Necesito que me odies, Diablo Guardián. Que escribas mi novela sólo para vengarte, para que los lectores me odien más que tú. Quiero que alguien arranque las hojas y escriba en la portada: Puta infecta. Y quiero que después cierres los ojos y me mires y me digas: Violetta, no puedo vivir sin ti. Quiero que me ames por eso, no a pesar de eso. Que maldigas tus momentos más felices y no puedas dormir si no rezas por mí. Eres lo único que me queda, y cuando acabe de contarte todo tampoco tú vas a quedarme. Voy a cortar los cables, darling. Si ya maté a Rosalba, ni modo que a Violetta la deje viva. Todavía no la he matado porque no he decidido cómo voy a llamarme, dónde voy a vivir, qué voy a hacer, todo eso. Tengo que armar un plan de aterrizaje, pero antes tú y yo vamos a acabar con esto. Necesitas hacer algo conmigo. Matarme, envenenarme, atropellarme, yo no sé. Lo importante es que te asegures de joder a Nefastófeles. Que no se vaya en ceros, tú me entiendes. En la historia, en la vida, en donde gustes, pero jódelo bien, que se vea la calidad de tu trabajo. ¿O qué, Diablo Guardián? ¿Recorriste toda esta puta carretera sólo para quebrarte en las últimas curvas? Dime que no me vas a dejar morir sola. Aunque no lo oiga, dímelo. Ya ves yo: llevo días que no paro de hablar contigo. De repente me miro en el espejo del lavabo y pregunto: ¿Me extrañará? No quiero que me extrañes, ¿ajá? Te pedí que no me dejaras morir sola, pero en cuanto me veas muerta, ya sabes: te apuras a enterrarme. Ódiame, entiérrame, maldíceme, olvídame. Renuncia a ese trabajo estúpido y escribe tu novela. Yo no soy más que un vicio que tienes que quitarte.
Tengo veinticinco años y hablo como viejita. Ya jubilé dos nombres y no sé cómo llamarme. Llevo tres meses con veinticuatro días escondida en un hotel, registrada como la señora Ferreiro. ¿Checas mi refinado humorismo, darling? Hace más de cien días que le estoy dando a mi peor enemigo la última oportunidad para encontrarme.
Mañana que me vaya se me va a olvidar todo, y cuando tú termines de escribir la novela nadie te va a creer que de verdad había una Violetta. Va a ser un personaje, nada más. Una pariente pobre del Pato Donald. Sólo Ferreiro va a tener bien claro que existí: quiero que sepa que hasta muerta le rompo la madre. Diablo Guardián mediante, claro.
Dos días antes de irse, Mamita se dejó tomar la mano. No hablaba ya, y apenas se movía. No podía escucharlo, según decían el doctor y la enfermera, pero no bien sintió la mano de su nieto-hijo, Mamita se entregó a temblar, y de pronto apretaba con la fuerza de un grito contenido, un alarido eléctrico que llevaba y traía noticias de ambos cuerpos: sus terrores antiguos, sus vísceras convulsas, sus desesperaciones innombrables, sus angustias calladas de entonces hasta siempre. Pig recuerda las sábanas, la textura del piso, el color del buró y hasta el nombre del suero: Intralipid. Recuerda cada letra danzando allá, a lo lejos, entre tubos de plástico y soportes de aluminio, mientras la mano de Mamita apretaba, empujaba, vibraba, le hablaba con los dedos, como tocando al piano una sonata ansiosa y todavía dulce. Y de pronto volvía a relajarse, agotada quizás por tanta despedida. Y él daba media vuelta y abandonaba el cuarto, en la certeza de que ya no volvería. Se lo había pedido tiempo atrás: No quiero que me veas cuando esté muerta. (¿En qué consiste exactamente una traición? ¿Por qué, una vez que hemos dado sentido al porvenir a través de la obligada lealtad a un principio inamovible, un cariño que se ha pensado eterno, una utopía común, incluso una opinión vertida en el calor de un momento fatalmente furtivo, no nos es dado el privilegio de virar en una nueva dirección, por contradictoria que a los ojos de otros, y quizás a los nuestros, parezca? Uno crece mirando a la traición como aquel acto sorpresivo y deleznable por el cual el traidor ataca o abandona por la espalda, con una alevosía sobrada de perfidia, a un amigo, un pariente, un convenio callado y clandestino. Entonces el traidor es un dos caras, un malasangre, un ruin, un enemigo camuflado por nuestra ingenuidad. ¿Podemos perdonar a judas Iscariote porque su fe, su lealtad y sus convicciones no se cotizan más allá de los treinta denarios? ¿Alguien siquiera ha dicho qué se podía hacer en aquel tiempo con semejante suma?)
Violetta desapareció un jueves por la noche. Salió de la oficina pasadas las siete, a decir del portero. Siete cuarentaicuatro, según Pig: dos minutos después de la llamada. Sentía rabia, entonces. La vio salir corriendo, cruzar el camellón buscando un taxi, encontrarlo en la esquina y desaparecer. Había decidido no seguirla, ni alcanzarla. Sabía adónde iba, y de antemano se consideraba traicionado. Era un resentimiento estúpido, pero al cabo fundado, tanto como esos celos de si mismo: sintéticos, prefabricados, mentirosos, y aun así legítimos. Celos inmencionables, además, pues su sola existencia revelaba que no era ella, sino él, quien había empezado con las traiciones. Dos semanas después de su desaparición, cuando los padres comenzaron a llamar a la agencia para preguntar por el último sueldo y las pagas de marcha de Rosalba Rosas Valdivia, Pig tenía bien claro que la culpa de todo no podía tenerla nadie más que el mudo: su estúpido rival. (¿Cuál es, en su opinión, la paridad actual de esos treinta denarios cuyo valor en pesos desconoce? ¿Cuál es, con un carajo, su precio en el mercado? Y si este precio existe -debe existir, de eso no duda nadie- ¿cómo disimular ante sí mismo la magnitud moral de tan inconfesable comercio? Responder a esta sola pregunta le habría redituado alguna paz de espíritu, como la que le dio olvidar la muerte de Mamita: sola en el hospital, con su Intralipid.
Pero dejarla al aire, como una nube gris que se va ennegreciendo y dilatando conforme los crepúsculos del alma extienden su gobierno sobre los días ya nunca más blancos, es afrontar el juicio de esos monstruos sin nombre que de noche preguntan: ¿Por qué maté a Violetta?
Un líder de mercado crea su propia competencia, explicaba al principio de una presentación ante el cliente, cuando sintió el impulso de vomitar ahí mismo. Un instante después, el cliente saltaba hacia atrás, con todo y silla, perdía el equilibrio y se iba al piso, sin poder evitar que el vómito caliente lo alcanzara. Había un consuelo raro, que no se molestó en disimular, en seguir vomitando ahí, sobre la mesa, entre gritos, disculpas y llamadas de auxilio. Pensó en fingir algún desmayo a la medida, pero ya el llanto incontrolable hacia lo suyo para disculparlo. Como le sucedió en los días que siguieron a la muerte de Mamita, no había derramado ni una lágrima desde la desaparición de Violetta. Sonreía, por sistema; esgrimía una indiferencia tan perfecta que ni el más suspicaz habría detectado la remota presencia del remordimiento. Era después, a solas en la casa de San Ángel, cuando se daba a repasar, sin lágrimas ni sueño, las llamadas del mudo: su propia competencia. (Hay, en la mente del traidor, un par de mecanismos antagónicos, si bien simétricos y equivalentes a los de todo juicio secular: la culpa y la inocencia. Pero no siempre son, como las matemáticas quisieran, sentimientos encontrados e inversamente proporcionales. A veces -¿a menudo?- crecen juntos, y al parejo se pertrechan ya no tanto para pelear el uno contra el otro, sino exclusivamente para romper los nervios del acusado, disolver sus certezas, como en esos Estados policíacos donde fiscal y defensor están comprometidos con la misma causa. O como en esos juicios que se prolongan por tan largo tiempo que al final nadie sabe dónde comenzaron, ni por qué, de modo que la condena o la absolución sobrevienen sin causa ni objetivo aparentes, como frutos podridos de un hastío anhelante de olvido.)
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