Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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¿De manera que la muy puta lo había convertido en sapo, sólo para después largarse con su cerdo ratero y achacoso? Pig pasó varios meses mascando las raíces ácidas de un rencor sentimentalista a su pesar. Habría preferido no detestarla así, no añorar sus abrazos incomparablemente más que los patrocinios bancarios, no tirarse en el pasto a lloriquear por ella justo el día que cumplió treinta años.

No sentirse en la orilla de ese estúpido abismo, con más fuerzas para rendirse que para concebir cualquier tipo de salto. Pues si saltaba, ¿dónde iba a caer? ¿En El Amor, en La Novela, en El Futuro? Ninguno de esos tres tenía cara de existir sobre la Tierra cuando Pig resolvió que tampoco quedaba una historia por contar. Si el diablo finalmente se había llevado su alma, en la apostólica persona de Noemí, también se habría llevado a La Novela, como quien roba un Cadillac con la cajuela llena de carroña.

Start spreadíng the news…

Mis papás podían soportar que el cura se paseara en un carrazo, pero no que su hijita se quedara a vivir en New York. Aunque tampoco podían hacer mucho, yo estaba a punto de cumplir veinte años y ellos recién me habían localizado. Cuando agarré el teléfono y dije Hello? y oí que me decían: ¿Rosalba? se me fue todo el aire. Sentí un hueco espantoso en el estómago, las manos me temblaban con todo y reloj. Oía mi corazón. Y oía a mi papá, encabruñadísimo. Con cuatro años de bilis fermentados adentro. ¿Cómo podía ser posible que yo, su hija, hubiera cometido la canallada de robarles sus ahorros? ¿Y él quería que yo le explicara eso? Decidí que no había más que una manera de explicárselo, y le colgué. Una hija que le cuelga el teléfono a su propio padre bien puede ser capaz de dejarlo en la calle. Cada vez que sonaba, levantaba la bocina y colgaba sin oír nada. Rosalba. Me había dicho Rosalba a mí, que tenía cuatro años de ser Violetta. Y que ya no tenía ni uno de sus dólares.

En otras condiciones habría sido fácil escapármeles. Un año y medio antes, por ejemplo, podía cambiarme de casa y perdérmeles otros cuatro añitos. Porque un año y medio antes yo cambiaba de domicilio todos los días de la semana. Pero cuando llamó mi papá, no había otra forma de escaparme que colgando el teléfono. Digamos que de pronto no tenía en qué caerme muerta. Mi ropa, en todo caso. Mi reloj. Pero una no se cae muerta en su ropa, ni en su reloj. Eran las únicas pruebas que me quedaban de que yo no era pobre. Podía engañar a la gente, a los turistas, a los policías, pero nunca a New York.

Hay millones de lugares en los que te las puedes arreglar con cien mil dólares, pero no esperes que New York te crea ese cuento. Cien mil dólares podrían durarte más tiempo en Las Vegas que en New York. ¿Sabes a mí cuánto tiempo me duraron? Muchísimo: dos años quince días, y eso porque Clark Kent se dejó un rato puesto el traje de Superman. Aunque ya no gastaba igual que en Houston. De hecho nunca volví a gastar así. Porque New York desde que llegas te hace entrar en cintura. Cien bucks por una limo del aeropuerto, cuatrocientos más por un cuarto en el Plaza sin vista al Central Park, mil quinientos de dos faldas en Saks y no había ni pasado la semana cuando hicimos cuentas y ya habíamos gastado diez mil dólares. A los diez días Eric se puso a hacer los cálculos y me aventó en la cara un pronóstico espantoso: íbamos que volábamos para quebrar la empresa en mes y medio. Lo dijo todavía más horrible: Guess we’ be poor by Christmas. Poor, ¿me entiendes? Yo que había llegado en primera clase, y luego en Iimousine, y luego al Plaza, iba a ser una muerta de hambre en Navidad. Llevaba cuatro mil de hotel, dos de comidas, tres de tiendas, y eso que según yo estaba cuidando el dinero. Eric me lo explicó y yo me ofendí muchísimo. Tanto que me salí del cuarto huyendo. En lo que él se vistió para alcanzarme, yo ya estaba bien lejos de su texano alcance. Eran como las once, me había bañado media hora antes y Eric seguía en pijama. Un pijama de asteroides que yo le había comprado en Bergdorf Goodinan. Salí a la calle y lo primero que pensé fue: Hace frío. Y yo que me había comprado de todo menos ropa de invierno. Y no me la podía ya comprar. O sea no en Saks, ni en Bloomingdale’s, ni en ninguna de las tiendas que me habían hecho tan feliz por diez días. Aunque te digo que ya no me sentía rica. En New York nadie es rico. No suficientemente, ¿ajá? Siempre hay algo que no puedes tener. Y en cambio la ciudad te tiene, no te suelta. Te atrapa entre sus garras y te recuerda que eres una caquita de mosca flotando entre toneladas de toneladas de polvo. Y aun con lo poco que vale el polvo, la caquita de mosca es mil veces más barata. Porque en New York ni tu dinero es tuyo. Lo andas cargando, si, pero es de la ciudad. Cualquier cosa que cae sobre la superficie de New York es automáticamente newyorkina. O sea propiedad privada de New York. La ciudad no te adopta, te soborna. Te compra y te tira, por eso la quieres. Y querer así envicia, tú ya sabes. Yo sabía que lo más fácil era irme a otra ciudad en la que no me sintiera tan pobre con tantos miles de dólares, pero estaba enviciada con New York. No me iba a ir a ningún pueblo, ¿ajá? Y cuando vienes caminando por la Quinta y ves a un Santa Claus entrando en San Patricio y luego no ves nada porque estás entre cientos de fulanos que caminan todo el tiempo y acabas caminando rapidísimo, como ellos, puedes cerrar los ojos, pensar en Hollywood y decir: Pinche pueblo. No conocía Hollywood, pero no hacía falta. Yo estaba en el ombligo del mundo y no me iba a salir de ahí. Aunque eso sí, tenía que salirme del Plaza. Y por lo pronto tenía que caminar hasta que se me fuera el coraje. Me acuerdo que pensaba, enojadísima: ¿Qué les habría costado a mis papás robarse mínimo otro tanto? Cuando me di cuenta ya iba por la 32. Hice la resta: veintisiete cuadras. No se me había pasado el berrinche, pero digamos que había logrado transferirlo a México. Y ya con el coraje así de lejos volví a pensar en Supermán. Cada instante pensaba en Supermán. Y no podía soportar imaginarme que estaba a punto de perder mi capacidad de sorprenderlo. No digo que sólo con lana pudiera divertirlo. Cómo crees. Pero lo que si tengo que aceptar es que a mí sin dinero se me quita completamente lo divertida. Me vuelvo insoportable. Gruño. Muerdo. Araño. Soy uno de esos gatos callejeros que le clavan las uñas al primero que trata de acariciarlos. Aunque igual tengo la ventaja de que en esas condiciones soy el ser más sobornable del universo.

Pero Eric no podía sobornarme. Más bien yo era la que lo sobornaba a él. Era su Santa Claus, y estaba en quiebra. ¿Te imaginas qué triste? No hay cosa más no sé; desoladora que un Santa Claus quebrado. Y así era como estaba yo, sentadita a la entrada del Madison Square Garden. Echada sobre el piso, como pinche india. Mexican Santa Claus is going bankrupt. Shit, shit, shit. Me daba vueltas la cabeza viendo gente y gente que pasaba, todos con prisa, todos con algo urgente por hacer. Con lo que a mi me urgía encontrarme un millón de dólares. Y estaba allí tirada, pensando en Santa Claus formadito en la fila del Monte de Piedad. ¿ Cuánto me puede dar por la autopista? ¿ Ya vio que las muñecas también habían? Créame que tengo mucha necesidad Hasta que ya de plano me solté llorando, como niña chiquita. No sirvo ni para Santa Claus, decía. Y estaba así chillando en mi rinconcito cuando pasó un señor y me echó una moneda. Un quarter. Ya te imaginarás todo lo que lloré cuando lo levanté del piso. De esas veces que tienes que acomodarte, que hasta metes la cara dentro del suéter para seguir moqueando a gusto. Y ya no era siquiera por dinero. O sea, ni por el quarter, ¿ajá? Porque igual el fulano me había confundido con limosnera pero yo todavía tenía más de ochenta mil dólares guardados. Y es más, traía como mil encima. Pero ni modo que no me viniera algún remordimiento por todo lo que había hecho. Decía: soy una hija de La Chingada. Pero luego me consolaba: Las hijas de La Chingada no lloran, Violetta. Me ponía la palma de la mano entre la boca y el oído y me decía cosas, sin dejar de llorar. No tenía ni dos semanas en New York y la puta ciudad me estaba dando de patadas. No sé cómo explicártelo. Ya sé que lo más fácil habría sido decirme muchas veces: Tengo ochenta mil dólares. Pero para hacer primero que eso tendré callar las voces que me decían: No tienes familia. No tienes casa. No vas a tener novio cuando se acabe el dinero. De esas veces que tus ángeles y tus demonios se ponen todos de acuerdo para chingajoderte. Hasta que finalmente si acabé diciendo: Violetta, tienes ochenta mil dólares, y además tienes unas lágrimas que le sacan los quarters a la gente.

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