Juan Saer - Glosa
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Y así. Ese encarnizamiento tenue, un poco febril y pasajero, especie de cortesía violenta dirigida a Leto con la intención de mostrarle su diferenciación total respecto del personaje -la expresión no podría ser más adecuada- que los acompaña, no alcanza, en rigor de verdad, como se dice, su objetivo, o al menos no lo alcanza por completo, ya que si Leto no deja de percibir en la hostilidad despectiva del Matemático una réplica instintiva a los aires pretenciosos del otro, esa réplica le parece desproporcionada, y los esfuerzos del medio pariente por simular que caminan trabados en la más normal de las conversaciones, le produce menos un placer malévolo que cierta compasión. A la risita corta y poco disimulada del Matemático, el medio pariente responde con otra, de un estilo semejante, menos eficaz por tratarse de una reacción defensiva, que podría significar más o menos a nosotros, la gente normal, esas interpretaciones retorcidas de una linda película nos entran por un oído y nos salen por el otro, pero el hecho de proferirla evitando la mirada del Matemático, prueba que no es un adversario de peso, como se dice, y las nuevas banalidades que se pone a balbucear lo confirman: juraría que los mocasines blancos del Matemático son italianos. ¿Se equivoca? ¿Está enterado de que en el interclubes de tenis en la categoría simples cadetes su nene ha salido campeón? Las frutillas de Coronda este año no tienen gusto a nada, pero en cambio los espárragos salieron de primera, etc., etc.; sus frases, pronunciadas con cuidado y cierta exigencia de respuesta obligatoria, semejantes a una carta certificada con aviso de retorno, podría decirse, parecen disolverse en el aire antes de llegar a los oídos del Matemático que no sólo no las registra sino que, con la cabeza vuelta hacia Leto, ostenta ignorar hasta la presencia física de quien las profiere -más todavía, mientras el otro habla, el Matemático se ocupa en formular de un modo más amplio, y en términos más precisos, que no hubiese valido la pena dilapidar con su medio pariente, los mecanismos del desenlace del El viento en Florida - , creer que las pasiones siempre deben desencadenarse al final, dice más o menos, equivale a ignorar que la objetividad es lo bastante inabarcable como para que sus catástrofes pasen inadvertidas y puedan llegar a ser otra cosa que un sobresalto anónimo incluido en algún índice de frecuencia o en alguna estadística; por otra parte, la coincidencia entre la eclosión de las pasiones y el incendio pertenece, le parece a él, al Matemático, a ese orden de comparaciones tan obvias que lindan con la tautología. Los monólogos se entremezclan y Leto que, por cortesía y curiosidad trata de escucharlos a la vez, no logra concentrarse en ninguno, hasta que, consciente del carácter competitivo, como se dice, de la situación -quién demostrará de un modo más acabado la inepcia inenarrable del otro-, se desinteresa de ambos. Además, y Leto se pregunta si la distracción no es deliberada, el corpachón del Matemático absorto en sus explicaciones, mantiene al medio pariente tan a distancia mientras camina, que al medio pariente no le queda para avanzar más que una franja estrecha del lado de la calle, lo que lo obliga a realizar un equilibrio constante sobre el cordón. De modo que cuando llegan a la esquina, gracias a la ochava -se la llama de esa manera- que amplía la vereda, el medio pariente, dejando de hablar, aprovecha para deslizarse por detrás de Leto y el Matemático y, apurándose un poco campea, como se dice, en el espacio soleado de la esquina, esperándolos, tres metros más adelante, con una expresión triunfal que, lejos de afectar al Matemático se transforma, por el contrario, en el elemento clave, como se dice, de su demostración: porque en el momento en que Leto, por reflejos de urbanidad, que no le ocultan sin embargo el carácter vagamente de-mencial y, podría decirse, exclusivamente intrafamiliar de la querella tácita en la que no se siente implicado para nada, del mismo modo que los turistas extranjeros son indiferentes a las luchas intestinas, como las llaman, de los países que visitan, en el momento en que Leto, por reflejos de urbanidad, decíamos, o decía, mejor, un servidor, está por dirigirse hacia el medio pariente que los espera con expresión satisfecha en el centro de la vereda, el Matemático, aferrándolo del brazo, lo retiene y lo induce a continuar la marcha sin desviar la trayectoria, la mano del Matemático que años de rugby y remo han dotado de una fuerza, podría decirse, más que mediana, mientras la derecha se alza y baja rápida para un saludo fugaz acompañado de un gruñido inaudible y desdeñoso que, Leto lo adivina sin verlo, o viéndolo apenas al pasar, transforma la sonrisa satisfecha del medio pariente en una mueca ultrajada y atónita mientras ellos bajan del cordón a la calle y empiezan a cruzar la transversal soleada y casi vacía.
– Es una víbora venenosa -le murmura el Matemático, sin soltarle el brazo, mientras cruzan-. Frecuenta los servicios de inteligencia y la misa de once.
Leto lanza una espesa bocanada de humo y se echa a reír, agradecido. El, hasta el año anterior, iba a misa, de tanto en tanto, en forma cada vez más espaciada, y aunque ha dejado de ir sin demasiados escrúpulos, que alguien coloque la misa de once entre las referencias fundamentales de la bajeza humana le sirve para confortar, a posteriori, el carácter justo de su defección. Pero también, y sobre todo, se siente agradecido porque le ha parecido percibir, en el desprecio un poco brutal del Matemático por su medio pariente, un acto de seducción hacia su propia persona, que, inesperado y fugaz, lo hace existir de un modo más intenso. Elementos de sí mismos dispersos y heterogéneos, de golpe, mientras van cruzando, gracias a esos signos inequívocos de amor, se reúnen, y el chisporroteo inconstante y fragmentario que, emergiendo del fondo negro de su interioridad en el que casi de inmediato sus destellos vuelven a perderse, las llamitas tenues y fosforescentes de conciencia, los viejos recuerdos sobados y arbitrarios que lo asaltan cuando ellos quieren, el ir y venir de remordimientos, idiotismos, de desvaríos, de dudas y de fantasmas, el flujo arcaico y solitario que viene de lo inacabado, como decíamos, o decía, mejor, y más o menos, hace un momento, parecerle a un servidor, organizándose, se convierten en un destello sólido, un todo límpido y estable, casi un objeto delicado, real pero frágil, como un anillo de humo o una pompa de jabón, que ocupa su interior hasta los últimos intersticios y del que emana una especie de bienestar que es él, él, Ángel Leto, ¿no?, bien diferenciado y espeso entre las presencias que llena, dispersas en la transparencia hospitalaria, la mañana. La fuerza de ese sentimiento es tan grande, que oculta su carácter esporádico o transitorio, y ya cuando están llegando a la otra vereda, cuando suben al cordón, el tono un poco pedante con que el Matemático, recuperándose de sus contrariedades intrafamiliares, retoma su relato, comienza a roer desde los bordes su certidumbre pasajera: Con esa respuesta, como te decía, dio por terminada la cuestión -dice el Matemático.
– Claro. Es evidente -dice Leto.
– La intención de Washington al traer a colación los mosquitos se explica con esa respuesta a las objeciones de Héctor. ¿No te parece? -dice el Matemático, soltándole el brazo después de mirar la pipa vacía que lleva en la mano y metérsela en el bolsillo del pantalón, sacando del otro bolsillo las hojas plegadas del comunicado de la Asociación para asegurarse de que siguen ahí y volviéndolas a guardar.
Leto aprovecha la distracción fugaz del Matemático para lanzar, sin mucho entusiasmo, una respuesta afirmativa. Lo fastidioso, como se dice, del asunto, es que no puede acordarse cuál ha sido esa respuesta tan fundamental de Washington que, según el Matemático, elucidaría el famoso tema de discusión sobre el que un rato antes, a pesar de sus humores y sus versiones diferentes, Tomatis y el Matemático, sin ni siquiera sospechar su perplejidad un poco ofuscada, parecían tan de acuerdo. Por más que lo intenta, la respuesta de Washington no vuelve a aparecer, como podría decirse, en su memoria -su memoria, ¿no?, o sea ese espejo un poco cóncavo tal vez, o plano, qué más da, en el que ciertas imágenes familiares, gracias a las cuales el universo entero se acoge a la continuidad, por momentos claras y por momentos confusas, con un ritmo ingobernable que les es propio, fugitivas, se reflejan. Y Leto comprende después de un momento de esfuerzo infructuoso, como se dice, que la famosa respuesta, la explicación final de esa serie de sobreentendidos que a partir de una noche de fin de invierno, transitarán a través de evocaciones cada vez más inciertas y borrosas, que las frases rebuscadas y acriolladas de Washington que parecían ser la resolución del enigma, el Matemático, cuya referencia es Botón, ha debido proferirlas en un momento en que él no lo escuchaba, sin duda cuando cruzaban la calle en la cuadra anterior, unos segundos antes de que él -Leto, ¿no?- absorto en sus propios pensamientos, se llevara por delante el cordón.
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