Héctor Camín - El Error De La Luna

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El error de la luna es la historia de una familia los Gonzalbo -, donde el personaje central es la vida de la tía Mariana, y la búsqueda de su sobrina Leonor por encontrar la verdad de lo sucedido. De desenmarañar el secreto guardado en los pliegues de ese linaje de los Gonzalbo la vida de Mariana y un gran amor el de Lucas Carrasco.
El error de la luna es también una novela de mujeres enamoradas. Las Gonzalbo giran alrededor de la vida fracturada de Mariana, de sus distintas versiones, y de la obsesión que hereda Leonor, la joven sobrina a la búsqueda de un pasado que decide suyo, sintiéndose la heredera o reencarnación de la tía, al grado de hacerse obsesión. Ciertamente la novela te atrapa, en las historias de amor de Mariana, Lucas, la propia Leonor, Rafael Liévano, Carmen Ramos, la tía Cordelia, Angel Romano, Alina Fontaine y los abuelos Filisola y Ramón Gonzalbo, en el diseño trágico de sus vidas, en sus complicidades ante la fatalidad.
Veamos algunos avances de esta entretenida novela que te atrapa entre su lectura…

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– Por si las dudas -dijo Leonor.

– No hay, ningunas dudas -dijo Ramón Gonzalbo.

Camino al hotel, Leonor prendió un cigarrillo de marihuana, y otro cuando la mucama cerró -el portón de la cochera para dejarlos solos en la habitación. Se dejó hacer por Rafael Liévano, libre en las ondas lentas de la hierba, loca después, infatigable, cobrando palmo a palmo su soledad y su encierro. Volvieron a saber de sí ya noche adentro, y fumaron de nuevo antes de salir. Cuando llegaron, la disco terminaba su tanda vespertina y estaba rala, aguardando el aluvión de la jornada nocturna. Bebieron y bailaron como si hubieran bebido todo el día, cercados por la música y por la euforia de haberse reencontrado.

Quiero volver al hotel dijo Leonor cuando salieron, a las once.

Volvieron al hotel. Hicieron el amor y pidieron otro trago. Mientras llegaba, Rafael Liévano sacó una bachicha que le quedaba.

– Ni creas que me gustas -le dijo Leonor. -Lo hago porque no hay otro a la mano.

– Y yo porque ya me cansé de mi mano -dijo Rafael Liévano.

Se echaron a reír como dos idiotas, hasta que se les salieron los mocos y tuvieron que limpiarse con las sábanas.

Salieron casi a la una, encendidos y exhaustos.

– Quiero manejar -pidió Leonor.

– Pues maneja, Gonzalbo -accedió Rafael Liévano.

– Quiero manejar rápido. Y por tu culpa. -dijo Leonor. -Tú dijiste que me regresabas a las doce y qué horas son.

– La una y dieciséis, Gonzalbo.

– ¿Quién le dijo a mi abuelo que me iba a llevar a las doce?

– Yo -dijo Rafael Liévano.

– ¿De quién es la culpa entonces?

– Mía. Soy una mierda -aceptó Rafael Liévano.

– Entonces tengo que manejar yo, porque tú no eres confiable. Y además estás cansado de tus manos.

– De la derecha en particular -dijo Rafael Liévano. -Aunque también de la izquierda.

– Dame las llaves, entonces. Y nos vamos rapidísimo a explicarle todo al abuelo.

Le dio las llaves, salieron a la carretera y vinieron cantando hasta la última curva antes de entrar a la ciudad. Al terminar la curva había un letrero fosforescente que anunciaba reparaciones. Leonor perdió el control. Lo siguiente fue el coche metido como cuña en los taludes de una cuneta. Cuando los recogió la unidad de rescate media hora después, Rafael Liévano seguía inconsciente; tenía una herida de cuatro centímetros y una fisura craneana en el parietal derecho. El horror de la sangre y el dolor de una clavícula rota le impedían respirar a Leonor.

XIV

Lloró toda la noche en la cama solitaria del hospital, clavada por el dolor que subía de su hombro y por la sospecha de que Rafael Liévano había muerto y el cuerpo que alcanzó a ver en un pasaje del cuarto de terapia intensiva cuando exigió que se lo mostraran, era él pero no estaba vivo, sino puesto para engañarla esa noche y aplazar la notificación de la desgracia que le había anticipado su abuela Filisola, la desgracia que avanzaba hacia ella desde el fondo de la historia en que estaba atrapada, bajo el rencor helado de la luna y la antigua maldición de las estrellas.

Creyó y padeció eso hasta el amanecer, en que sonó el teléfono y entre brumas oyó la voz de ultratumba de Rafael Liévano diciendo con su inconfundible acento terrenal:

¿Qué andábamos haciendo en la carretera, Gonzalbo? No me acuerdo de nada. ¿Qué andábamos haciendo ahí?

– Fugándonos, idiota -dijo Leonor.

– Dice la enfermera que nos pusimos un santo madrazo. ¿Qué pasó?

– Te quisiste propasar conmigo -reclamó Leonor.

– En serio, Gonzalbo. Me duele la cabeza y no recuerdo nada. Lo último que recuerdo es que salimos de la disco.

– Yo te voy a recordar -dijo Leonor.

¿Cuándo? -dijo Rafael Liévano.

– Cuando pueda abrazarte sin que me duela -dijo Leonor, y sintió correr por sus mejillas dos lagrimones frescos, del tamaño de su alivio y de su gratitud.

Al colgar descubrió que en el sillón vecino dormía o fingía dormir su abuela Filisola. Salieron al mediodía del hospital rumbo a la casa y la escena temida de los reclamos, pero en la casa no hubo sino almohadas para su clavícula y mimos para su convalecencia, incluyendo la mano dura y tierna del abuelo Gonzalbo en su mejilla asegurándole que los huesos a su edad soldaban bien y en adelante podría decir que era una mujer con callo.

Poco antes de la cena llegó Cordelia. No la había visto en meses, desde su último altercado telefónico a propósito de su ocultación de Carmen Ramos y la novela de Carrasco. Pero Cordelia había tenido siempre el don de hacerle sentir que habían dormido juntas y que los siglos de secretos que mediaban entre ellas podían zanjarse con una sonrisa fraterna que reabría la complicidad de su trato, superior y anterior a cualquier diferencia.

¿Dónde te estaban besando cuando soltaste el volante? -preguntó luego de abrazarla, poniendo un ramo de gladiolas sobre su pecho encorsetado.

– En ninguna parte -murmuró Leonor.

– ¿Ni siquiera en la boca? -siguió Cordelia, mientras acercaba una silla y un cenicero.

– Venía un poquito borracha -confesó Leonor. -Pienso si así se mataron mis papás.

– Tu papá no era de tragos ni de traguitos -le dijo Cordelia. -Era un tedio de abstemio. Y no tuvo culpa de nada. Los embistió un trailer al que se le habían barrido los frenos a la salida de las Cumbres de Acutzingo, en Veracruz. Eso fue todo. Otro accidente.

– Son demasiados accidentes -dijo Leonor.¿Estuviste hablando con tu abuela, verdad?-la atajó Cordelia. -No sé cómo hace para darle a todo un toque esotérico. Todo el tiempo anda imaginándose que le tocó un destino raro y haciéndose la interesante con la extraña historia de las mujeres de la familia.

– No es una historia normal -dijo Leonor.

– Mira chiquita, si pones juntos los endriagos de cualquier familia, todas parecen un circo del destino -refutó, intolerante, Cordelia.-Y si las ves de cerca, a todas las familias acaba pasándoles lo peor. Todas son historias como de novela y es un llorar al final que ni los domingos en el cementerio. Por cierto, ya supe que estuviste con Carmen Ramos y que viste a Lucas Carrasco.

¿Qué tiene que ver? -dijo Leonor.

– Nada. Los asocié porque son como muertos para mí. Los tengo registrados en el libro de fiambres. El caso es que como tú me hablaste de Carmen Ramos, la fui a ver y me contó. La dejaste encantada, como si hubiera reencontrado a Mariana, me dijo. Pero esto es lo que tienes que entender, y qué bueno que te accidentaste porque ahora en la convalecencia puedo venir a decírtelo y me puedes oír. El asunto es este: tú no eres Mariana, mi amor. No te me confundas en eso. Tú eres Leonor, su sobrina, muy distinta de tu tía aunque seas igualita, y muy ajena a todas las esoterias genealógicas de tu abuela en torno a las vampíricas Gonzalbo. ¿Ya me entendiste?

– Sí.

– Entendido esto, quiero saber: ¿qué patrañas te contaron Carmen y Carrasco de tu tía?

– Me contaron la última noche que estuvo mi tía en su departamento, cuando fueron a recogerla tú y mis abuelos -dijo Leonor, y agregó los detalles.

– Una pésima escena -admitió Cordelia. -De muy mal gusto habértela contado, pero así fue. ¿Y qué te contó Lucas Carrasco?

– Su amor por mi tía -dijo Leonor. -Y cómo nunca entendió por qué mi tía no quiso vivir con él.

– Eso es una mentira como el Himalaya -saltó Cordelia.

– Me sonó sincero -dijo Leonor.

– Pero es falso -arrasó Cordelia. -Lucas Carrasco nunca quiso vivir con Mariana.

– Mi tía Mariana tampoco quiso con él -dijo Leonor. -Según Carmen Ramos, se iba con otros en presencia de Lucas.

– Eso es el colmo -dijo Cordelia. -¿No te contó Carmen Ramos de sus pleitos con Lucas por lo mal que él trataba a Mariana?

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