Juan Saer - Glosa
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El Matemático no vacila en poner en la balanza, como se dice, defectos y virtudes de Botón, para gran contrariedad de Leto, que debe corregir la imagen un poco sumaria que ha venido elaborando; para él se trataba de un entrerriano morocho, picado de viruelas, estudiante de abogacía, más afecto al vino y a la guitarra que a los apuntes de Derecho Civil, violador aficionado en sus ratos libres, más bien populachero en sus gustos literarios, de inteligencia un poco obtusa, y ahora resulta que se trata de un muchacho exquisito, protector del arte de vanguardia, una especie de santo, capaz del más grande de los sacrificios -mantenerse sobrio- si un fin superior -es la expresión que se utiliza en estos casos- se lo exige. Una sospecha empieza a apoderarse, como dicen, de Leto, a saber que el Matemático, por oponerse en forma radical a Tomatis, ha perdido el sentido crítico y exagera el lado bueno de las cosas, o peor aún, entronca Leto con una intuición delicada aunque, como venía diciendo, con nada parecido a palabras, peor aún, decía, ¿no?, el Matemático, habiendo probado el gusto de la abyección humana, capaz de reducir a nada el todo con tal de no recibir una mancha en el propio pantalón, para redescubrir, podría decirse, la miel de la existencia, el bien disperso en el mundo, ve virtudes hasta en Botón. Pero estos pensamientos pasan rápido, como chispazos silenciosos o fogonazos apagados, en la trastienda de su mente, concentrada ahora en el salto imprevisto que su cuerpo debe dar, junto al del Matemático, para desembocar en la esquina, y el conductor de un auto que los ve llegar frena despacio e, inclinándose un poco para mirarlos a través del parabrisas, les hace una seña amable con la mano indicando que pueden pasar -lo que hacen acto seguido, como se dice, apurándose con una ostentación que, a decir verdad, no les permite ganar tiempo, pero que les sirve para responder con todo el cuerpo a la amabilidad del conductor, un apuro ostentoso que, más o menos, significaría nos apuramos todo lo que podemos, tanto, que ni siquiera podemos darnos el lujo de inclinarnos para responder a su señal de amabilidad pero, justamente, nuestra propia amabilidad consiste en apurarnos y que, después de todo, aunque no les haga ganar mucho tiempo, ya que lo que ha ido en aumento es la ostentación y no la velocidad, los traslada, quieras que no, a la vereda de enfrente.
Cosa curiosa: Botón, justamente, el sábado anterior, en el puente superior de la, etc., etc., ¿no?, le ha contado, al Matemático, ¿no?, la llegada de Rita, Héctor y Elisa al cumpleaños de Washington -como a las dos de la mañana, parece, Rita y Héctor bastante cargaditos, según el diminutivo elocuente, como se dice, empleado por Botón, y Elisa, como de costumbre, seria y retraída, con aire de estar ahí contra su voluntad, negándose a sentarse con el pretexto de que ha venido siguiendo a Héctor y a Rita que pasan únicamente a saludar. Por supuesto que serán los últimos en irse, Rita porque es incapaz de acostarse antes del alba, Héctor a causa de las discusiones interminables en las que se enreda con unos y otros, sobre cualquier tema, y Elisa parada cerca de la parrilla y cerca de la puerta más tarde cuando el frío de la madrugada los obliga a entrar en la casa, apretando la cartera contra su vientre, sin tomar nada ni hablar con nadie, para dejar claro de ese modo que es por culpa de Héctor y de Rita que está ahí y contra su voluntad. ¿No? Todos esos detalles él los conoce por Botón, dice el Matemático; Leto sacude otra vez la cabeza, afirmativo, para demostrar que ha entendido, lo que alienta al Matemático a continuar: a esa hora, a las dos de la mañana, la cosa estaba en lo mejor -al Matemático se le escapa una risita, durante un par de segundos, que Leto interpreta como divertida, por el reconocimiento de lo típico del comportamiento de los presentes, la mayor parte de los cuales el Matemático conoce bien, de modo que ese reconocimiento de lo típico de cada uno y de lo típico de todos reunidos le produce alegría dándole el sentimiento de estar familiarizado con el mundo, y como nostálgica -que Leto interpreta, ¿no?-, a causa de lo irreparable de no haber estado ahí, de haber estado el mismo día y a la misma hora visitando fábricas en Francfort, víctima de la inadecuación humana -si puede usarse la expresión- al tiempo y al espacio, como los llaman, risita de dos o tres segundos que, traducida a palabras, vendría a querer decir más o menos: ¡Ah, qué bien que me los imagino! ¡Ah, qué bien que puedo verlos ahora desde aquí! ¡Ah, qué bien que puede recomponer esa noche sin que la hayan captado previamente mis sentidos! ¡Qué macana haber estado en Francfort! ¡Qué macana que el viaje a Europa haya coincidido justo con el cumpleaños de Washington! ¡Qué macana que el ser humano, el ser viviente en general, prisionero de la sucesión, se vea obligado a asistir en forma empírica a un solo punto del espacio por vez, y no le sea posible abstraer las transiciones sucesivas que se requieren para pasar de un determinado punto del espacio a otro!, del mismo modo que Leto, que, como decíamos, o decía, mejor, un etc., etc., tampoco ha estado presente, y siempre sin nada parecido a etc., etc., no deja de pensar algo, de experimentar algo en alguna parte de su ser que, vertido en forma verbal aproximativa, podría dar más o menos lo siguiente: Dos o tres alusiones de Tomatis indicarían que el hecho de que no me invitaran fue decidido con premeditación, pero también podrían indicarlo contrario, a saber que, si no me invitaron, fue a causa de un olvido involuntario, aunque pensándolo bien las alusiones no hayan sido más que una sonda para averiguar por qué razón, teniendo en cuenta que ellos creían que no era necesario invitarme para que fuera, yo me abstuve de ir, lo cual mostraría que serían ellos los ofendidos, pero aún admitiendo esta última posibilidad, o sea que me consideran demasiado íntimo de Barco, de los mellizos y de Tomatis como para que haya habido necesidad de invitarme, desde cualquier punto de vista que se examine la cosa, no hay nada que hacerle, los hechos obligan a rendirse ante la evidencia, no me invitaron.
Y así. A decir verdad -es un decir, ¿no?- Botón, en el banco de popa, había, casi en seguida de empezar, hablado de eso, de la llegada de Rita, Elisa y Héctor, para referirle el estado de ebriedad avanzada, como se dice, de los dos pintores, puesto que, un poco culpable de haber perdido la balsa de las diez a causa, seguro, de la trasnochada de la víspera, hacía un intento inconsciente como dicen, de minimizar su propio comportamiento exagerando el de los otros. Y, según el Matemático y siempre, y hasta nuevo aviso, según Botón, apenas le llegaron a Héctor los primeros ecos de la discusión de un rato antes -sobre Noca, sobre el caballo de Noca, sobre los mosquitos de Washington, ¿no?- Héctor empezó a querer averiguar con uno y con otro cómo había sido la cosa, qué había dicho Noca sobre el caballo y por qué, qué crédito podía otorgarse a sus afirmaciones, cómo Cohen, Barco y Beatriz las habían interpretado o comentado, y, sobre todo, y ante esta parte del cuestionario Washington permanecía impasible y sonriente como si no lo escuchara, y, sobre todo, decía que dice el Matemático que le dijo Botón, cómo había sido exactamente la intervención de Washington y de qué modo se relacionaba con el caballo de Noca, si es que se relacionaba, y sobre todo también a querer, Héctor, ¿no?, que se le refiriese el asunto paso por paso, en todos sus detalles, que él creía entrever de qué se trataba y podría tal vez aclarar un poco los puntos oscuros del problema, cosa que, desde luego, teniendo en cuenta su estado, cargadito, ¿no?, como diría Botón, despertó en los presentes el más vivo escepticismo. A todo esto Washington, otra vez, como si nada. Y el Matemático se ve en la obligación de aclararle a Leto que esa impasibilidad es una broma clásica de Washington, consistente, cuando se le reclama una explicación, en simular que no ha escuchado nada, broma que, por otra parte, hace únicamente con los que ya la conocen, ya que en el caso contrario podría ser interpretada como orgullo o agresión, dos actitudes extrañas al comportamiento de Washington, broma inocente por otra parte ya que los que lo conocen saben muy bien que lo divierte quedarse mudo y sonriente durante un buen rato y que, de todas maneras, esa broma precede siempre a una de sus intervenciones. Otra de las bromas clásicas de Washington, acota, satisfecho, el Matemático, ya que esa broma reconforta sus inclinaciones, consiste en presentar a Omar Kayam como el autor de un tratado sobre ecuaciones cúbicas, simulando ignorar que también escribió las Rubayat. Lo cierto es que ese silencio de Washington casi pasa inadvertido en medio de la gritería y las risas que genera la insistencia de Héctor. ¡Anda a dormir la mona, jabibi!, le gritaba Dib desde la otra punta de la mesa mientras introducía, en su larga boquilla desmontable, una de cuyas dos mitades, enchapada en oro, hace juego con la cigarrera, el anillo macizo y el reloj pulsera del mismo metal, que ponen un poco de brillo en su cuerpo mate, delgadísimo, rematado en una cabeza un poco equina y una cara dividida en dos partes desiguales -la de arriba más larga que la de abajo- bajo la gran nariz que sostiene los lentes de patillas doradas, por un bigotito negro y bien recortado.
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