Con mis papás a veces me miraba en el suelo: jodida por los siglos de los siglos, condenada a vivir como coadicue. Por eso, apenas me escapé con su dinero, dije: Prohibidas las quejas. No podía lamentar la vida que me había escogido, que según yo era la mejor de todas: nunca pude entender cómo es que había historias donde los niños ricos eran infelices. Yo cada vez que me he sentido rica no he tenido problemas ni doliéndome las muelas. Todo lo malo llega siempre cuando los fondos se me acaban. Es horrible ver a alguien abriendo su cartera y sentir que los ojos se te van. Envidiar la cartera de un hijo de vecino, eso si que es para roñosos. Una vez, muy chiquita, se me infectó una herida en el pie izquierdo, tanto que no podía ni apoyarlo. Veía pasar a la gente por la calle y se me hacía raro que no cojearan, que el pie no les doliera igual que a mí. Quería con toda mi alma uno de esos pies sanos que servían para correr y caminar con la sonrisa en la boca. ¿Te gusta que te duelan los pies, la cabeza, las muelas? ¿Verdad que es un dolor que no te deja hacer nada? ¿Que te vuelve envidioso, resentido, intolerante, perverso, horroroso? Pues a mí eso me pasa con la escasez de lana. No aguanto la pobreza, carajo, no puedo soportarla.
¿Sabes cuánto gastamos en Houston? Más de veinte mil dólares. Nos pusimos guapísimos, eso sí. Aprendimos a patinar en hielo, caminamos como soldados, pedimos dos botellas de charripaña en el room service y nos rociamos casi la mitad encima. Compramos los boletos de primera clase por Air France: carísimos, pero ni modo de echarme pa atrás. Y al final ya no nos importaba que nos vieran. Con botellas de cien dólares y propinas de cincuenta dime quién se iba a quejar. Claro que ya sabíamos que todo eso tenía que acabarse, que un día íbamos a dejar de ser novios y ricos y felices, pero todo eso estaba en el futuro, y nada del futuro cabía en el presente, ¿ajá? Todavía el segundo día me salió con que todos esos dólares podían alcanzarnos por no sé cuántos años en Laredo, pero yo lo miré tan feo que no volvió a tocar el punto. Nada más eso me faltaba: que mi novio pensara igual que mis papás. Hay gente que es capaz de inventar cosas sensatas con dinero en la bolsa. Invierten, compran, venden, rentan, hacen más y más lana. En cambio a mi sólo se me ilumina el panorama cuando el dinero se me está acabando. Así como hay un angelito que me avisa cada vez que estoy a punto de irme hasta el mero fondo del despeñadero, tengo un diablo integrado que empieza a pensar rápido cuando ve que se agotan los billetes. No es un diablo guardián, es diablo-diablo. Hazte cuenta que estoy en la ruleta. No paro de apostar, ni de perder. Apuesto con las ganas de perderlo todo, y cuando estoy a punto de lograrlo se me ocurre algo para hacer más dinero y volver a apostarlo. El día que mis papás tuvieron lana la guardaron, la cuidaron, la agarraron cariño y ya ves: su hija se las bajó, enterita. Tengo una relación muy rara con el cash. Lo amo y lo desprecio. Puedo atreverme a cualquier cosa por tenerlo, puedo pasarme noches enteras contándolo, y a la primera oportunidad acabo con él. Finalmente, si no se va a quedar conmigo, no voy a darle el gusto de que sea él quien me abandone. El dinero sólo abandona a los jodidos. Y eso si no lo aguanto. Ya sé que es muy injusta, muy triste la pobreza, pero si me preguntan me siento más a gusto diciendo que ni la conozco, aunque eso sea nada más porque en cuanto la siento que se acerca le volteo la espalda. Por favor no permitas que tus lectores crean que alguna vez fui pobre. Y para que no quede duda, de una vez te digo que para mí eso de ser pobre no es injusto, ni triste, ni doloroso. Ser pobre es de mal gusto, punto.
Ya sé que soy una mamona. Y más ahorita que todavía te estoy contando de Houston. Déjame que lo goce, mientras dura. A lo mejor tendría que admitir que he sido pobre no sé cuántas veces, pero una cosa es ser y otra sentirse. Nunca en mi vida me he sentido pobre. No lo acepto. Si sólo tengo la mitad de la renta, voy y me gasto todo en cosas superfluísimas. Ser pobre es un horror que le pasa a cualquiera, pero de plano vivir como pobre es cosa de jodidos. He conocido tipos que andan en los mejores coches, con la ropa más cara, y no tienen ni para gasolina. ¿Cómo le hacen? No sé, es inexplicable. Supongo que hacen lo mismo que yo, que me siento a esperar el milagro. Dios proveerá, hijo mío. Y no te hablo de güeyes de treinta años; algunos tenían el doble, a veces más. La cuerda floja crea un hábito que ni el matrimonio arregla. He visto hombres casados, ya con hijos y nietos, viviendo como magos con dinero ajeno. ¿O tú crees que Ferreiro es otra cosa? Mira sus mancuernillas, su anillo, sus corbatas, esas camisas rosas con las que según él está guapísimo. No me digas que no se ve como padrote de segunda. Te lo dice Violetta, que lo conoce más que su mamá. Vieja puta, por cierto. A Rodolfo Ferreiro lo marea el dinero, le quita todo el piso. Necesita edificios de mentiras para seguir pegando el cuento del ejecutivo adinerado, confiable, padre de familia. Y eso es lo más cochino de todo, que se las dé de bueno sólo porque tiene una criada habilitada a última hora como esposa. La trata como puta, la ignora todo el tiempo, la obliga a comer huevo con frijoles mientras él le da al gato la mitad de sus angulas. Y todavía el muy cínico dice que a su mujer no le gustan esas cosas. A veces me dan ganas de ponerlo todo en un papel, sacarle muchas copias y mandárselas a sus conocidos. A clientes, empleados, a todos los que salen en su agenda. Tirarle su teatrito. A la gente le gusta creerse las mentiras, al final. Por eso de repente me pongo tan contenta cuando te hablo de Houston, porque ahí si nunca tuve que mentir. O más bien porque había muchos dólares que se encargaban de mentir por mí. Nunca le creas al dinero. A todos los engaña, pero a nadie tanto como al que lo trae cargando. Tú no sabes la cantidad de cosas que me creí por su culpa. Y lo peor no es creerlas, sino tener que convertirlas en verdades. Ferreiro me decía que las verdades son mentiras en edad madura. Yo creo que las verdades son putas intachables: lo que sería Violetta si se hubiera casado con una cucaracha como Ferreiro. Que debe haber millones, con lo baratas que son.
Pero me estoy perdiendo, andábamos en Houston. Sólo que de eso ya te conté todo. Lo que pueda faltarme tú puedes completarlo. Cuenta que entre las tiendas de la Gallería viví los primeros días felices de mi vida. Y explica por favor lo que yo considero un día feliz: veinticuatro horas inesperadas. O no sé, peligrosas, divertidas, indecentes, y de pronto imposibles. Que el día que te pongas a contarlas te pase lo que a mí. O sea que te trabes, y sonrías, y pongas todo el tiempo cara de imbécil. Sólo que no la imbécil que era feliz en Houston, sino la que seguramente fue tan insoportablemente afortunada que aquí está, de rodillas buscando las moronas del pan de hace mil años.
Así decían mis compañeras de la Secundaria Ejecutiva: moronas. Bola de pueblerinas bajadas de su kiosco a claxonazos de pick-up. No sabes los insultos tan buenos que les escribía. Mi papá tenía un estuche lleno de sellos con las letras del alfabeto. Yo usaba esos sellitos para hacer los mensajes que luego les dejaba en las mochilas. Les ponía las cosas más hirientes que se me ocurrían, y ya ves que la cosas como yo luego me pinto para eso. Les escribí: Dice Fulana que Mengana vive de las limosnas que dan a su hermanito. Y la onda era que el hermanito de Mengana tenía polio. Al final sospechaban de mí más que de nadie, pero no se les hizo agarrarme en la maroma. Además no tenía que ver directamente con la escuela, porque ya luego les mandaba los sobres a sus casas, por correo. Cuando no había nadie me escapaba de la casa y me iba lejos, lejísimos, a veces hasta Reforma, sólo para que el sobre viniera desde allá. Era muy cuidadosa, ¿ajá? Una cosa muy buena de no tener amigas es que no hay forma de caer en trampas. Lo observas todo siempre desde lejos, nadie sabe dónde andas, ni quién se huela lo que estás haciendo. Igual que tú en la agencia: un bicho raro con quien nadie se lleva. Un día se enteró la directora y hasta exigió que se entregara la culpable. Sí, cómo no, ahí te voy, vieja fofa malcogida. Luego dijo que ya la policía estaba examinando cada sobre. Lo único que logró fue que le mandara uno también a ella, pero con cada uno de sus apodos y los nombres de las que se los habían puesto. Unos los inventé en ese momento. ¿Sabes qué hizo, la muy hija de puta? Le echó la culpa a la que según yo le había puesto un apodo que ya no me acuerdo cómo iba pero trataba de que estaba gorda y vieja. Una chuza de apodo, no sé cómo se me olvidó. Un día aparecieron dos anónimos, a máquina, en la mochila de la niña. Los únicos que yo no había hecho. Y qué casualidad que fue la directora y se los encontró. Total que así logró expulsar a la primera. La segunda seguro iba a ser yo, pero ya no hubo tiempo porque me expulsé sola. De la escuela, de mi casa y del país. Bueno, del manicomio más que de mi casa. No quiero ni pensar lo que me habrían hecho si me agarran en lo de los anónimos. Aunque igual se enteraron de los dólares y no se cayó el mundo. Lo que nunca entendieron fue por qué les quitaron lo de la Cruz Roja.
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