Juan Saer - Glosa
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– Tengo que ir a entregar una copia del comunicado para aquel lado -dice, señalando con vaguedad algún punto de la ciudad ubicado más allá de la plaza, de la casa de gobierno, y de los tribunales. Y después, ironizando a su propia costa y a la de la Asociación-. No basta con viajar a Europa. También hay que publicarlo.
– Yo sigo derecho -dice Leto.
– Lástima que nos perdimos el cumpleaños, ¿no? -dice el Matemático.
– No me invitaron -dice Leto.
– Se les debe haber pasado. O a lo mejor les pareció que no hacía falta -dice el Matemático.
– Qué idea, regalarle un jamón -dice Leto.
– Es lo que más le gusta a Washington -dice el Matemático-. Pero no te preocupes. En un par de visitas, Tomatis le deja únicamente el hueso.
"Bueno. Hay que despedirse y terminar", piensa Leto, pero como si hubiese adivinado su pensamiento, el Matemático ya le está tendiendo la mano. Leto se la estrecha. La mirada que cruzan cuando se despiden, afable y rápida, expresa muchas cosas que, discretos y buenos entendedores, los dos perciben y registran con escrupulosidad. La de Leto dice más o menos lo siguiente: Para ser francos, cuando me chistaste hace un rato, que me cuelguen si tenía cinco de ganas de que alguien venga a darme la lata durante quince cuadras, máxime que te conocía sobre todo por las referencias de Tomatis que son de lo más reticentes y que tu aspecto físico y tus hábitos vestimentarios no nos favorecen mucho a los pobres mortales que nos paseamos en tu compañía. Pero después de nuestra caminata debo reconocer que tu persona, aunque no exenta de pedantería, es más bien agradable, y no lo hemos pasado del todo mal. Más todavía: en un determinado momento, pensé que la cosa se echaba a perder, pero no te preocupes: para mí. el incidente del pantalón es como si no hubiese sucedido. Y la del Matemático, también más o menos, ¿no?, y, como ya ha sido dicho, sin la más imperceptible sombra de palabras: Me doy cuenta de tus reticencias. Trato de comprenderlas. Y estoy al tanto también de las de Tomatis. Pero no me importa. Ustedes, como he nacido entre gente que no es interesante, perciben en mí elementos no interesantes, que son la causa, justificada sin duda, de esas reticencias. Tomemos el caso de mi pantalón. Ya sé que no debo acordarle tanta importancia. Pero es más fuerte que yo. En determinado momento, si mí pantalón blanco está en peligro, todo mi ser parece estar en peligro, porque todo mi ser - vaya saber por qué causa, sin duda debido a esos elementos no interesantes que persisten en mí a pesar de mis esfuerzos por anularlos - aunque parezca extraño, se concentra en mi pantalón. Pero yo también podría hacer objeciones si quisiese. Tomatis por ejemplo, no estuvo muy brillante que digamos. Y en tu caso, no estoy seguro de que hayas entendido todo lo que, con tanta paciencia, detalles y respeto escrupuloso de la verdad, he estado tratando de contarte. Más de una vez te sorprendí pensando en otra cosa, y en un momento dado temí que te aprovecharas demasiado del incidente de los pantalones. Pero para qué detenerme en todo esto - son significancias que pertenecen al orden de lo no interesante. ¿No te parece que hay cosas más importantes en las que ocupar el tiempo que nos ha sido acordado? De Rerum Natura o la Etica de Spinoza, por ejemplo, o el debate que opone los partidarios de la paradoja EPR a los de la Interpretación.
Y así. Cuando se sueltan la mano, el Matemático, aprovechando el semáforo favorable, cruza la esquina en diagonal, en dirección a la plaza, bajo la mirada inexpresiva, casi indolente de Leto que, indeciso, no se resuelve a continuar. El cuerpo alto, bronceado y atlético del Matemático, cubierto por la camisa blanca, los pantalones blancos deslumbrantes que han motivado en su dueño una servidumbre pasajera, los mocasines blancos de los que Leto no sabe que han sido comprados el mes antes en Florencia y que, colmo del rebuscamiento en su exceso de simplicidad, usa sin medias, la cabeza rubia, el conjunto tan estereotipado según el ideal estético de la década que un publicitario razonable lo hubiese desterrado de un afiche de propaganda por temor de que su perfección exagerada, produciendo un efecto de rechazo, haga bajar las ventas de la mercancía que hubiese debido promover, el Matemático en una palabra, ¿no?, o en dos para ser más exactos, deja atrás la calle, y subiendo a la plaza, y siempre en diagonal, se aleja de la esquina por el sendero rojo, de ladrillo molido, entre los canteros verdes de los que se yerguen, resaltando contra el cielo azul, sin una sola nube, y en un paisaje de edificios públicos de una cuadra de largo y tres o cuatro pisos de altura, naranjos amargos, gomeros, palos borrachos y palmeras. Leto lo sigue con la mirada, más indolente que atenta, y sin ciarse cuenta, con ese estrato del pensamiento que bajo capas de rumiación arcaica y de delirio, está siempre abocado a lo esencial, indisolublemente unido, como se dice, al espejeo insondable y vistoso de lo exterior, lo ve perderse en la irrealidad de la mañana, en la sustancia traslúcida de espacio y de tiempo que, a cada paso, se lo traga y lo devuelve, una y otra vez. con un ritmo imperceptible, en una aglomeración insensata aunque estable de radiaciones, más improbable y extraño a medida que se aleja, achicándose gradual, fluctuación densa que revela, y en seguida vuelve a borrar, la luz del día. Pero cuando está llegando al centro de la plaza, un conocido, que viene en sentido opuesto, lo intercepta y se ponen a conversar. Desde la distancia a Leto le parece adivinar la charla de la que no le llegan, sin embargo, más que algunos ademanes vagos, y dos o tres movimientos de cabeza. Tiene la impresión de oír otra vez la ristra de ciudades y las imágenes que acompañan a cada una -París, una lluvia inesperada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico; Varsovia, no dejaron nada; Bruselas, por el censo de Belén; la Rochelle, blanca y centelleante, etc., etc.- y, satisfecho de representarse otra vez la imagen blanca, que había estado perdiendo realidad, recuperando, gracias a un diálogo imaginario y convencional, una familiaridad un poco más humana, empieza a cruzar la transversal.
La misma ausencia de necesidad que, unos cincuenta y cinco minutos antes, en números redondos, lo ha incitado a bajar del colectivo y, en vez de irse para el trabajo, ponerse a caminar por San Martín, lo induce ahora a continuar, aunque a su decisión contribuye el temor de que, habiéndole afirmado al Matemático su intención de seguir derecho, la figura blanca que discurre en el centro de la plaza con un conocido, no se dé vuelta y, viéndolo todavía parado en la esquina, perdiendo el tiempo o indeciso sobre qué dirección tomar, no sospeche que su afirmación era un simple pretexto para desembarazarse de ella. Pero cuando llega a la vereda de enfrente, esa aprensión desaparece. El cumpleaños de Washington, los mosquitos, el caballo de Noca, la mesa tendida bajo el quincho imaginario, persistentes y cambiantes a la vez, que desfilan en un orden complejo que les es propio, constituyen ahora un fajo de recuerdos más intensos, significativos, y no obstante más enigmáticos, podría decirse, que muchos otros que, por provenir de su propia experiencia, deberían ser más fuertes y más inmediatamente presentes en su memoria. Y sus distracciones pasajeras, la opacidad de ciertas alusiones, al parecer evidentes para Tomatis y para el Matemático, en lugar de diluir esas imágenes, las vuelven más nítidas, del mismo modo que una hendija, obligando a un rayo de luz a pasar por su abertura estrecha, contribuye, gracias a la concentración y a la oscuridad, a desplegar mejor su riqueza. Sin advertir su aspecto fabuloso, Leto los examina, los hace durar -o acepta, pasivo, su persistencia- en el círculo blanco de la atención, del mismo modo que un viajero, proyectando las imágenes artificiales de su desplazamiento reciente, tratando de poseer todo lo que ha escapado a su experiencia en el momento en que las sacó, se demora un poco estudiando, más que en las otras, los detalles de algunas de sus diapositivas. La mañana entera, con su cuerpo incluso que la atraviesa desplazándose sobre las baldosas grises, y el yo impalpable y ubicuo que lleva adentro, desaparecen detrás de las imágenes que, ya casi definitivas, son, aunque vengan de la memoria, intemporales, y más indestructibles, podría decirse, que el aliento y la carne que las contienen. En todo caso, ya están entretejidas con ellos, a pesar de que provienen de ese hálito impalpable, articulado y sonoro que, durante varias cuadras, ha venido a diseminarse en la transparencia exterior a través de los dientes blancos y regulares y de los labios bien delineados, como los de un superhéroe de historietas, del Matemático. Hasta la muerte, ciertas asociaciones, con mayor o menor fuerza, las harán volver, tan dependientes las unas de las otras que a partir de cierto momento ya no sabrá que es lo que ha recibido primero, sí la imagen o la asociación, y en algunos casos, prueba de lo indisolublemente unidas, como se dice, que están, actuarán una sobre la otra sin siquiera llegar a la conciencia, en forma de brillos fugaces, de latidos, de amagos sin nombre y sin figura que arrugarán un poco los pliegues, por usar alguna palabra, de su ser -su ser, ¿no?, o sea lo inconcebible hecho presencia continua, grumo sensible atrapado en algo sin nombre, como en un remolino lento del que formase también parte, espiral de energía y sustancia que es al mismo tiempo el vientre que lo engendró y el cuchillo, ni amigo ni enemigo, que lo desgarra.
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