Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Las historias de pactos con el diablo siempre cuentan lo mismo: alguien lo llama, él llega y luego no hay ni cómo correrlo. Los diablos no toleran una falsa alarma. Una mañana puedes levantarte con buenas intenciones, pero si el día anterior se te ocurrió llamar al diablo, va a ser él quien se encargue de tus intenciones. Porque las va a torcer, ¿ajá? Y todo va a salir como él decida, tu opinión tiene sólo un papel decorativo. Porque ese día te juro que me desperté pensando en contentarlo. Pensé: Si Eric de todos modos se va a ir, lo menos que tendríamos que hacer sería reírnos juntos, como en Houston. Hice unos planes lindos. Podíamos ir a desayunar juntos, y luego dedicarnos a recorrer New York como turistas. Y después ir a patinar en hielo al Rockefeller.

Éramos insultantemente distintos, por más que los primeros días hiciéramos cualquier cosa por sentirnos iguales. Eric había comprado una tarjeta, casi llegando a New York. Era la clásica postal del Rockefeller Center, con la pista repleta de gente patinando. ¿Nunca has tratado de caber en una postal de ésas? No te lo recomiendo. Y eso que ni siquiera lo intenté. Porque te digo que ya había llamado al diablo. Por más que se disfrace, el demonio no cabe en las postales. El demonio se te aparece cuando te propusiste que tu vida pareciera tarjeta postal. Como uno de esos edificios que jamás se mueven de su lugar. Ni siquiera se ensucian, ¿ajá? La gente escribe cosas tontas y bonitas al reverso de la foto, y es como si nos propusiéramos que todas esas palabras se quedaran sembradas allí, con cemento y varillas. En las postales hay gente contenta que jamás deja de patinar, ni se quita el gorrito, ni los guantes. Gente que se está dando regalos todo el tiempo. Gente que nunca marca el número del diablo. Gente quizás como Eric, pero no como yo.

¿Qué se siente mandar una postal? Yo soy tan egoísta que ni eso sé hacer. Nunca he estado siquiera cerca de mandar una. Ni de comprarla, pues. Creo que traigo mis propias postales integradas. Un mostrador de perfumes, un probador con doble espejo, un aparador de Saks: ésas son mis postales. Y en ésas por desgracia si cabe el demonio. Tendrías que haber visto la cara que puso Eric cuando me vio mirar a Saks como niña de la calle. Aterrado. Hazte cuenta que me brotaban granos en la cara. Y no era para menos, porque seguramente vio al demonio que me tenía hipnotizada en la banqueta. Yo no podía verlo. Yo veía solamente los foquitos y los santa clauses y me estaba muriendo por entrar. Hasta que a Eric le ganó la risa. Y de repente allí estábamos otra vez, doblados de la risa y afuerita de Saks. ¿De quién era la magia? ¿De Eric, mía, de la tienda? Para qué me hago tonta. La magia sólo podía venir de toda esa lanza que yo ya no tenía, pero seguía con prisa por gastármela. Sólo de imaginarme los miles de carteras que iban a adelgazar ese día en esa tienda, sentía unos deseos perrísimos de entrar. Ya sé que es una estupidez vivir esperanzada en encontrarse un portafolios con un millón de dólares, pero eso es algo fácil de esperar en New York. Mínimo yo tenía la impresión de que pasaba todo el tiempo. Dinero que se pierde, o que se cae, o que cambia de manos cuando menos lo piensas. Entré a Saks con la idea de que me iba a pasar algo así. Ya sabrás, con el diablo pisándome los talones. Y Eric atrás, callado. Contento nada más de darme gusto.

Eran como las dos de la tarde. No traíamos dinero más que para patinar, y si acaso comprarnos unos hot dogs. Ésa era la tranquilidad de Superman, que Luisa no pudiera derrochar su dinero. Me decía: C’mon, let’s just go skating, pero yo andaba en otra frecuencia. Estábamos en uno de los pisos de arriba, entre la ropa de hombre. Y el inocente me pedía que no fuera a comprarle un regalo: Please, Violetta, mientras a un lado mío había un güey probándose un saco de los caros. Era un señor bajito, con tipo de extranjero, aunque en realidad casi ni lo vi. Lo único que Violetta no paraba de vigilar era el abrigo: el del saco lo había dejado en una silla, cerca de donde estaba Eric. No podía pensarlo mucho tiempo, tenía que irme directo sobre la presa. ¿Qué crees que hice? Le pedí a Eric muy amablemente que me lo pasara, y hasta le dije que era para mi papá. Y tanto le extrañó que me acordara de mi padre que nunca se fijó en lo que me estaba dando. No era un abrigo nuevo, ni de lejos. Pero Eric me lo dio y yo dije: Sí éste no se da cuenta, nadie más se va a dar.

El abrigo tenía como siete bolsas, casi todas vacías menos dos. En una había una manzana, que hasta pensé en robármela para divertir a Eric. Pero en la otra hallé un bulto de lo más amigable. Cuadrado, suavecito, gordo, como tenía que ser. Dejé el abrigo encima de un montón de ropa y me guardé el bultito debajo del suéter. Le dije a Eric: Let’s go now, y me fui casi que galopando a los elevadores. Pero no había ni uno con las puertas abiertas, y yo me iba a morir del nervio si me quedaba allí esperando como pinche zopenca. No lo pensé dos veces: me metí al baño de mujeres y dejé a Superman a cargo de la situación. Necesitaba sentir que el mundo todavía estaba en su lugar, jalar aire, checar cuánto dinero había en la cartera. Eric no me había visto, para él yo nada más estaba entrando al baño. Pensé: Me está esperando, por eso me quedé un ratote adentro. Y si, la billetera estaba llena, pero de cheques de viajero. Yo nunca había visto un cheque de viajero. Eran como cinco mil dólares, pero me daba miedo llevármelos. Había también un pasaporte alemán y tres billetes de diez marcos. Cuando me decidí a salir, tiré los cheques con todo y cartera al bote de basura. Guardé los treinta marcos en un zapato y el pasaporte dentro de los calzones. Ratera cheesy, ¿ajá? Me sentía pésimo, además. Sobre todo porque al salir no encontré a Eric. Tomé el elevador, llegué a la calle y no lo vi. Crucé la Quinta, fui hasta las escaleras de la plaza y nada. Entonces me senté y me dediqué a ver a los personajes de la postal, con una de esas envidias en las que mejor ni piensas porque seguro te sueltas chillando. Pensaba: Todas estas personas tienen algo que hacer en New York, y yo no. Eric me preguntaba por mis planes, y ni modo de confesarle que no había planes. Le decía: It’s a secret. You knows Violetta’s Secret. Pero también, ¿qué planes iba a tener? ¿Casarme? ¿Trabajar? ¿Estudiar? No, no, no. Mi único plan era seguir lejos de mi familia, y el lugar más lejano de mis papás era ése, New York. Pero New York tenía que ser algo mejor que estar ahí arranada como pordiosera, con treinta marcos dentro del zapato.

El botín lo cambié en el Plaza. Me senté en la cafetería y pedí un café con galletitas: ahí se fueron los marcos. De cualquier forma, no podía enseñárselos a Eric. Ni modo de contarle lo del robo, qué vergüenza. Total que me pasé la tarde entera caminando sola. Me imaginaba a Eric buscándome por todas partes, marcando nuestro número, vuelto loco por mí. Y entonces me sentía tan bien que hasta pensaba: Ya me toca seguirlo. Porque él me había seguido desde Laredo, lo había traído todo el tiempo tras de mí, hasta que me metí con la cartera al baño. Entonces me di cuenta que tenía que seguirlo, que Eric era lo único realmente bueno que me había pasado en la vida.

Al principio no me creyó nada. Tenía las mandíbulas trabadas del coraje. Por mucho que dijera que era de puro susto, que no podía imaginarme las angustias que había pasado por mí, era obvio que Eric temblaba de enojado. Lo habían tenido no sé cuántas horas encerrado en una bodega de Saks. Le dijeron que yo ya había confesado, que se iba a ir a la cárcel del Estado. Y él no sabía de qué mierdas le estaban hablando, pero podía irlo suponiendo: la ratera de Violetta había vuelto a atacar. Ya era casi de noche cuando lo soltaron, juraba que me habían llevado presa. Le expliqué como pude que yo no había hecho nada, que no tenía idea de lo que me hablaba. Lo abracé, le di besitos, me indigné y en fin: lo convencí. Quién sabe quién nos vio, y cómo, y dónde, pero desde el principio le preguntaron por your girlfriend No se les ocurrió ir a buscar al baño. No la vieron salir, ni subir al elevador, ni largarse a la calle: no sirven para nada los policías de Saks. Aunque igual por un rato no iba a poder volver: un obstáculo menos para el plan de austeridad. A menos que cambiara de peluca o me pintara el pelo, que por cierto cada día estaba más pinche lamentable.

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