Hay dos maneras de engañar a las personas: a su favor o en su contra. Según Nefastófeles, todos nos íbamos a beneficiar con el cuento de que era yo una gran ejecutiva. Mis papás, porque así recuperaban a su hijita, o sea los dolarotes que tantos desvelos les costó robarse. Él, porque se ganaba el aprecio de sus patrones y sus clientes. Yo, porque volvía a ser hija de familia y podía proyectarme profesionalmente. Hazte cuenta que estaba yo escuchando a la versión corporativa de Tía Montse. Me había invitado a comer a un restorán carísimo, yo creo que para hacerme sentir naca. Estoy segura, pues. Sabía perfectamente quién era Rodolfo Ferreiro: no esperaba que terminara la comida sin que saliera el peine. Y salió, claro, a la hora del postre. Oye, ¿Y tú por qué crees que quiero contratarte? Podía haberle dado vueltas, no sé, hacerme la que no entendía, pero como me daba más hueva que a él tocar el tema, de plano le solté lo que quería oír: Me quieres contratar porque piensas que estoy dispuesta a cualquier cosa. Adivina qué hizo. Claro, sacó la lengua, se relamió los belfos el cerdazo. Ay, qué asco de cabrón, me da hasta náusea seguirte contando. No sabes lo desagradable que es aguantar a un palurdo que te quiere seducir con toda propiedad. Aunque igual seducir no es la palabra. Debería decir: manosearte debajo de la mesa mientras te explica cómo vas a putear para me acuerdo que decía: Va a haber mucho dinero. Me ponía los dos dedos enfrente de los ojos y los iba moviendo despacito: Dinero, tú me entiendes, dinero, para que baile tu perrito, mamita. Y ahí fue cuando vi que era el mismo gatazo de siempre. Las manotas sudadas, los ojos abiertisímos, los labios medio chuecos. Es una mueca que hace cuando había de porquerías. Normalmente una debería vomitar, pero si Nefastófeles te hace la mueca es porque está esperando que sonrías. Y cuando un güey como él pone una jeta de ésas, sabes que una sonrisa significa: zas. Tú no puedes sonreírle a esa jeta de cínico degenerado sin volverte su cómplice. Es una cara de lo más obscena, como si en vez de verte se estuviera bajando la bragueta. ¿Sabes exactamente a qué te comprometes si le devuelves la sonrisa a un monstruo que te está enseñando el culebrón? Pues entonces ya sabes exactamente en la que me metí.
Aunque también me dio buenas noticias. La mejor de todas, que tenía una esposa. Llevaba ya seis años de casado, el mierda. Casota, dos hijitas. ¿No te parece muy chistoso que a los vigilantes nadie los vigile? En New York Nefastófeles me traía cortísima y cuando se me desaparecía dos semanas yo era tan feliz que no tenía tiempo para preguntarme: ¿Dónde andará ese mierda? A lo mejor si me lo hubiera preguntado lo agarro de los huevos. Pero yo era la vigilada, estaba ocupadísima pensando en cómo pasarme de lanza. No podía darme cuenta que así quería el Nefas que yo pensara, como esclava. Según él todo había cambiado, y según yo se había pulido mucho, el mierdita, pero apenas lo oías en el teléfono con su señora, te dabas cuenta que así hablaba siempre. Si a mí nunca me había tratado con esas cortesías era porque conmigo se hacía el cabroncito. Además, con su esposa bautizaba a las niñas; conmigo vendía coca. En New York era Rudy Ferreiro, aquí se hacía pasar por Don Rodolfo. Dos personas, te digo. Aunque si te metías mucho con uno, tarde o temprano terminabas conociendo al otro. Como decía tu comercial de harina para waffles: Dos presentaciones, un mismo producto. Lleve su Mierdharina Nefastófeles y evítese el trabajo de cagarse en sus seres queridos. Yo lo veía en el restorán, haciéndose el encantador, y decía: Bueno, ¿y ahora hasta cuándo me va a cobrar por esto? ¿Cuándo iban a empezar los gritos y las cachetadas? Los insultos, ¿ajá? Nadie en la vida me ha insultado nunca como ese cabrón. Para ofenderme peor tendrías que decirme que me parezco a él.
Ni mis papás ni el Nefas me quisieron decir quién les dio el teléfono de mi departamento en New York, pero si sé que habría podido evitarlo si en lugar de colgarle a mi papá me le hubiera de menos puesto al brinco, en lugar de dejarlo que siguiera buscándome con las operadoras. Yo creyendo que al fin me había librado de esa cucaracha y él apuntando en su agenda la dirección y el número de mi familia. La cara que habrá puesto cuando alzó la bocina y oyó el inglés tullido de mi madre: Good night, sir, I am the mother of Rosalba Rosas, the mexican girl… ¿Cómo le hacen los hijos de puta para sacarse la lotería sin comprar boleto?
La semana siguiente ya me tenía una cita para comer con un pendejo del Gobierno. Me acuerdo que me dijo: Sí quieres, puedes reservar en este mismo restorán. Ajá, le digo, ¿y luego?, nomás por el disgusto de volver a mirarle su jetita de viejo cochino, pero él en vez de sonreírme se acercó, me agarró de una pierna y dijo: Luego nomás acuérdate que ya me debes varias. Horrible, porque me empezó a subir la mano, de esas manos que no te están acariciando sino que aprietan, tuercen, como para hacer daño. Y el mesero allí, viéndonos, esperando a que Don Rodolfo se dignara firmarle la cuenta. ¿De qué servía estar en ese restorán si no podía quitarme la mano del patán de entre las piernas? ¿Sabes qué era lo que estábamos celebrando? El fracaso total de mi estrategia. Me había liberado de mi familia para ir a esclavizarme con Ferreiro, y después me había liberado de Ferreiro para acabar esclavizada por Ferreiro y mi familia juntos. Por favor, un aplauso para la pendeja.
Te me pones guapita, mami, tú ya sabes cómo. Así se despidió el señor Vicepresidente Ejecutivo. Me dejó un cheque con el dizque préstamo, me dijo que ya estaba yo contratada y hasta me prometió que para Navidad iba a dormir en casa de mis papás. Lo único que me hizo sentir bien fue que no me pidiera hacer el rencorcito. Se regresó al trabajo, muy formal, y yo no quise preguntarle si el trato lo incluía también a él en mi cama. No porque no quisiera averiguarlo, era más bien que no quería otro pellizco. Le había vuelto a encontrar el botón del patán, de bruta iba a volver a apretarlo. Pensé: Mínimo ya no voy a tener problemas. Aunque toda mi vida fuera el mismo problema. Nunca he estado en la cárcel, pero así me sentía. Salí del restorán y me metí en el lobby de un hotel, creo que el Sheraton; busqué el baño y me pasé ahí dentro la tarde completita. Luego me levantaba, abría la puerta del water y me veía en el espejo. Decía: Violetta, te jodiste otra vez. ¿Cómo no vas a tener broncas, si estás presa?
Si crees que siempre te llevé ventaja, ponte cinco minutos en mi lugar. Siéntate en esa taza del baño del hotel, mira al piso y pregúntate: ¿Qué voy a hacer? Cuando estás en la cárcel, sabes que sólo tienes que saltarte los muros para escaparte, pero yo no tenía para dónde saltar. La cárcel era el mundo, ¿ajá? Me sentía sin fuerzas, me odiaba más que a Nefastófeles. Y odiaba a Richie Ranch, y a Hans, y a Fritz. No había nadie a quien no quisiera desaparecer, empezando por mí. Me había escapado de Cuernavaca dos días antes, y de paso cargué con varias cosas de la casa de Richie. Un radio, una grabadora, varias cintas. No mucho, lo suficiente apenas para que dijera: Pinche ratonera, y jamás volviera a hablarme. Le tenía coraje, no sé por qué. O bueno, si lo sé, pero no sé cómo explicarlo. Nunca lo traicioné, ni le hice putadas. Por más que tenga este carácter de bruja mal cogida, traté de ser con él algo mejor. Y muchas veces fui un caramelito. ¿Te digo la verdad? Lo odié con toda mi alma por nunca enamorarse de mí. Supongo que al principio se portaba tan lindo que me dejó pensar en no sé cuántas cosas. Con tanto tiempo sin saber qué hacer, tirada en una hamaca, al lado de la alberca, me imaginaba cómo sería mi vida con él. Casita, perro, hijitos, ya sabrás. Cuando pensaba en eso dejaba de llorar. Luego él se fue instalando en su papel de Capitán Bacardí, y yo acá, naufragando en secreto, diciendo: What am I doing here? Yo había sido novia de Richie, pero el mamón del Capitán Bacardí no era mi amigo. Señorita Arrimada, ¿qué hace usted aquí? Richie Ranch tenía sólo dos defectos: uno era que cambiaba de personalidad, el otro que no soportaba la violencia. Nunca pude pelearme bien con él, por eso le robé, y además le rompí una vajilla entera. ¿Qué creía, el pendejo? ¿Que se iba a deshacer de mi sin quebrar ni un platito? No sé si en realidad quería ver sangre, pero era una manera de asegurarme que luego no iba a ir chillando a buscarlo. De que nunca iba a conocer a mis papás, ni a Nefastófeles. ¿Adónde irías tú si te escaparas de la cárcel? ¿A una isla? ¿A la selva? ¿Checas el problemón? Lo más fácil es encontrarle el gusto a la jaulita. Endosarle tu vida a otra persona. No encargarte de nada. Sí, señor. No, señor. Desde que entré a la agencia no volví a pensar en Richie. Me lo prohibí, tal vez. Lo bueno de la cárcel es que allí casi todo está prohibido.
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