Juan Saer - Glosa

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¿Qué fue lo que realmente sucedió esa noche en la fiesta donde se festejó al poeta Jorge Washington Noriega? En una caminata por el centro de la ciudad, Ángel Leto y el Matemático reconstruyen esa fiesta en la que no estuvieron pero que conocen bien: circulan distintas versiones, todas enigmáticas y un poco delirantes, que son revisadas y vueltas a contar y discutidas o rectificadas.

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– Salvados -le oye decir, calma y un poco irónica, a la voz del Matemático, desde algún punto ubicado encima de su cabeza inclinada hacia las baldosas grises de la vereda.

– Gracias -dice Leto, irguiéndose y desembarazándose un poco de los brazos que no se deciden a soltarlo. Se acomoda los lentes, no sin antes verificar que no han sufrido ningún daño y se dispone a recoger los cigarrillos y los fósforos pero el Matemático, adelantándosele, ya los tiene en la mano y terminando de volver a meter, no sin dificultad, los cigarrillos que se han salido del paquete, se los extiende.

– Gracias -repite Leto, a quien toda esa solicitud humilla un poco ya que, ofuscado por la rapidez del accidente, es incapaz de percibir el modo discreto con que el Matemático disimula su auténtica compasión.

– Bien, bien, ¿dónde estábamos? -dice Leto, sacando un cigarrillo un poco torcido del paquete y guardándose el paquete en el bolsillo de la camisa. Apurándose un poco, para superar la situación, como se dice, pero con manos todavía temblorosas, enciende el cigarrillo y se guarda los fósforos. Su sombra, un poco más corta, se proyecta sobre las baldosas grises junto a la del Matemático.

Continúan. En los pliegues de sus así llamadas almas, de las que decíamos, o decía, mejor, el que suscribe, es decir un servidor, hace un momento, parecerles que son, no cristalinas sino pantanosas, mientras tratan de mostrarse impasibles y calmos en el exterior, luchan con sentimientos que los indignan y que desearían no ver despuntar dentro de sí mismos, humillados por la creencia de que el otro, a causa de su impasibilidad aparente, es demasiado noble como para experimentarlos. En el caso de Leto se trata de la convicción, tenue, es verdad, pero muy presente, de que lo que acaba de suceder le arrebata toda pretensión de superioridad respecto del Matemático, acompañada de la impresión penosa de estar excluido de cualquier otra esfera en la cual podría sentirse igual o superior a él, en tanto que al Matemático, la euforia creciente que empieza a experimentar, la alegría casi, por haber salvado a Leto de la caída, gesto en el que adivina componentes ajenos al altruismo, lo llena de culpabilidad. Pero entendámonos bien: como se supone que estamos de acuerdo en que todo esto -lo venimos diciendo desde el principio- es más o menos, que lo que parece claro y preciso pertenece al orden de la conjetura, casi de la invención, que la mayor parte del tiempo la evidencia se enciende y se apaga rápido más allá, o más acá, si se prefiere, de lo que llaman palabras, como se supone que desde el principio estamos de acuerdo en todo, digámoslo por última vez, aunque siga siendo la misma, para que quede claro: todo esto es más o menos y si se quiere -y después de todo, ¡qué más da!

Salvados, hubiese podido decir de nuevo el Matemático. El personaje -es el nombre exacto que, en las circunstancias presentes, le corresponde- que camina por la vereda unos metros más adelante, se da vuelta al oír sus voces, y se para a esperarlos. A la misma edad en que otros se sentían, como consta, en una selva oscura, él posee autosatisfacción de sobra y su traje cruzado y liviano, marrón claro, hecho a medida, el nudo de la corbata bien ajustado al cuello de la camisa a pintitas rosa imperceptibles, el pelo bastante largo pero engominado en los costados, el bronceado del mismo color del traje o sea un poco más claro que el del Matemático lo cual despierta, como se dice, su admiración, atestiguan esa autosatisfacción -incluso más, la proclaman. Parado en medio de la vereda, los espera con una sonrisa vasta, dirigida exclusivamente al Matemático quien, le parece percibir a Leto, se la devuelve con reticencia. Pero cuando llegan junto a él, el Matemático le tiende, blanda, una mano displicente que el otro estrecha y sacude con dedicación, llegando incluso a cubrirla con su mano izquierda mientras lo hace. Y Leto está a punto de empezar a sentirse otra vez transparente, como en presencia de Tomatis, cuando en forma inesperada, perentorio, el Matemático los presenta: ¿Se conocen? Mi amigo Leto. El doctor Méndez Mantaras. Y después, como para disculparse ante Leto, agrega: Somos medio parientes. El medio pariente extiende la punta de los dedos, dejándolos rozar apenas por la mano de Leto, y después clava en el Matemático una mirada de reprobación, que significa más o menos: como si la familia no tuviese bastante con las excentricidades de tus padres y con tus rarezas, tenías que venir a presentarme a uno de tus amigos comunistas para incinerarme en pleno San Martín -pero el Matemático, sin vacilaciones, le responde con una mirada penetrante y severa: ¿hay algo que no le gusta? Si es así que largue prenda de una vez y si no que afloje -más o menos de ese modo, ¿no?, las cejas un poco enarcadas, como se dice, ¿no?, mirándolo tan desde arriba que Leto tiene la impresión de que el Matemático, en forma mágica, semejante a los super-héroes de ciertas historietas, ha aumentado súbitamente de estatura. El medio pariente que, bien mirado, no es menos corpulento que el Matemático, o en todo caso no mucho menos, como si la diferencia de tamaño fuese de un orden distinto al puramente físico, no se abstiene de recibir, en forma inmediata, la advertencia perentoria, y, ante el asombro de Leto, que espera una reacción proporcionada a la severidad inequívoca de la mirada, esboza una sonrisa huidiza, convencional, y comienza a soltar banalidades: ¿Cómo está la familia? ¿Linda mañana, no? Sigamos hasta la esquina, ya que vamos para el mismo lado, etc., etc., a las que el Matemático, al mismo tiempo que empiezan a caminar, va respondiendo de una manera condescendiente e incluso desdeñosa que el otro, imperturbable, se empeña en no registrar, o que tal vez no escucha más que a medias, ocupado como está en hurgar en su reserva de banalidades para ir sacándolas una por una, con su entonación falsamente jovial y falsamente familiar, al aire de la mañana. ¿Qué tal Tostado? ¿Ha ido a ver el partido de rugby del sábado a Paraná? Y ahora que se acuerda, ¿cómo le fue por Europa? A esta última pregunta, después de vacilar contrariado, como si no pudiese decidir de qué modo tomarla, el Matemático comienza a propinar -es la palabra que sienta mejor- una respuesta metódica, rápida, sumaria y abundante a la vez, en la que su ristra de ciudades y de imágenes que las acompañan, si cuando las evoca para los que estiman salen con el ritmo pausado y plácido de una calesita, en el caso presente tienen la energía, la frecuencia y el efecto sobre el otro de una serie de martillazos: Varsovia, no dejaron nada; La Rochelle, blanca y centelleante; París, una lluvia inesperada; Bruselas, por el censo de Belén; Brujas, pintaban lo que veían; Viena, todos sus habitantes parecen creer en el análisis terminable; Biarritz, no podía no gustarle a nuestros oligarcas; Palermo, los dioses picaron cerca antes de desaparecer; Venecia, la verdadera puerta de Oriente y no Estambul; Segovia, ardua entre el trigo amarillo, etc., etc., de manera rápida, precisa, fingiendo creer que el medio pariente está al tanto de lo que encierran sus alusiones, pero, le parece a Leto, formulándolas de la manera más escueta y más críptica posible para que el otro, que parece estar realizando un esfuerzo desmedido de concentración con el fin de no perderse nada, no las entienda. Leto tiene además la impresión de que el Matemático, simulando hablar con su medio pariente es a él, a Leto, ¿no? a quien se dirige en realidad, como si estuviese efectuando una demostración práctica de la inepcia total del otro, de modo tal que cada una de sus palabras y de sus expresiones parece decir no lo que significaría habitualmente, sino la misma fórmula demostrativa corroborada una y otra vez por los detalles que se van acumulando: ¿Viste? ¿Viste? No vale la pena ocuparse de él, no es interesante. Incluso los recuerdos europeos, fugaces, fragmentarios, excesivamente condensados y simplificados, que ya le son un poco extranjeros, los presenta con una vivacidad exagerada y una naturalidad postiza con la intención de que parezcan más familiares, actitud que en cierto modo atenúa la complicidad ya que Leto, igual o quizá más que el medio pariente, cree en la posesión real de esos recuerdos y en el aura que confieren al que los posee. Más, sin duda: lo que para Leto representa, como podría decirse, un lugar donde proyectar, si vale la expresión, su energía imaginaria, para el medio pariente no es nada más que otra rareza de uno de los miembros de la rama más extravagante de la familia. Por otra parte, las frases del Matemático no parecen dejar rastros en él, ya que en los segundos de silencio que les suceden, el medio pariente tiene tiempo en encontrar un nuevo tema de conversación, o de monólogo más bien, ya que, obliterando de antemano toda réplica, empieza a hablar: la noche anterior ha ido con su señora -que en realidad es una prima segunda del Matemático- a ver El viento en Florida, el estreno que están dando en un cine del centro, y la película parece haberle causado una impresión imborrable, como se dice, ya que recomendándosela vivamente, como se dice también, al Matemático, ¿no?, dado que la existencia de Leto sigue siendo todavía problemática para él, y bajo el efecto de la empatía, como la llaman, renovada que le produce la rememoración, se pone a contarle el argumento. Según él, es la historia de una familia de pioneros en la península de Florida -al parecer allá le dicen así- que después de pelear durante años contra los indios, instala un ranchito que poco a poco se va transformando en una gran propiedad. En la película aparecen tres generaciones, el abuelo pionero, el padre terrateniente, y los dos hijos, uno malo y uno bueno, que se enamoran de la misma mujer, viuda de un pequeño propietario muerto en una refriega por problemas limítrofes entre él y el terrateniente; al viuda se enamora primero del malo, pero cuando comprende se enamora del bueno y al final, las pasiones estallan, al mismo tiempo que sobreviene un huracán y la casona señorial es destruida por un incendio. El Matemático, que ha escuchado ostentando, deliberado, un escepticismo creciente, en lugar de plegarse a la expectativa de su medio pariente que desearía, de parte de los otros, sacudido por el pathos de su reminiscencia, una identificación, debe resignarse, después del silencio reprobatorio con que es recibido su relato, a una contraexplicación del mismo por parte del Matemático, más o menos en estos términos: por lo visto, se trata de un nuevo bodrio destinado a justificar las matanzas de indios, la anexión brutal de territorios mexicanos -aunque pase en Florida la historia es evidentemente una metáfora de todo el Sur- y la absorción del pequeño comercio por los grandes monopolios; con el presidente del Club de Leones disfrazado de terrateniente, la cabaretera de turno que quieren hacer pasar por viuda metodista, y los dos cajetillas que interpretan el papel de los hermanos, el bueno rubio, engominado y lampiño, y el malo morocho, crespo y barbudo, para sugerir de paso que los anglosajones son una raza física y moralmente superior. Y al final, qué coincidencia, ¿no?, justo cuando se desencadenan las pasiones, se levanta el huracán y se declara el incendio. Tenía que pasar todo junto y él -el Matemático veníamos diciendo, ¿no?- él se juega la cabeza de que si el incendio estalla al mismo tiempo que empieza a soplar el huracán es para que la lluvia pueda apagar las llamas, cosa que, después de un susto sin consecuencias, el cajetilla rubio y la cabaretera, una vez exterminados todos los malvados de piel oscura, empiecen a reconstruir la mansión y sigan explotando como si nada a sus semejantes, para que los nietos después vayan a tirar lo más tranquilos sus bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Y el Matemático termina su interpretación con una risita corta, satisfecha, un poco exagerada en la que, aunque Leto no lo sepa, se concentra una especie de requisitoria, de la que la contraexplicación de la película es una demostración complementaria: no son interesantes. Son ignorantes y ambiciosos y su visión del mundo se estructura a partir de un solipsismo carnicero. Odian lo que no comprenden, desprecian lo que no se les parece. Aunque gracias a mi esfuerzo personal y a componentes misteriosos de mi temperamento haya logrado diferenciarme lo máximo posible, el drama de mi vida seguirá siendo hasta la muerte haber nacido entre ellos. Por mantener o acrecentar sus privilegios, son capaces de avergonzarse de sus propios padres, de mandar a la cárcel al propio hermano si vislumbran en él la sombra de una contradicción. Por perpetuarse como casta, harían escombros el universo. Darles un trato diferente del que yo les doy sería un error peligroso. Todo lo que se pueda hacer para bajarles el copete o neutralizarlos es útil para preservarse a sí mismo, pero aparte de eso, para las cosas que realmente cuentan, no vale la pena ocuparse de ellos, no son interesantes.

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