¿Sabes lo que era vivir en el cuarto de la sirvienta y ver que el Chivo Viejo salía muy temprano con mi coche? Era un puto tormento kampucheano, pero también servía de acicate. Vivía en una situación tan rascuache que no había por dónde conformarme. Tenía que hacer algo para estar mejor, necesitaba cuando menos cobrarme con alguien.
Te dije que no me faltaba dinero, ¿ajá? Pues sí, pero no. Era mentira, claro. A mí toda la vida me falta cash, y si un día ves que me sobra, espera diez minutos, por favor. Estaba hecha una prángana, dormí como criada, trabajaba de puta, ¿quieres que le siga? Me sentía fugitiva, delincuente, asesina, buscona. Por eso dije: Aguanto cualquier cosa, pero me quedo aquí. Primero me le hincaba a mi papá, antes que permitir que me corriera. Me había vuelto docilita, hasta obediente.
No quería contártelo porque es de lo más pinche bochornoso, pero si me lo callo no me vas a entender. El día que llegué con Nefastófeles a casa de mis papás, yo estaba preparada para que me metieran al manicomio. O para que me cachetearan y me sacaran a patadas. Ciento catorce mil seiscientos noventa dólares: de ese tamaño era el rencor que me tenían. Menos los treintaitantos mil que ya les había pagado. Menos los quince y medio en que me tomaron el Intrepid. Me seguían faltando más de sesenta. Aunque por otra parte, ésa era bronca de ellos: si no me perdonaban, iba a ser mucho más difícil que les pagara. Los muy zonzos creían que de verdad Ferreiro moría por mí, según ellos estaban negociando mi próxima petición de mano. Por eso el pinche Nefastófeles tenía esa seguridad. Él me daba trabajo, yo les seguía pagando, luego venía la boda y vámonos todos a Bosques de las Lomas, ¿verdad? Yo pensaba: Qué asco de sujeto, pero por otra parte el plan me fascinaba. Antes de yo sentarme a discutir con mis papás, mi dizque pretendiente ya les había bajado los calzones. No podían negarse, carajo, no eran tan estúpidos. Pero igual cuando estuve frente a la puerta de la casa también a mí se me cayeron los calzones. Quería que nos fuéramos, casi le supliqué a Ferreiro que no tocara el timbre.
Cuando vi a mi mamá sentí las piernas flojas, pero antes de que abriera yo la boca para decir perdóname, ya me estaba diciendo hijita chula. Un escenón. Y con mi papá igual. Mis hermanos ni siquiera bajaron, pero igual Yo tampoco pregunté por ellos. Hubo dos cosas que ablandaron mucho a mis papás: la primera, todo el dinero que les había depositado en su cuenta, y la segunda el Intrepid. Les di las llaves y les dije: Es suyo. Qué te cuento, les chispeaban los ojitos. ¿Sabes qué comentó mi mamá? Dijo: Voy por mi abrigo y salimos a darle el estrenón. Ya después se sintieron tan patrones que me mandaron a vivir a la azotea. ¿Sabes por qué a las gatas les dicen gatas? Ésta es la historia verdadera de Rosa del Alba Rosas: La Princesa Micifuza. Una conmovedora historia de superación gatuna.
Lo que ni Nefastófeles ni mis papás sabían era que hasta ser criada tiene sus ventajas. Número uno: A nadie de la casa le importa lo que pienses. Número dos: Ni siquiera te creen capaz de pensar algo. Número tres: Se fijan en lo que dices sólo cuando los haces reír. La criada es una intrusa con licencia, una fuereña folclórica, una merodeadora a sueldo… Todo eso lo pensaba para no maldecir mi suerte, ¿ajá? También para encontrarle un chiste a la joda de vida que llevaba. Finalmente, yo tenía claro que en cualquier momentito iba a brincar el chango. Nunca sabes de qué árbol, pero al final brinca. Aparentemente todo el mundo me iba a tener muy vigilada, pero acuérdate que Yo estaba en el lugar de la criada. ¿Quién vigila a la criada y estrena coche al mismo tiempo? No tenía mucha idea de cómo iba a ser mi vida, pero era obvio que necesitaba ingeniármelas para abrir no sé, grietas, huecos, whatever. Pensé: Lo único seguro es que no voy a aguantar esto por más de cinco meses. O sea medio año ni hablar, ¿ajá? Pero ¿sabes en qué nos parecemos mucho mi familia y yo? Somos apestosísimamente sobornables.
Nunca nadie me ha sobornado tanto como la rutina. Todo los días ensayas la misma obra, un día te la aprendes y ahí poco a poquito vas torciéndola a tu gusto. O te la van torciendo a su antojo, que es lo que pasa cuando te la crees. Otra ventaja de vivir como gatita es que nadie te obliga a creer en nada. Al día siguiente de la reconciliación, llegué con mis maletas y me trataron como mierda todos. Pensé: Ok, soy una animada. Está bien, no hay problema. Entre menos burros, más olotes. Ya vendría la mía y entonces sí: arrieros íbamos a pinche ser.
Pero una se acostumbra a todo. Te digo, la rutina te corrompe. Ferreiro y mis papás sólo me trataban bien cuando estaban juntitos. Ése era todo el show de los tres: ¡Cuánto queremos a la nena! Y al final bien, porque sus atentísimas hipocresías garantizaban que Ferreiro y mis padres solamente se decían falsedades, generalmente conmigo en medio. O sea que yo era la única persona en este mundo que conocía las mentiras de los tres. ¿Quién cuida sus palabras cuando había con la criada? Nefastófeles no, mis papás menos. Ninguno se tomaba la molestia de mentirme, pero bien que me usaban para engañarse entre ellos. Ahora súmale mi trabajo con los clientes, que al ratito de conocerme me adoraban. Ya no podía andar por el mall de Caesars Palace, pero estaba ganando libertad a carretadas. Por un lado, en mi casa les tenía sin cuidado si yo entraba o salía. Por el otro, mis clientes-novios me ayudaban a escabullirme de Nefastófeles. Me la pasaba bien, me metía lana extra, mediocre todo pero muy tranquila: como que cada día iba pensando menos en el muerto. Se me había ido el miedo, creo que la rutina me lo había espantado. ¿Tú sabes cuánto tiempo sobrevive la rutina sin el miedo? Por más sobornadísima que de repente me sintiera, era obvio que no me iba a quedar así. No me caía mal tener un par de horarios, pero el chiste de la rutina es irle robando espacios. O sea meterle zancadillas, no dejar que te agarre sino agarrarla tú y hacerle una súper mamita de puerco. Ella te soborna, tú le tuerces la muñeca. Y se la quiebras, si se llega a ofrecer, pero no te quiebras tú. No puedes estirar la mano para ver si te sobornan. No es lo mismo comerte la mierda que te sirven, que decir: Por favor, denme más mierda. Al que te soborna le gusta que le beses los pies. O la mano, o el culo, porque es tu patrón. Se está poniendo en el lugar de tu dueño. Ok, yo me dejaba corromper, pero también hacía lo mío para corromper a los otros. Estaba sobornando a mis papás, y también a mis clientes-novios. Con distinta moneda, eso sí. Pero por otra parte Ferreiro estaba sobornando a esas mismas personas, y hasta a mí. Si yo dejaba que la rutina terminara de emputecerme, no iba a pasar jamás de ser la chalana del Nefas, ni la miau de mi casa, ni el colchón de los clientes. Me acuerdo que pensaba: Let’sface it, Violetta: más tarde o más temprano te le vas a poner al brinco a Nefastófeles. Era cosa de timing, nada más. Una se sienta encima de la rutina como si fuera la banqueta de una avenida. De pronto ve camiones, taxis, pipas, motos, bicicletas, trolebuses y dice: No, ahí no quiero irme. Luego pasa un Jaguar, un Ferrari, un Porsche, y una vuelve a decir: No. Digo, mal no está, pero eso no es exactamente lo que quiero. ¿Sabes por qué me quedo en la banqueta? ¿Por qué no quiero moverme de aquí, por más que pasen coches y camiones que según esto van para allá? Porque estoy esperando a un Corvette amarillo. Convertible, con vestiduras negras, hocicón. ¿Te has fijado que el Corvette es el coche más hocicón del mundo? Deja el tamaño: el rugido. Un motorón detrás de un hocicote. Según Violetta, eso tenía que ser el amor.
Violetta, Rosalba, Rosa del Alba: ya ninguna era yo. Vivía dividida todo el tiempo. Rosalba en la Oficina, Rosa del Alba en la casa (me lo decían por joder, eso estaba clarísimo) y Violetta en el espejo. Me miraba por horas, unas veces sentada dentro del coche, otras en el espejo del baño, otras en mi espejito del buró. Decía: ¿Dónde estaré yo? ¿En los ojos, en los labios, en la frente? Casi toda mi vida sucedía a espaldas de mí misma. Yo, Violetta, no estaba en ninguno de los personajes que representaba a diario. No solo porque me llamaran con otro nombre, también porque las cosas las hacía desconectada, con el cinismo en cien y la conciencia en ceros. Así como la gente apaga la luz para poder dormirse, yo tenía que apagar la conciencia para despertarme. O más bien levantarme, porque cuando lograba darme el lujo de ser yo el día entero, apenas me paraba de la cama. Un domingo con toda la casa para mí sola, por ejemplo. Me iba a echar en el cuarto de mis papás y veía vídeos todo el día. Sin sonido, a veces. No la pasaba mal. Fumaba mariguana como loca y dedicaba el día a planear lo que iba a hacer cuando llegara mi Corvette amarillo. Al día siguiente abría el ojo y desconectaba la conciencia. La criada, la secre, la ejecutiva, la movida: ninguna de esas perras era de mi talla. Por eso de repente me hacía bolas y tenía que acabar sacándome la risita babosa de la manga. Ay, licenciado, qué loco está usted. – jojojó. Violetta conducida por piloto automático, mientras adentro yo seguía preguntándome cuándo carajos iba a cambiar mi vida. ¿A la hora y en la hora de mi muerte, amén? Tenía tantas emociones sin estrenar que cualquier día iba a empezar a oler a podrido. Imagínate el oso delante del cliente.
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