¿Por qué tenemos estos problemas? Se lo pregunté a Morrie. Después de esperar siete años hasta que pedí a Janine que se casara conmigo, me preguntaba si las personas de mi edad estábamos siendo, sencillamente, más prudentes que las de antes, o si éramos sencillamente más egoístas.
– Bueno, tu generación me da lástima -dijo Morrie-. En esta cultura, es muy importante encontrar una relación de amor con otra persona, porque una buena parte de la cultura no nos aporta eso mismo. Pero los pobres chicos de hoy son demasiado egoístas para participar en una verdadera relación de amor, o bien se lanzan al matrimonio apresuradamente y se divorcian seis meses más tarde. No saben lo que quieren de un compañero. No saben quiénes son ellos mismos, y así ¿cómo van a saber con quién se casan?
Suspiró. Morrie había, dado consejos a muchos enamorados infelices en sus años de profesor.
»Es triste, porque tener una persona amada es muy importante. Te das cuenta de eso sobre todo cuando estás pasando una época como yo, cuando no estás muy bien. Los amigos son estupendos, pero los amigos no van a estar aquí por la noche cuando estás tosiendo y no puedes dormir y alguien tiene que pasarse la noche en vela a tu lado, animarte, intentar serte útil.»
Charlotte y Morrie, que se habían conocido de estudiantes, llevaban casados cuarenta y cuatro años. Yo los veía juntos ahora, cuando ella le recordaba que tenía que tomarse las medicinas, o entraba a acariciarle el cuello, o le hablaba de uno de sus hijos. Trabajaban en equipo, y con frecuencia no necesitaban más que una mirada callada para comprender lo que pensaba el otro. Charlotte era una persona reservada, a diferencia de Morrie, pero yo sabía cuánto la respetaba él, pues a veces, cuando hablábamos, decía: «A Charlotte no le gustaría que yo contase eso», y ponía fin a la conversación. Eran las únicas ocasiones en que Morrie se callaba algo.
– Una cosa he aprendido acerca del matrimonio -dijo después-. Te pone a prueba. Descubres quién eres, quién es la otra persona, y de qué manera te adaptas o no te adaptas.
– ¿Existe alguna regla para determinar si un matrimonio va a funcionar?
Morrie sonrió.
– Las cosas no son tan sencillas, Mitch.
– Ya lo sé.
– Con todo -dijo-, existen algunas reglas acerca del amor y del matrimonio que sé que son verdaderas. Si no respetáis a la otra persona, vais a tener muchos problemas. Si no sabéis transigir, vais a tener muchos problemas. Si no sabéis hablar abiertamente de lo que pasa entre vosotros, vais a tener muchos problemas. Y si no tenéis un catálogo común de valores en la vida, vais a tener muchos problemas. Vuestros valores deben ser semejantes.
»Y ¿sabes, Mitch, cuál es el mayor de esos valores?
– ¿Cuál?
– Vuestra fe en la importancia de vuestro matrimonio.
Se sorbió la nariz y cerró los ojos un momento.
»Personalmente -dijo con un suspiro, con los ojos todavía cerrados-, creo que el matrimonio es una tarea muy importante, y que si no lo pruebas te estás perdiendo una barbaridad de cosas.»
Puso fin al tema citando la poesía en que creía como en una oración: «Amaos los unos a los otros o pereceréis».
– Bien, una pregunta -digo a Morrie. Sujeta con los dedos huesudos sus gafas sobre el pecho, que le sube y le baja con cada respiración trabajosa.
– ¿Cuál es la pregunta? -dice.
– ¿Recuerdas el libro de Job?
– ¿De la Biblia?
– Eso es. Job es un buen hombre, pero Dios le hace sufrir. Para poner a prueba su fe.
– Lo recuerdo.
– Lo despoja de todo lo que tiene, de su casa, de su dinero, de su familia…
– De su salud.
– Lo pone enfermo.
– Para poner a prueba su fe.
– Eso es. Para poner a prueba su fe. Entonces, me pregunto…
– ¿Qué te preguntas?
– ¿Qué opinas de eso?
Morrie tose violentamente. Le tiemblan las manos mientras él las deja caer junto a sus costados.
– Creo que a Dios se le fue la mano -dice, sonriendo.
Hablamos de nuestra cultura
«Péguele más fuerte.»
Doy una palmada en la espalda de Morrie.
– Más fuerte.
Le doy otra palmada.
– Cerca de los hombros… ahora abajo.
Morrie, vestido con pantalón de pijama, estaba tendido en la cama sobre su costado, con la cabeza apoyada firmemente en la almohada, con la boca abierta. La fisioterapeuta me estaba enseñando a aflojar a golpes el veneno que tenía en los pulmones, cosa que por entonces había que hacer regularmente, para impedir que se endureciera, para que siguiera respirando.
– Siempre… supe… que querías… pegarme… -dijo Morrie, jadeando.
– Sí -le respondo, devolviéndole la broma mientras golpeo con el puño la piel de alabastro de su espalda-. ¡Ésta, por el notable que me pusiste en tercer curso! ¡Zas!
Todos nos reímos, con la risa nerviosa que sobreviene cuando el diablo está al alcance del oído. Aquella escenita habría sido encantadora si no fuera lo que sabíamos todos, la gimnasia final antes de la muerte. La enfermedad de Morrie ya estaba peligrosamente próxima a su punto de rendición, sus pulmones. Había predicho que se moriría ahogado, y yo no podía imaginarme una manera más terrible de morirse. A veces cerraba los ojos e intentaba absorber el aire por la boca y por la nariz, y parecía que estuviera intentando izar un ancla.
Al aire libre hacía un tiempo como para salir con chaqueta, principios de octubre; las hojas secas estaban recogidas en montones en los prados de West Newton. La fisioterapeuta de Morrie había llegado hacía un rato, y yo solía retirarme cuando él tenía que reunirse con enfermeras o con especialistas. Pero con el transcurso de las semanas, al agotarse nuestro tiempo, cada vez me producía menos incomodidad la vergüenza de lo físico. Quería estar allí. Quería observarlo todo. Aquello no se ajustaba a mi manera de ser, pero la verdad es que tampoco se ajustaban muchas otras cosas que habían pasado en aquellos últimos meses en casa de Morrie.
De modo que vi a la fisioterapeuta trabajar con Morrie en la cama, golpearle las costillas por la espalda, preguntarle si sentía que se le aflojaba la congestión por dentro. Y cuando ella se tomó un descanso, me preguntó si quería probar. Dije que sí. Morrie, con la cara hundida en la almohada, esbozó una sonrisa.
– No muy fuerte -dijo-. Soy un viejo.
Le golpeé la espalda y los costados, desplazándome según las instrucciones de la fisioterapeuta. Me desagradaba la idea de que Morrie estuviera en la cama en cualquier circunstancia -me resonaba en los oídos su último aforismo, «cuando estás en la cama, estás muerto»-, y acurrucado sobre su costado, era tan pequeño, estaba tan consumido, que tenía un cuerpo de niño más que de hombre. Veía la palidez de su piel, las pocas canas sueltas, el modo en que le colgaban los brazos, sueltos e impotentes. Pensé cuánto tiempo dedicamos a intentar dar forma a nuestros cuerpos, levantando pesas, haciendo flexiones, y al final la naturaleza nos lo quita todo en cualquier caso. Sentía bajo mis dedos la carne flácida que rodeaba los huesos de Morrie, y lo golpeaba con fuerza, tal como me decían. La verdad es que le estaba dando puñetazos en la espalda cuando preferiría estar dando puñetazos en la pared.
– Mitch -dijo Morrie, jadeando, con una voz que saltaba como un martillo pilón cuando yo le daba un puñetazo.
Читать дальше