Cuando logras reírte después de haber llorado mucho se siente igual que vivir en la calle y ver salir el sol y hasta pensar: Voy a echar un sueñito al Central Park. Pero eso me pasó más bien después, cuando ya había perdido la vergüenza. Como que levantarse del suelo a la entrada del Madison Square Garden luego de diez minutos de llorar como niñita malcomida es mucho más sencillo que abrir el ojo a mediodía a medio Central Park y jurar: Esta noche me cae que duermo en el Waldorf. Me estoy adelantando, pero igual todo es parte de lo mismo. Tengas o no tengas dinero, cuando estás en New York los días y los lugares se confunden. Hazte cuenta que vienes en un tren rapidísimo, y por más que te clavas en mirar el paisaje las cosas se revuelven. Es como estar comiéndote una sopa de verduras y preguntarte exactamente a qué saben los chícharos, o las zanahorias, o los aguacates. Creo que conocí New York esa mañana, porque hasta entonces había sido como una turista naca. Para poder decir que has estado en New York necesitas haber llorado allí. Sentir que hasta el cemento te mira como mierda. Que de todas esas indiferencias juntas con trabajos vas a sacar un puto quarter. Claro que todavía a la hora de levantarme del piso y secarme las lágrimas y comprarme un café, me seguía faltando una experiencia básica: que me estafaran. Cuando New York por fin se las arregla para hacerte sentir una basura, vienen otros basuras como tú y terminan de darte la bienvenida. Porque no creas que a New York le bastó con mis lágrimas. La idea era que terminara yo sufriendo como heredera en orfanatorio, ¿ajá? We love you, Miss Fuckin’Hannigan. No basta con pegarle a la mosca, tendrías que aplastarla. Es obvio que alguien como yo no entiende de otra forma. Soy La Mosca Violetta y el dinero es la mierda de mi vida.
Los basuras estaban en plena 34, frente a Macy’s. Yo me había quedado en la esquina, esperando el semáforo, cuando vi al de las cartas. Creí que estaba solo, la muy asshole. Tenía una mesa plegable, chiquitita. Ponía las tres cartas encima y empezaba a meroliquear. Había dos tipos jugando y una mugrosa como de mi edad mirándolo mover las manos sobre las cartas. Dos rojas y una negra. El chiste era saber dónde estaba la negra. Yo veía que los que apostaban eran estupidísimos, y si le sumas a eso que ya desembarcadita en New York me sentía más inteligente que todos mis semejantes juntos, ya supondrás que yo no me podía mover de allí. Los dos idiotas que seguían apostando ya habían perdido fácil quinientos bucks. Y claro que en mi situación ni los quinientos juntos me salvaban de nada, pero no era lo mismo estar chillando en el rincón que mínimo llevarte a una rata callejera entre las patas. Claro que suena de lo más ingenuo, pero yo en realidad pensaba que podía. ¿Cómo iba a adivinar que todo el pinche público se había puesto de acuerdo para engancharme? ¿Sabes qué estaba haciendo ahí la mugrosa esa? Cuando te arrepentías de apostar, se arrimaba y te daba tips para ganarle al de las cartas. Luego decía que tenía una supertécnica, y te pedía a cambio la mitad de las ganancias. Según mis cuentas ya llevaba perdidos trescientos veinte dólares cuando me quise ir. Me temblaban las manos, las piernas, la mandíbula. Sobre todo la mandíbula. Porque no había podido ganarle ni una, ¿ajá? Dieciséis veces había puesto veinte dólares encima de una carta y todas los había perdido. En eso viene la mugrosa y me propone el trato. Ni modo de decirle no, porque yo ya no estaba pensando en quitarle sus dólares al de las cartas, sino de menos en recuperar los que me había quitado. Y eso fue exactamente lo que acabó de joder a La Pequeña Violetta: creer que iba a lograr hacer justicia. Como me dijo Eric esa noche, el que lucha por la justicia es Superman.
La técnica era fácil, según esto: no debía dejar que mis ojos me engañaran. Todo lo que tenía que hacer era mirar cuántos dedos me enseñaba la mugrosa: un dedo era la carta de la izquierda, tres la de la derecha y dos la de en medio. La primera vez no le quise hacer caso. Estaba muy segura, más que ninguno de los otros chances. Y perdí, claro. Entonces puse cara de me equivoqué, O sea de zopenca, que me sale tan bien. Volví a apostar, pero ya a la carta que me aconsejaba con su mano izquierda la mugrosa. Y zas: gané. Ya con ese pretexto, la mugrosa me acercaba el aliento y me decía: Hey, partner! Uno puede llegar a controlar sus apuestas mientras nada más pierde, pero gana una vez y vas a ver qué viaje. No te puedes parar, se hace cosa de orgullo. Yo estaba tan atarantada que no me daba cuenta del doble robo, porque había como cien dólares que iban y venían, y cada vez que yo cobraba daba un par de pasitos para atrás y le pasaba su comisión a la mugrosa. Pero ella no me daba a mí ni un pinche penny cada que yo perdía. O sea que entre los cuatro me tenían totalmente enaneada. Total, que se me fueron novecientos. Y si no ha sido por el policía que pasó, no me habría quedado ni mi quarter. El de las cartas dobló la mesita, la guardó como pudo y me dejó con la mugrosa y sus paleros. Y los tres me decían: No te vayas, espérate, y en eso pensé: ¡ImbéciI! Me estaban agarrando de las mangas del suéter para que no me fuera, la mugrosa hasta me rogaba: Please! Please! Please!, pero yo estaba calculando, sin mucha idea porque todo había sido rapidísimo: me habían pelado en menos de diez minutos. Según mis cuentas la mugrosa tenía fácil unos doscientos dólares, y el resto me lo había clavado el de las cartas. En eso sentí ganas de llorar, pero ya no de triste.
Estaba tartamuda del coraje, y como no sabía ni qué decirle a la maldita mugrosa, lo único bueno que se me ocurrió fue soltarle un cachetadón que hasta la mano me dolió. Muchísimo, por cierto. Y ya, me eché a correr. Crucé la 34 saltando entre los coches, me metí a Macy’s como si yo fuera la ratera. Aunque si nos ponemos exigentes yo era mucho más ratera que ellos. Por eso todavía estaba en el Plaza. Pero de todos modos acabé otra vez chillando. No podía creer que New York me estuviera tratando así. Y eso que yo decía que era la buena suerte de Eric, su estúpido amuleto. Llevaba una hora y media peleada con mi novio y ya había perdido casi mil dólares. Me acuerdo que iba caminando por el Macy’s, perfectamente ida. Me cambiaba de pisos, subía y bajaba por distintas escaleras, veía las ofertas, las faldas, los juguetes. Y era como si todos se rieran de mí. Ésa es la primitiva que se dejó estafar por ambiciosa. Mírenla, cree que es rica. Mírenla, trae los ojos rojos. Mírenla, está llorando detrás de esas vajillas. No sé ni en qué momento fui a dar hasta el sótano. No registraba nada, no podía concentrarme ni en chillar. Tenía ganas de berrear con toda mi alma, pero sólo traía fuerzas para seguir caminando. Hasta que leí: Subway. No conocía el subway. Me había estado sintiendo demasiado rica para bajar a presentarme con él. Buenos días, señor Subway, soy la nueva pendeja que viene a devorarse Manhattan. Perdón que no le de la mano pero está usted muy sucio. ¿Alguien podría decirme qué tren tengo que tomar para ir al Plaza? Yo no podía saber que en New York la gente toma el metro por falta de tiempo, no de dinero. Cualquiera me habría dicho cómo llegar al Plaza, pero yo prefería preguntar por la 59. Me moría de vergüenza de verme así de miserable y encima presumir que dormía en el Plaza. Dios mío, pensaba, tengo que salirme de ese hotel. Iba tan zombie que me bajé dos estaciones después, pasando el Lincoln Center. Pero no me importaba. En realidad no tenía ni tantitos deseos de llegar al Plaza. Me fui por Broadway para abajo y llegué hasta la 59, pero me daba miedo verle la cara a Eric. No podía dejarle de contar lo que me habían hecho, pero tampoco me atrevía a decirlo. Iba inventando formas de empezar, pero con todas me sentía igual de bruta. Excepto por la escena de la cachetada, que de seguro lo iba a hacer reír. Hasta ahora me acuerdo de las caras que pusieron los paleros y me gana la risa, porque en ese momento juraba que me había fracturado la mano. A la mugrosa ya no pude ni verle la jeta, pero por el dolor que traía en mi manita te digo que le di el madrazo de su vida a la infeliz. Nunca se lo esperó, le di de lleno. Y además de revés.
Читать дальше