Nunca antes trabajó con semejante ahínco, por eso, cuando vieron que vomitaba hasta las lágrimas, no faltó quien lo atribuyera al exceso de trabajo: le adelantaron cinco días de vacaciones y lo mandaron a seguir vomitando en su casa. Pero no vomitó, ni consiguió llorar, ni paró de pensar en el tac-tac-tac que había cambiado la suerte de Violetta y la suya. No la había matado, por supuesto, pero bien que la había mandado al matadero, y hasta había probado algún deleite oscuro al comprobar que le mentía, que estaba lista para echarse a los brazos del primer retrasado mental dispuesto a seducirla con unos cuantos tacs, que su nosotros naufragaba ante los guiños del peor de los postores. (Cuando uno es sospechoso de traición, el consabido trámite de ser absuelto o condenado rara vez tiene algo que ver con los hechos -puesto que el acto de traicionar o traicionarse no está en la realidad, como en la conciencia, y a veces, peor aún, en la fugaz y subjetiva apreciación de una conciencia sólo a medias consciente-, de modo que a la postre no es la justicia, sino la voluntad: esa hija no confesa del capricho, quien interviene y fija la sentencia. ¿Cuánto vale, por fin, la voluntad? ¿Con qué argumentos se la compra, se la dobla, se la tuerce?)
Veía un derrotismo mal vestido de ingenio en el truco del mudo. Un morbo, un desconsuelo, una fe cancerosa. Y aun así seguía, lamentando los éxitos del personaje que cada noche se entendía mejor con ella. Es decir: mejor que él. Un par de veces llegó a preguntarse si por casualidad Violetta lo habría descubierto, pero la posibilidad le pareció ridícula. ¿Cómo podía Violetta sospechar que Pig tenía su número? ¿No había ido solo hasta Tepito a comprar un celular robado, para mejor seguirla arrinconando desde la más perfecta impunidad? ¿No era el maldito mudo un perfeccionista? Lo había inventado para descubrirla: si él no podía rastrear en sus secretos, tal vez un mudo anónimo lo consiguiera. Pero no había descubierto nada, sino sus propios límites. Hasta el día en que Violetta le mintió para irse con la competencia: según ella, tenía que ir al dentista, justo el día y la hora en que, golpecitos mediante, se citó con el mudo: si, no, si, no, si, si, si, si. Ella lo había propuesto, con todo y el horario y los detalles. El mudo sólo había dicho tac y tac-tac: el lenguaje binario que, según comprobó al verla salir de la oficina, media hora después de recibir la llamada, lo estaba derrotando. Una vez que fue viernes, y lunes, y de nuevo viernes, y el rastro de Violetta se perdió sin remedio, Pig entendió que había procreado a un enemigo tan imbécil como invencible. Un asesino tácito: sin rostro, ni palabras, ni cojones. (Cada domingo, cuando Papá y Mamá lo llevaban a la iglesia, el sacerdote recordaba a los presentes que el Evangelio, del cual recién había leído algún fragmento, era y seguiría siendo Palabra de Dios, y por toda respuesta los fieles alababan a Cristo. Pero hubo uno, Judas, el traidor, que en lugar de alabar a su maestro prefirió poner precio a Sus Palabras. O en todo caso puso sus intereses en quienes pretendían negociarlas. ¿Era eso acaso lo que él había hecho con Violetta? No, sin duda. ¿O sí? Pero un momento: ¿quién es el traidor? ¿Son acaso Pilatos, Anás, Caifás, Herodes, los desleales? ¿Eran ellos amigos, parientes, discípulos del hombre que, a sabiendas, esperó a los captores a la vuelta de Getsemaní? No. Para ser un traidor es preciso haber sido persona de confianza. Y en este mundo Violetta sólo confiaba en Pig. De modo que si en esta historia existe lo que la gente entiende por traición, sólo hay un sospechoso a quien culpar. Un egoísta que en el fondo ni siquiera resentía su culpa de traidor, sino algo más mezquino, si bien insoportable cual llaga en la memoria: el saberse causante de no volver a verla. O incluso menos que eso: el no volver a verla, ni a tocarla, ni a sentirla. Nada más. Y así se revolvía de nuevo entre las sábanas, en la horrenda certeza de que no era una conciencia súbitamente lúcida, sino su siempre oscuro, infértil egoísmo, el demonio que nunca más lo dejaría dormir.)
No regresó a la agencia. No quería soportarlo, ni vivir con la idea de que desde la cada día más probable muerte de Violetta su prestigio en la agencia se había multiplicado, y hasta el mismo Ferreiro defendía sus campañas. Había, además, una estampida de clientes, y hasta las secretarias murmuraban que Paul quería vender la agencia. Tenía deudas, decían, y Pig se había pasado las semanas de crisis fabricando frases y párrafos habilidosos, de los que luego Paul tomaba el crédito, como quien toma un tylenol para olvidar la caries. Harto ya de encontrar consuelo en el trabajo, Pig se castigó a golpes de ocio, culpa y aislamiento. ¿Serviría de algo ir a buscar a su familia y decirles la verdad, o mejor: confesarles la mentira? ¿Y quién le iba a creer? ¿Quién podía asegurarle que no había sido todo una invención? ¿Quedaba cuando menos un testigo a la mano? ¿No era cierto que desde aquella hora de su desaparición los días eran parte de un solo descenso, cual si el carro de la montaña rusa hubiese por si mismo decidido seguir de frente y en picada hasta el Infierno? ¿En qué momento había comenzado la caída, luego de todos esos meses impredecibles y casi felices? ¿Y si ese solo casi, tan desagradecido, llevaba ya en si el germen de la traición? ¿Había sido en otra parte o en otra época más dichoso que ahí, en la cuerda floja tendida por Violetta? Habían transcurrido casi cuatro meses desde su desaparición, cuando Pig recibió una nota de aires intolerablemente póstumos: tenían un paquete para él en la oficina de correos, remitía una tal V R Schmídt.
If love was red then she was colour blind
SAVAGE GARDEN, To the Moon and Back
Por más que me aburriera seduciendo momias de escritorio, creo que es el mejor trabajo que he tenido. Antes de eso tenía que pelear sola, con mis armas, sin nadie que me ayudara, o hasta con todos en contra. En New York sobrevives por eso, porque peleando contra todos haces músculo. La policía, el Nefas, los empleados, las camareras, no había uno solo de mi lado, ¿ajá? Así sobreviví, y a eso me acostumbré: nadie me debía nada, no me iban a ayudar hasta que me tomara la molestia de obligarlos. Siempre armé mis movidas en lo oscuro, contra todas las reglas, mi chamba era ilegal hasta entre los ilegales, y de repente me acomodan en un puesto oficialmente ejecutivo donde al final hago lo mismo de siempre, sólo que ahora con el apoyo de la empresa y la cooperación del cliente. Me dan sueldo de secretaria y trabajo de poco menos que recepcionista, pero me sueltan los Big Bucks por debajo del agua para que yo putee con bandera de ejecutiva. ¿No te parece de lo más brillante? Sí, por supuesto, si de veras te crees que los Big Bucks me tocaban a mí.
Me habían dado un coche de la agencia. Ni modo que la ejecutiva favorita del cliente llegara en taxi, ¿ajá? No era como mi Intrepid, pero qué le iba a hacer. Teníamos dos clientes grandes, que al mes ya eran mis novios. Bastante veteranos, by the way. Nefastófeles quería todo el tiempo meter su cuchara, pero no había espacio. No podía controlarme, cómo crees. Tendría que haberse incrustado en media cama. De repente le daba por exigirme así, muy firmemente, que me quedara hasta más tarde en la Oficina, y eso podía significar dos cosas: tenía ganas de encamarme o de cachetearme. Entonces yo le hablaba a uno de mis novios y le decía: Sácame de aquí. Diez minutos después, ya estaba el güey hablando con Nefastófeles: Licenciado Ferreiro, me urge muchísimo revisar el plan de medios. Como quien dice: Me están dando ganitas de gastar menos. Y una cosa como ésas no se puede permitir, o sea que en ese momento salía la ejecutiva con el plan de medios bajo el brazo y el plan de ataque abajo del ombligo. Nefastófeles tenía mucha razón creyendo que mi personita podía mejorar la relación con los clientes, pero era demasiado ególatra para creer que además de eso podía comerle el mandado. ¿Cómo iba a ser posible que la pirujita suburbial se entendiera mejor que él con los clientes? ¿Qué no era yo una limosnera perniabierta como me dijo tantas veces en New York? Pobrecito. Me diseñó una cárcel a prueba de fugas y en dos meses ya estaba conmigo adentro. Me había invitado a jugar en un tablero con las reglas bien puestas, pero igual esas reglas también tenía que respetarlas él. No podía agarrarme a patadas delante de Paul, y menos de mis papás. Ya le había dicho a medio mundo que yo era una persona muy profesional. Y al poco rato sus clientes me tenían yo no sé si cariño, pero de menos mucha preferencia. Sobre él, ¿ajá? Un día descubrí que yo era la persona mejor ubicada para negociar con los clientes, la que los agarraba en una situación más pinche comprometida. Ni Paul, ni Nefastófeles, ni nadie más podía pelear contra eso. Son leyes naturales, darling: Abajo de la cama, todo triunfo es relativo.
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