Juan Saer - Glosa
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Dócil, parándose a su vez, Leto mira la vidriera que indica la mano abierta del Matemático. Detrás, el local, todavía cerrado, está en una semipenumbra, a pesar de las paredes blancas que emiten, en esa penumbra, una especie de resplandor. En el fondo, los únicos muebles, un escritorio y un par de sillones, se esfuman un poco en la semipenumbra que se va disipando en las cercanías de las vidrieras que flanquean la puerta de calle oculta detrás de una cortina metálica acanalada. De las paredes blancas cuelgan varios cuadros sin marco, de distinto formato, bastante grandes en general, en los que pueden adivinarse, desde la vereda, las líneas abstractas. Pero, bien expuesto en la vidriera que señala el Matemático, también sin marco, apoyado contra un soporte de madera blanca, uno de los cuadros se exhibe para ser visto desde el exterior del local, a través de la vidriera. Junto al cuadro hay una tarjeta blanca donde se lee: Galería de arte – Rita Fonseca – Drippings – 1959/1960 .
– Tiene derecho, ¿no? -insiste, orgulloso y entusiasta, el Matemático, señalando la tela expuesta en la vidriera, que Leto ha comenzado a observar. Y como, molesto por su insistencia, Leto no dice nada, el Matemático hace silencio, como se dice, sin poder abstenerse de vigilar, como ya lo ha hecho durante la lectura de Tomatis, la reacción estética de Leto. Pero esta vez, Leto se olvida de su presencia y penetra, por decir así, en la superficie cubierta de pintura hasta los bordes, sustrayéndose tanto y de un modo tan súbito, al mundo exterior, que ni siquiera oye las bocinas que, durante unos segundos, se ponen a sonar otra vez y después paran, porque las filas de autos que habían estado atascadas en la esquina recomienzan, a paso de hombre, a avanzar. Leto nunca ha visto un cuadro semejante: es un rectángulo de un metro de alto más o menos y de unos ochenta centímetros de ancho, sin ningún tipo de representación, ninguna figura o silueta, ninguna forma ni siquiera vaga o distorsionada, sino una acumulación de gotas, manchas, regueros, salpicaduras de pintura fluida de varios colores que se superponen, contrastan, se anulan, se mezclan, se combinan y que, en tanto que conjunto, se equilibran, milagrosos, a pesar del ritmo irregular y frenético y del azar vertiginoso con que la pintura ha chorreado sobre la tela. "Le mostrará las tetas a todo el mundo, pero qué bien pinta", piensa, maravillado, mitigando con una parodia de grosería, que le sirve también para expresar su admiración, la emoción violenta, inequívoca, que le produce el cuadro. Ningún color predomina, a no ser por las titilaciones, no periódicas porque su distribución en el conjunto no obedece a ninguna periodicidad, con que sobresalen de tanto en tanto, y siempre en relación estrecha, como se dice, con los demás, en distintos puntos de la superficie; el chorreo, más bien fino o mediano en general, se adensa por momentos en remolinos, en manchas superpuestas varias veces, en gotas de tamaño diferente que, al estrellarse, cayendo de distinta altura, lanzadas con distinta fuerza o constituidas por distintas cantidades de pintura más o menos diluidas, se estampan por lo tanto de manera distinta cada vez, no únicamente por el tamaño, sino sobre todo por la individuación perfecta que adquieren al desparramarse en la tela. Por otra parte, las manchas y los regueros tortuosos continúan hasta los bordes, los cuatro costados clavados al bastidor, de modo tal que como se comprueba que lo que ha quedado detrás del bastidor es la continuación de la superficie visible, puede deducirse con facilidad que esa parte visible no es más que un fragmento, y el ojo, al llegar a los bordes en los que se pliega la superficie, adivina la prolongación indefinida de esa aparición intrincada que va dejando, en su combinación imprevisible de colores, de densidades, de velocidades, de sobresaltos y de acumulaciones, de giros bruscos y de temperaturas, la materia atormentada. No son formas, sino formaciones -rastros temporariamente fijos de un fluir incesante, ¿no?, aglomeración sensible, podría decirse, en un punto preciso de la sucesión, que relacionando tensa y frágil, sin anularlos, azar y deliberación, le añade, liberadora, a lo existente, delicia y radiaciones. Leto sacude la cabeza, varias veces, en tanto que, haciendo sobresalir el labio inferior, oculta en él al superior, para expresar su perplejidad admirativa. El Matemático, que ha estado mirando el cuadro al mismo tiempo que él, no sin seguir vigilando sus reacciones, lo acompaña, dispuesto y agradecido, cuando se da vuelta y continúa caminando.
Hay como un orgullo múltiple en el Matemático, primero por haberle señalado a Leto la presencia de un artista de valor, ya que siempre es agradable y tranquilizador haber sido de los primeros en cualquier cosa, después porque se ha dado cuenta de que la admiración de Leto es sincera lo cual confirma en cierto modo su propio gusto artístico, ¿no?, y por último, a causa de la refutación, sin gasto de argumentos, con la simple presentación de pruebas, de otra calumnia de Tomatis, o en todo caso de su selección tendenciosa, como dicen, ¿no?, de los hechos. Porque en rigor de verdad, dice el Matemático con una sonrisa benévola que quiere dejar sentada su total prescindencia de juicios morales en el asunto, es un error grosero pretender que Rita, cuando está borracha, quiere mostrarle las tetas a todo el mundo, porque de todos modos siempre está borracha, y la mayor parte del tiempo tiene el torso completamente cubierto. No, si hace eso de tanto en tanto, según el Matemático, no sería por alcoholismo o exhibicionismo, sino más bien por timidez: ¿qué hacer, de qué hablar, cómo comportarse en sociedad? ¿Similar interés por las conversaciones estúpidas o asumir poses pretenciosas, tratar de refutar argumentos inatacables pero enteramente falsos, justificar por qué nos gusta más el dulce de membrillo que el de batata o Miró que Dalí? ¡Ah, no! mejor quedarse callados en un rincón, tomando ginebra tras ginebra, sin decir una palabra, fumando tabaco fuerte hasta que, en un momento dado de la noche, de un modo brusco, por pasar por fin a la acción después de un marasmo insoportable, sin saber qué comportamiento justo asumir o qué palabra verdadera proferir, para descargar angustia, zas, las tetas al aire. Eso desde luego sin ninguna deliberación, de un modo compulsivo más bien, cuando, no únicamente los demás, sino ella misma menos se lo espera. El, el Matemático, ha tenido la suerte de verla trabajar varias veces en su taller; pinta sin caballete; pone un rectángulo de tela directamente en el suelo, y todo alrededor de la tela los tarros de pintura fluida en los que sumerge unos palos de distinto diámetro -pedazos de mangos de escoba, varillas, ramas de árbol o de arbusto peladas con un cuchillo, mangos de pinceles- y que después deja chorrear sobre la tela; otras veces echa pintura en un colador que pasea después sobre la tela y si no agujerea directamente el fondo de los tarros y va rociando la tela con ellos. Cerca, en una mesita, tiene una botella de ginebra, vasos, y una sopera de aluminio, toda abollada y llena de hielo, y un montón de paquetes de Colmena o Gavilán. A veces, si la tela es demasiado ancha, va recorriéndola por los cuatro costados con sus palos, sus tarros o sus coladores, pero si la anchura se lo permite, va pasando por encima, con las piernas bien abiertas, para no pisar la tela, todo el día inclinada hacia el suelo, de modo que uno de sus chistes preferidos, que son dos o tres, siempre los mismos, y que la hacen reír a ella sola, es que para pintar hay que tener riñones de campesino y que, justamente, la ginebra no es para encontrar la inspiración sino para calmar el dolor de cintura. Lo cierto, dice el Matemático, es que de vez en cuando se para un ratito, se toma un buen trago, y vuelve al trabajo, con el cigarrillo colgando de los labios entreabiertos, milagroso, y la cabeza rígida para que la ceniza no caiga sobre la tela; de tanto en tanto, se para para sacudir la ceniza a un costado e ir considerando el resultado. A él, al Matemático, ¿no?, le parece curioso que sea tan amiga de Héctor, el otro pintor, porque es difícil concebir dos modos tan diferentes de trabajar y de representarse la pintura -eso, aparte de que son dos personalidades tan distintas. Héctor necesita semanas, meses, para terminar un cuadro; ella, en ciertos períodos, pinta tres o cuatro por día. Cuando tiene una idea, Héctor la pone en práctica con minucia, paciente, haciendo cálculos, teorías, y cada uno de sus cuadros, o cada una de sus pinceladas incluso, tiene un fundamento teórico, sin contar con el hecho de que sus cuadros son a veces monocromos, o utilizan uno o dos colores, o distintos tonos de un mismo color, y son casi siempre geométricos. Héctor encuentra lo que busca antes de empezar a pintar; ella pinta todo el tiempo y para de pintar cuando encuentra algo. El, el Matemático, ¿no?, le ha oído decir una vez que ser un buen pintor consiste en saber dejar de pintar, en saber cuándo pararse; y en efecto, los cuadros que no le salen bien, porque justamente ha ido demasiado lejos -lo cual ocurre la mayor parte del tiempo- los arruga todos y los tira a la basura. Varias veces por día tiene que tirar el resultado de horas de trabajo -varias veces por día, y todo porque la mano, que ha estado paseándose incansable sobre la tela, dejando chorrear sobre ella pintura bien diluida, no ha realizado el movimiento exacto destinado a estampar las manchas finales mediante las cuales el conjunto, hasta ese instante contingencia y caos, comience a irradiar, para nuestra exaltación, dice más o menos el Matemático, necesidad y gracia. Y ella, inclinada sobre la tela, vacilando un poco a causa de los vasos de ginebra, sacudiendo al costado, sin prestarle atención, la ceniza del cigarrillo, tiene que ser la primera en descubrir, en ese desorden aparente, la evidencia mágica. No únicamente en eso se diferencian con Héctor -y lo curioso es que sienten uno por el otro una admiración sincera y recíproca y que dos o tres veces por semana se encuentran en el bar de la galería y se emborrachan juntos hasta el amanecer. Héctor habla todo el tiempo, en tanto que ella no pronuncia una palabra, a menos que, en vez de desabotonar su blusa, cuando se ha tomado una botella de ginebra, no se ponga a hablar sin parar, a gritar, a reírse de cualquier cosa, hasta terminar insultando, nadie sabe bien por qué y ella menos que nadie, a sus interlocutores. Los dos tienen alrededor de treinta años y han estudiado un tiempo juntos en la escuela de Bellas Artes, pero en tanto que Héctor ha pasado una temporada en Europa, visitando museos y manteniendo discusiones teóricas con la crema de la vanguardia europea, ella nunca ha salido de la ciudad. Héctor se compra sus pulóveres en Buenos Aires, y a veces incluso se los hace mandar de Roma o de París; ella anda siempre con la misma pollera y el mismo saco, manchados de pintura, lo mismo que las manos e incluso a veces el pelo, los pies enfundados en unos zapatones de hombre todos gastados, la cara sin maquillar, siempre con un Gavilán o un Colmena colgando entre los labios, las uñas desparejas no pocas veces decoradas de un reborde negro, siempre buscando alguien, hombre o mujer, le da lo mismo, para traérselo con ella a pasar la noche al taller, porque no soporta quedarse sola y es raro que se duerma antes del alba, yendo y viniendo todo el tiempo a llenar su vaso de ginebra y a sacar hielo de la sopera abollada. Justamente, Botón, de quien las malas lenguas ya no saben qué murmurar, porque tiene novia oficial en Diamante, el tiro al aire de Botón justamente, dice más o menos el Matemático, aturdido y todo como es, es uno de los pocos, junto con Héctor, desde luego, que saben cómo llevarla. Es el lado desconocido de Botón, que él mismo oculta con cuidado, prefiriendo presentar al mundo, quién sabe por qué razones complicadas, su faceta de mujeriego y de alcohólico. Lo cierto es que Botón dejaría cualquier cosa, a cualquier hora del día o de la noche, si ella lo mandase a llamar. El, el Matemático, ¿no?, piensa que si entre ellos existió algún tipo de relación sexual, debe haber sido solamente al principio y que, si es cierto que se emborrachan juntos la mayor parte del tiempo, es únicamente en su compañía que Botón se cuida porque sabe que al alba tendrá que hacerse cargo de ella, y si el día del cumpleaños se emborrachó como lo pretende Tomatis, es porque no podía prever que ella vendría con Héctor y Elisa para quedarse hasta el alba -el alba, ¿no?, cuando después de un día entero de decepción en espera de la noche salvadora, se comprende por fin, al final de la negrura infructuosa, en la primera luz cenicienta, que una vez más el día, transparencia mortal y sin salida, recomienza.
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