Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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¿Tú crees que el sacerdote se iba a quedar tan cool después que yo le dije lo que estaban armando mis papás? En esos casos el secreto de confesión se va directo al diablo, ¿ajá? ¿Y sabes al final quién se encargó del patronato y las comidas y toda esa función? Adivina. Pues si, el sacerdote. Pero de qué me quejo, si ya me tocó el turno. Y ni siquiera tuve que juntar el dinero poco a poco. No sé si mis papás, el cura o yo, pero de menos uno de los cuatro se va a morir en la Cruz Roja. ¿Tú qué crees? ¿Me merezco que me opere un camillero? ¿Cuántas camillas compras con ciento catorce mil seiscientos noventa dólares? ¿Cuántas jeringas, gasas, vendas, algodones, no sé, litros de merthiolate? Y es más, ya que hay dinero, ¿cuántas ambulancias? Todo eso se me ocurre cuando me entra el remor y digo: Ok, desfalqué a mis papás, pero ellos desfalcaron a la Cruz Roja y eso es peor. Mucho peor. Ladrón que roba a ladrón, deshonrará a su padre y a su madre. El día que me escapé, me acuerdo que mientras hacía cola para confesarme, el otro cura dijo desde el púlpito que en realidad había sólo dos mandamientos importantes: el primero y el segundo.

O sea que igual podías librar el Infierno con amar a Dios más que a todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. Y no lo dije yo, lo dijo el cura. Entonces de acuerdo a eso el sacerdote y mis papás son más culpables o no sé, más pecadores que yo. Una cosa es robar y faltarle a tus padres y otra muy diferente ensartarte a la Cruz Roja en el nombre de Dios. 0 sea a tu prójimo, ¿ajá? Aunque sin mi oportuna intervención el sacerdote nunca habría tenido la no sé, devotísima ocurrencia de apañarse el changarro de mis papás. Lo que yo llamarla sacarle jugo al secreto de confesión. Y en vista de que nadie podía reclamarle a nadie, mis papás se tuvieron que tragar el berrinche de ver que el cura estrenó coche al año siguiente. Y luego hasta enterarse de que su propia hija los había robado. Peor todavía, que para entonces ya no me quedaba ni un centavo.

Hasta ahora solamente cuatro personas sabíamos del robo. De los tres robos, pues. El mío, el de mis padres y el del cura: qué bonito rebaño, carajo. Te aseguro que de los cuatro no salió. El día que mi mamá se acercó a preguntarle al sacristán por el coche tan bonito del padre, lo único que logró sacarle fue un cuento de una dizque herencia familiar. No sé bien cuánto tiempo le duró el sueldito en la Cruz Roja, creo que en un par de años llegó una junta de vecinos, algo así, pero ya con boletos foliados y no sé cuántos controles. Lo cual, querido, nos dice que eres el número cinco. El que se va a encargar de hacer pedazos el secreto, ¿ajá? o el que lo va a enterrar, porque igual se te ocurre hacer justicia y te pones del lado de mis papás y te saltas entero el detalle de la Cruz Roja. ¿Te das cuenta del papel de acusada que hago aquí? Te estoy contando los pedazos de mi vida que según yo te sirven para escribirla toda. O sea que por más que me pregunte si voy a irme al Infierno por hacer lo que hice, de cualquier modo tú me vas a condenar, y antes que el Diablo. O después, yo qué sé. No estoy nada segura de que sea buen negocio agarrarte de biógrafo al Diablo Guardián. Porque una cosa es que te mueras y te vayas al Infierno, y otra que aquí en la Tierra se entere todo el mundo.

Te jodí, Charlie Brown

Cuando cumplió los treinta se miró en una orilla, y por primera vez pensó en capitular. Detrás tenía el resto de la herencia de Mamita: una casa sin muebles, varias joyas y una cuenta bancaria volando apenas menos que en caída libre. ¿Había muerto Mamita en la tranquilidad, pensando que en nueve años más su hijo-nieto ya tendría una vida encaminada, o en la zozobra, segura de que pasaría todo lo que pasó? No pasó nada, dato, sólo el tiempo. Tras cuatro años decapitando nombres y prestigios del cine universal sin mayores repercusiones, Pig comenzó a entender la urgencia de cortarle la cabeza al verdugo; si bien tardó otro tanto en conseguirlo. Cuatro años más cuatro años: casi todos sus veintes yendo al cine solo, destazándolo a solas, ya con la indiferencia de quien desarrolló un proceso automatizado. Cada semana, el verdugo dejaba el hacha en casa, pues hacía tiempo que las ejecuciones se realizaban por intermedio de un sistema interior de poleas y engranajes, cuya rutina de funcionamiento lo tenía todo para hacer de un patíbulo un rastro, y del verdugo el matancero.

Desde los veinticinco trabajó de planta en el periódico: no duda que por eso, pero sólo por eso, El Patíbulo continuó publicándose. La columna no solamente había perdido su filo, sino que recurría con extenuante frecuencia a los mismos lugares comunes que años antes habíanle servido de fuegos de artificio. Mientras los otros críticos, cuyos estilos había parodiado y ridiculizado con frecuencia involuntariamente reverencial, se saludaban en funciones privadas y festivales europeos, Pig asistía a solas a las funciones comerciales nocturnas, cual si con su presencia fantasmal pretendiera emular la cauta soledad de los verdugos. Condenado a trabajar con la capucha puesta, cargando con sus méritos laborales como estigmas profesionales, Pig no sólo distaba de acumular prestigio, sino que como todo buen verdugo se obligaba a vivir por siempre enmascarado.

Igual que los burdeles, los periódicos duermen por las mañanas. Antes del mediodía, la redacción lucía inverosímil de limpia. No había más colillas, ni papeles, ni aire denso; en lugar de eso, Pig disfrutaba preparando los artículos del suplemento, generalmente sin reparar en su contenido, en mitad de un silencio con virtudes terapéuticas. Al principio el paisaje parecía desolado, pero más tarde se aliviaba con la presencia de las redactoras de sociales: mujeres cautamente pretenciosas cuya obvia vecindad con el salario mínimo difícilmente las recomendaba como gurús de trepadores sociales, y por ello vivían obsesionadas con el asunto urgente del barniz cultural. Y Pig, que igual que ellas ganaba una mierda de salario pero llegaba a trabajar en un carrazo, muy rara vez tenía objeción en barnizarlas, desde la asesoría en cuestiones ortográficas -sus jefes las amenazaban con la calle cada vez que les encontraban un «estuvo»- hasta las referencias a novelas y películas, que en las crónicas de sociales brillaban con extraña mas segura distinción: el cliente quedaba más contento cuando en la crónica de la boda de su hija relucía alguna cita de Scott Fítzgerald. O al menos eso les decía Pig, que en realidad estaba usando alguna línea de Sacher-Masoch, divertido en la siempre fundada sospecha de que de cualquier forma nadie se daría cuenta.

.-Como decía Kafka: eres una ingeniosa aliada de tus sepultureros -atacaba Pig a una nueva redactora, y por días la avasallaba con toda suerte de cápsulas inculturales, hasta que eventualmente la cacería daba frutos. Iba con ellas a inauguraciones, bodas, cócteles diplomáticos, cenas de beneficencia: espacios que él abría ante sus ojos con soltura sobreactuada, Juiciosamente irreverente. Más que un acompañante, Pig era un pasaporte, y lo sabía. Les hablaba de grandes nombres, grandes obras, grandísimos conceptos, todos perversamente equívocos. Pero jamás tocaba el tema de si mismo: demasiado pequeño, a sus ojos. Inoportuno, aparte. ¿Quién tenía tiempo y estómago para desperdiciar la vida hablando de cosas verdaderas?

Con alguna excepción, jamás se fue a la cama con ninguna. Y la excepción no fue una joven redactora, sino una mujer grave, hosca, madura como habría estado Mamá, que murió de veinticuatro y ya habría cumplido los cincuenta. Era editora de la sección financiera, tenía ojos de gato, se llamaba Noemí. Llegaba ya pasado el mediodía, bajaba de un horrible Chevrolet negro, de la mano de un chofer con bombín y corbata de moño. Y Pig estaba tan perdido por ella que ni siquiera osaba criticar el ritual, del cual Mamita se habría reído hasta las lágrimas. Trepadora exitosa, la señora Noemí tenía el semblante frío, impenetrable, pero una vez que la lengua de Pig cruzaba las fronteras de sus labios, todo en ella invitaba a la invasión. Sus ojos se tornaban agridulces, su temblor perceptible, sus ansias cosquilleantes y a la postre tiránicas. ¿Qué podía desear más el verdugo, sino enfrentar las uñas de La Venus de las pieles, y solamente en ellas encontrar su merecido? ¿Cómo no capitalizar el privilegio de la pequeñez cuando uno se desplaza a ciegas de si mismo por el cuerpo escarpado y sabiondo de una materialista inconveniente?

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