Y en fin, que te decía que la bruja de este cuento traía a Eric dando vueltas entre calzones y brasieres de todos los sabores. Imagínate cómo se sentiría cuando se fue la empleada y lo metí de los pelos al probador. O sea, no estaba encuerada. Pero igual si me había quedado en ropa interior. Entonces que lo agarro y que cierro la puerta y que le doy un beso como de aspiradora. En el mero hociquito, ¿verdad?, si no qué chiste. Y el güey no supo ni qué hacer, hazte cuenta que yo era un violador y me estaba tronchiplanchando a una monjita. Pa que mejor me entiendas, sólo metió las manos para zafarse de mí. Ahora que si prometes no triturarte el hígado, te diré que una de esas manos, la derecha, qué casualidad, se me metió hasta dentro de la copa. Y yo sentí una cosa helada que me subía por la espalda. Hazte cuenta los hielos de un bloodymary.
No sé, me dio terror. Un terror delicioso, pero igual terror. Total que el beso no duró ni diez segundos, porque cuando Eric metió las manos yo no pude evitar soltarle una patada en el pinche epicentro de la calentura. Y de mis intereses, si lo ves fríamente. Le di un golpe espantoso. Y el pobrecito nada más sabía decir auch, auch, auch, auch. Gringuísimo hasta para doblarse del dolor. Y yo a medio encuerar, tapándole la boca porque si nos oían seguro que llamaban a Seguridad. Se calló, finalmente, pero afuera ya se oían voces de señoras. Ni modo de salir del probador con todo y Eric. Ni modo de dejarlo solo ahí. Y ni modo de no darte besitos, luego del patadón que le metí. Le decía, muy quedito: Are you hurt? Y él me decía: No, it’s ok, pero yo le insistía: Are you hurt? Y como hurt podía significar tanto herido como lastimado, digamos que la conversación se nos fue yendo de uno al otro lado. Porque lo que al principio quería decir: ¿Estás herido?, pasó a significar: ¿Estás sentido? Im hurt, puede querer decir que tienes madreado el cuerpo, o que quién sabe quién te tiene ardiendo el alma. Entonces te decía que al principio yo le preguntaba por el cuerpo y luego por el alma. Y después otra vez por el cuerpo. Con las mismas palabras, ¿ajá? Y también un discurso enterito en puro body language. No me enteré ni cómo, pero el susto nos lo quitamos con cariñitos. Primero en las mejillas, las orejas, el pelo, el cuello. Y ya luego del cuello los brazos, las piernas, y cuando me di cuenta ya estaba toda encima de él. Una cosa como de fuerza de gravedad, ni modo de evitarlo. Y él me besaba de ida y yo de vuelta y era como si en ese probador se fuera a acabar el mundo y tuviéramos que vivirlo todo en diez minutos. Y ni siquiera diez. Tres, cuatro, por mucho que ahí dentro parecieran eternos. Llegó un momento en que Eric empezó a jalonearme los tirantes, y yo decía yes, no, yes, no, no, no, yes, go on, Eric, dona rever stop, my love, todo muy quedito. Sabía que si nos agarraban en la mera maroma segurito dormíamos en la cárcel, y que a mí me iban a deportar y toda la función, y creo que lo mejor era eso: el miedo, la barda que te saltas porque te están saltando las ganas de no sabes qué, y todo el tiempo estás diciendo: Bueno, ya llegué hasta aquí, pero no puedo ir más lejos, y al minuto ya diste no sé cuántos pasos más. Llevaba un par de días de habérmele escapado a mi familia y ya tenía un fulano besuqueándome los senos en el probador de Saks. A lo mejor soy depravada de nacimiento, porque lo que más me excitaba del asunto era pensar: Soy rápida. Mínimo más que Superman, carajo. Aunque por muy veloz que fuera, igual tenía el otro pie en el freno. Deja que nos pudieran agarrar, lo que me convencía de ya no ir más lejos era pensar que Eric estaba como yo. No te voy a decir que había trazado un plan, pero si estaba preparando todo para su noche, la pequeña Violetta no iba a permitir que el inepto del Lobo la volviera a cagar. Yo podía no tener idea de mi papel encima de una cama, pero no era tan bestia para no sospechar que al probador de Saks le faltaba estatura para competir con un cuarto de doscientos veinte dólares. No es que sea una materialista, pero a ver: Cierra los ojos. Ahora conviértelos a pesos: no me digas que te los gastarías en tener a cualquier putilla bajo techo.
Pensaba: No me va a pasar nada, basta con que mis calzoncitos se queden donde están. Pero Eric no entendía, estaba como loco y me tocaba toda y bueno, yo no sé en qué momento se encueró el idiota. Eso como que nunca lo preví. Y para entonces ya la empleada había venido un par de veces a preguntarme si todo iba bien. Y Eric como que se quedaba congelado mientras yo contestaba: I am taking my time, thank you. Y otra vez arrancaba el revolcón. Ahora que lo pienso igual no fueron cuatro minutos. Tal vez diez, o hasta quince. Y es que con Supermán totalmente encuerado ya no tuve ni cómo meter freno. Metía velocidades, más bien. Y así fue como La Pequeña Violetta se estrenó. Con la boca cerrada. O callada, pues. Hechos los dos un ocho encima de la alfombra. Besándonos, sudando. Un cuento de hadas en el probador de Saks. Que es donde deberían suceder los cuentos de hadas.
No te voy a contar los detallines porque no son tu asunto. Invéntalos, si quieres. Sólo acuérdate de poner que Eric estaba como hipnotizado con mis senos, y que se me acercaba hasta el oído sólo para decirme que los seguía besando para estar bien seguro que eran de verdad. Y yo cómo iba a estar, orgullosísima. Por eso ni siquiera me importó que terminara en menos de un minuto. Igual que tú, ¿te acuerdas? Y estaba disculpándose conmigo así, quedito, en mi oído, cuando vino otra vez la puta empleada: Are you sure you‘re ok? Me dio un pavor horrible. Pensé: Ya está con policías. Ya nos vieron. Ya nos van a joder. Y Eric ya te imaginas: transparente como vampiro lampareado. Entonces que contesto: Sure, sure, I will buy everything. Como si en vez de preguntarme si me sentía bien me hubiera puesto una pistola en la cabeza: ¡Manos arriba!¡Me compra esos brasieres o la mato! Pero funcionó bien, porque dijo: Terrific, y se largó. Pero luego volvió con más ropita. O sea sugerencias. Y yo apenas le abría, con Eric en el suelo encueradito, entre fajos y fajos de billetes de cien. Una cosa preciosa, porque a la empleada ya le había salido lo lambiscona. Un ratito después salimos juntos, yo tapándolo a él. Pero no había nadie, todo tranquilísimo. Dijo que me esperaba en la calle y se salió. Ni siquiera en el mall; en la calle. Con su carita de calcomanía. Y yo pensaba: Nunca en su gringa vida se imaginó que iba a hacer esto en un vestidor de Saks, encima de tantísimo dinero. Cosas que se te ocurren para calmar los nervios, porque igual yo seguía mosqueadísima. Pagué la ropa y ya no les pedí que la mandaran al hotel. Como si a los empleados de Saks les hubiera importado si de verdad estábamos casados. En el fondo lo que tenía era prisa. Necesitaba ver a Supermán. Tenía que saber si era sensible a mi kryptonita, porque lo que es la suya me tenía loca.
Kryptonite on the rocks, no sé cuántas botellas. Superman se me había escondido entre dos coches, en cuclillas, listo para salir a curarme del bum-bum-bum que me subía del pecho a las orejas desde que dejé el mall y no lo vi en la calle. Gran error de mi parte, porque quien debería haber temblado era él. Pero te digo que todo iba rápido, no había mucho tiempo para pensar. Creo que él se escondió de puro tímido, y que yo lo busqué de puro ansiosa. Puede que lo buscara para no pensar: Acabo de perder Mi Honra en el probador de señoras. Yo, que era señorita cuando entré. Yo que había planeado que ésa iba a ser mi noche. Yo que ya estaba haciendo lo que no debía, o sea sentir cosquillas, escalofríos, sudar sólo de verlo saltar de entre los coches. ¿Creerás que ni siquiera me asustó? Sentía un miedo para el que no estaba preparada, tenía dos días con la paranoia de que en cualquier momento iba a perderlo todo. No me atrevía ni a gritar el nombre de Eric. Ni el de Clark, ni el de Superman. Ni ninguno de todos los nombrecitos que le había colgado en la cuarentaitantas horas que teníamos de conocernos. Una le inventa nuevos nombres a la gente para apropiarse de ella. Nombres con los que nadie más les llama, sólo tú. Porque sí Eric no hubiera sido Supermán, no dudes que yo habría acabado dándome el estrenón con cualquier Hombre Araña. Y finalmente ese estrenón había resultado milagroso. No lo podría contar aunque me hubiera sucedido ayer. Pero me fulminó, como a una mosca. No sé la cara que habré puesto cuando no lo encontré afuera del mall seguro sonreí como babosa cuando lo vi brincando, agitando los brazos, tartamudeando. Lo Lo Lo Lo, sin poder rematar porque algo le ganaba. Lois. Lois. Para él yo no era Luisa, sino Lois Lane. O Violetta. No sabía pronunciarlo de otra forma. O tal vez no quería. Y yo lo que quería era escuchar mi nombre como él lo pronunciaba. Crazy Ericsson, le decía. Un poco ñoña, claro, pero toma en cuenta que dos días antes yo era Superñoña. Una niñita tonta y tramposita que cada día rezaba para no ir a parar al manicomio. Que prometía cosas que no podía cumplir. No sé cuántos rosarios ofrecí. Total, nunca he sabido rezar un chingado rosario. Al final ya no pude ni cumplir la penitencia, pero igual le pedí a Eric que me enseñara el Padre Nuestro en inglés. ¿Te acuerdas que te dije que por primera vez entendía la palabra nosotros? Tan fuerte me pegaron los nosotrismos que hasta la fecha rezo el Padre Nuestro y pienso en Eric. Cada vez que decía: Our Father, me venía a la cabeza la misma idea. Que ese Padre que estaba en el Cielo era solamente nuestro. 0 sea de Eric y yo. De nadie más. Porque yo no aceptaba que el Padre al que le rezaba mi padre fuera el mismo al que le rezaba yo. No me convenía, ¿ajá? Necesitaba un Dios a mi medida. Un Dios con membresía en mi club. Uno que me escuchara solamente a mí. Que me ayudara a mí, no a ellos. Como ya lo había hecho y lo seguía haciendo. Era la única explicación que yo encontraba para que nada, o sea: nada de nada me saliera mal. Por mucha kryptonita que tomara. Por más que cada vez que me gastaba mil dólares el futuro se hiciera un poco más chiquito. Si, me estaba quemando el dinero como cualquier muerta de hambre, ¿y? Nunca lo habría podido hacer de otra manera. No sabía aguantarme, ni detenerme, ni arrepentirme. Nadie me había enseñado a eso. Siempre había trampolines esperándome, y yo ni cuando me caía resentía los golpes. Creo que me pasaba como a esa gente que es insensible a los dolores y trae toda la carne quemada y moreteada. Detesto que me compadezcan. Pobrecita Violetta, qué mal las ha pasado. Como si cuando a una le va de veras mal pudiera darse cuenta qué tan mal le está yendo.
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