen fragmentaria, intermitente, confusa por momentos, que el relato genera en él y que, de modo paradójico, ¿no?, a causa de su fragmentariedad y también de su carácter no empírico semejante al de las historias fabulosas, va dejando rastros profundos y vivos en su memoria: la quinta de Basso, Silvia Cohen, más inteligente que su marido, la mesa bajo el quincho y la discusión, Beatriz armando un cigarrillo, la balsa a Paraná, los silencios socarrones de Washington, la mujer de Pirulo desangrándose con la jeringa, los tres mosquitos de Washington que, diminutos y grises, empiezan a revolotear en la noche de verano, en el estudio iluminado, en Rincón Norte, zumbando nítidos, el caballo de Noca tropezando en un campo de la costa constituido por un término medio de campos de la costa ya visitados y transferidos a lo Anterior -todo eso, ¿no?, mezclando además, y sin elaboración cuidadosa, las afirmaciones contradictorias de Tomatis y del Matemático. El cual, reconcentrado y etéreo, como se dice, continúa: Hasta que Washington cede y dice -Washington, ¿no?- no, yo decía que el verano pasado… etc., etc., ante el silencio atento y un poco retobado de Héctor, que lo escucha con cierta severidad, con una expresión de inminencia que significaría más o menos: escucho, escucho, pero de todos modos, digas lo que digas, ya tengo preparada la refutación. La expresión de Washington, en cambio, obra maestra y pieza única de un arte fino y muy controlado, sin mostrar para nada que percibe la severidad amenazadora de Héctor, la expresión de Washington decía, del mismo modo que sus palabras y la entonación con que las profiere, van componiendo algo que, en forma organizada o, como se dice, discursiva, podría formularse más o menos así: No sé qué le han dado a entender los otros, pero yo en su lugar no les haría caso. No pierda el tiempo ocupándose de mis devaneos, no hay nada que refutar. Aquí están todos un poquito excitados por el alcohol y la fiesta. Hoy no los para nadie. Yo soy un señor mayor - sesenta y cinco abriles hoy justamente - que vive en Rincón Norte, jubilado, y se ocupa exclusivamente de su quintita. Vigilar la achicoria cosa que no se vaya en semilla y regar bien durante los meses de calor no me deja casi tiempo para más. Son muy exagerados los amigos aquí, no crea. Usted que se ve a la legua que es un hombre inteligente no ignora lo alocados que son. Pero ya que es tan amable en permitirme robarle su tiempo y como veo que insiste por gusto de oírme desvariar, le cuento que el verano pasado, después de la cena, me puse a leer algo, ya no me acuerdo qué, las Rimas de Mitre, tal vez, o alguna novela de Cambaceres, cuando en el silencio de la noche aparecieron tres mosquitos que se pusieron meta zumbar y revolotear a mi alrededor, hasta que me distrajeron de la lectura. Y eso es todo. Como ve, los amigos aquí se alborotan al cuete. Héctor, según el Matemático, y siempre según Botón, consciente de haber sido inmovilizado por las artimañas oratorias de Washington, de las que se ve obligado a reconocer, en su fuero interno, que son eficaces, ya que, evitando todo discurso afirmativo, como se sabe decir, lo obligan a renovar su pedido de información, desmantelando su refutación asesina, Héctor, decíamos, o decía, mejor, un servidor, simulando una curiosidad desinteresada debido a ciertas informaciones fragmentarias que no le disgustaría ampliar, a causa justamente de la poca fe que le merece el estado de los presentes, estado al que Washington parece no haber sucumbido, recomienza: ¿pero no habían dicho algo de Noca, el pescador? ¿El había oído mal o alguien había mencionado el caballo de Noca? ¿No había habido durante la cena una discusión sobre si los caballos podían o no tropezar y no había sido a causa de eso justamente que Washington había traído a colación los mosquitos? Washington, no sin antes perder un buen momento tratando de sacarse, con dedos particularmente infructuosos, una brizna de tabaco del labio inferior, después de escuchar con mucha atención las preguntas de Héctor, y siempre según el Matemático, y según el Matemático según Botón, mirando de un modo fugaz los ojos de Héctor y clavando después la mirada en el patio oscuro, más allá del quincho, el patio oscuro que ya empieza a enfriar la madrugada, responde despacio, y si pudiesen resumirse sus palabras y, como de todas maneras siempre hay que resumir, podría resumírselas de este modo: Así es, así es, no digo que no: algo dijo el amigo Noca de su caballo. Dijo que si demoró con los pescados, fue porque su caballo tropezó esta tarde en la costa, aserto, convendrá conmigo, eminentemente inverificable. Noca, que es casi de mi generación, no anda, lo mismo que yo, por el primer boleto. Y como los amigos Cohen y Barco se pusieron a discutir sobre si un caballo podía o no tropezar yo manifesté mi modesta reticencia - no es que quiera prohibirle a los caballos que tropiecen, no vaya a creer, no, nada de eso. Lo que pasa es que el amigo Noca es una amenaza andante al principio de razón suficiente y que, para discutir de algo, más vale no tener en cuenta sus afirmaciones. Por eso yo, con toda cautela, y sin querer extraer ninguna conclusión, conté lo que me había pasado con tres mosquitos. Basso, usted que tiene cerca la botella, ¿podría hacerme la gauchada de servirme un dedito de whisky? Gracias. Y, según el Matemático, sin decir una palabra más, Washington se puso a paladear la bebida y clavando una mirada deferentísima en Beatriz, que lo escuchaba frunciendo la frente y esbozando una especie de sonrisa malévola, le dijo: ¿Sabe, Beatriz, que ese vestido de terciopelo le queda muy bonito? Gracias, Washington, dice el Matemático que le dijo Botón que respondió Beatriz, simulando seguirle la corriente, pero con una entonación un poco exagerada destinada a mostrar que no se le escapaban sus maniobras diversivas.

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