Mitch Albom - Martes Con Mi Viejo Profesor

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Martes con mi viejo profesor refleja todos los valores humanos a la perfección, encerrando en él una lección de vida para todos, ya que nos narra el testimonio de las repetidas visitas durante cada martes, entre Mitch Albom y su viejo profesor, Morrie Schwartz, al cual le han diagnosticado una terrible enfermedad terminal, la ELA. A través de estos encuentros llenos de conexión y complicidad ambos, alumno y maestro, intercambian ideas y reflexionan sobre la muerte, la familia, el perdón o el amor entre otros temas de la vida cotidiana, encerrando así una enseñanza subliminar fruto de un extraordinario testamento espiritual que nos ayudará a encontrarnos a nosotros mismos a la vez que nos instará a reflexionar sobre nuestra vida de la mano de un hombre que depende por completo de los demás, pero que luchará hasta el final con el mayor optimismo. Esta fabulosa obra está llena de sencillez, pero a la vez, cargada de emoción y vitalidad, es uno de esos relatos que hacen que te plantees la vida, de los que dejan huella, y de los que dificilmente se olvidan.

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– Estoy comenzando a tomarle afecto.

Y era verdad. Koppel ya decía que Morrie era «amigo suyo». Mi viejo profesor había inspirado compasión incluso a la gente del mundo de la televisión.

En la entrevista, que tuvo lugar una tarde de viernes, Morrie llevaba puesta la misma camisa del día anterior. Por entonces sólo se cambiaba de camisa cada dos días, y aquel era el día segundo, de modo que ¿por qué iba a cambiar su costumbre?

A diferencia de las dos sesiones anteriores entre Koppel y Schwartz, aquella se realizó por entero en el despacho de Morrie, donde Morrie se había, convertido en prisionero de su sillón. Koppel, que besó a mi viejo profesor al saludarlo, tenía que apretarse junto a la librería para poder ser visto por el objetivo de la cámara.

Antes de empezar, Koppel le preguntó por la marcha de la enfermedad.

– ¿Vas muy mal, Morrie?

Morrie levantó débilmente una mano hasta la mitad del vientre. Sólo llegaba hasta allí.

Koppel entendió la respuesta.

La cámara empezó a rodar y comenzó la tercera y última entrevista. Koppel preguntó a Morrie si tenía más miedo ahora que la muerte estaba cerca. Morrie dijo que no; a decir verdad, tenía menos miedo. Dijo que estaba abandonando en parte el mundo exterior, que no pedía que le leyeran el periódico tanto como antes, que no prestaba tanta atención al correo como antes, y que, por el contrario, estaba escuchando más música y contemplando los cambios de color de las hojas a través de su ventana.

Morrie sabía que otras personas padecían ELA, algunas famosas, tales como Stephen Hawking, el eminente físico autor de Historia del Tiempo. Éste vivía con un agujero en la garganta, hablaba por medio de un sintetizador informático, escribía las palabras moviendo los párpados ante un sensor que recogía el movimiento.

Aquello era admirable, pero Morrie no quería vivir así. Dijo a Koppel que cuando fuera el momento de despedirse, lo sabría.

– Ted, para mí vivir significa poder responder ante la otra persona. Significa poder manifestar mis emociones y mis sentimientos. Hablar con el otro. Sentir con él…

Suspiró.

»Cuando falte eso, faltará Morrie.»

Hablaron como amigos. Tal como había hecho en las dos entrevistas anteriores, Koppel le preguntó por «el viejo test de la limpieza del culo», esperando quizás una respuesta humorística. Pero Morrie estaba demasiado cansado para sonreír siquiera. Sacudió la cabeza.

– Cuando me siento en el inodoro, ya no puedo sentarme erguido. Me caigo constantemente, de modo que tienen que sujetarme. Cuando he terminado, me tienen que limpiar. Hasta ahí ha llegado.

Dijo a Koppel que quería morir con serenidad. Formuló su último aforismo: «No abandones demasiado pronto, pero no te aferres demasiado tiempo».

Koppel asintió con la cabeza, dolorosamente. Sólo habían pasado seis meses entre el primer programa de «Nightline» y aquél, pero Morrie Schwartz era, claramente, una forma hundida. Se había descompuesto ante el público de la televisión nacional, como una miniserie de una muerte. Pero al irse pudriendo su cuerpo, su carácter brillaba con más fuerza todavía.

Hacia el final de la entrevista, la cámara encuadró a Morrie -Koppel no salía siquiera en la imagen, sólo se oía su voz en off-, y el entrevistador preguntó a mi viejo profesor si quería decir algo a los millones de personas a las que había conmovido. Aunque su intención no fue aquélla, yo no pude evitar pensar en el momento en que a un condenado a muerte le preguntan si quiere decir unas últimas palabras.

– Sed compasivos -susurró Morrie-. Y sed responsables los unos de los otros. El mundo sería un lugar mucho mejor con sólo que aprendiésemos estas lecciones.

Respiró, y después añadió su mantra:

»Amaos los unos a los otros, o moriréis.»

Se puso fin a la entrevista. Pero, por algún motivo, el cámara siguió rodando y se recogió una última escena en la película.

– Lo has hecho muy bien -dijo Koppel.

Morrie sonrió débilmente.

– Te he dado lo que tenía -susurró.

– Siempre lo das.

– Ted, esta enfermedad me está golpeando el espíritu. Pero no se adueñará de él. Se adueñará de mi cuerpo. No se adueñará de mi espíritu.

Koppel estaba al borde de las lágrimas.

– Has estado bien.

– ¿Lo crees así?

Morrie levantó los ojos al techo.

«Estoy negociando con Él, el de arriba, ahora mismo. Le estoy preguntando: «¿Se me concede un puesto de ángel?»

Era la primera vez que Morrie reconocía que hablaba con Dios.

El duodécimo martes

Hablamos del perdón

«Antes de morir, perdónate a ti mismo. A continuación, perdona a los demás.»

Esto sucedía pocos días después de la entrevista de «Nightline». El cielo estaba lluvioso y oscuro, y Morrie estaba cubierto con una manta. Yo estaba sentado junto al extremo de su sillón, sujetándole los pies desnudos. Estaban retorcidos y llenos de callos, y tenía las uñas de los dedos amarillas. Yo tenía un pequeño bote de pomada y tomé un poco en las manos y me puse a aplicarle un masaje en los tobillos.

Era otra de las cosas que había visto hacer a sus asistentes durante meses enteros, y ahora, en un intento de agarrarme a lo que pudiera de él, me había brindado a hacerlo yo. La enfermedad había dejado a Morrie incapaz de mover siquiera los dedos de los pies, pero todavía podía sentir el dolor, y los masajes contribuían a aliviárselo. Además, por supuesto, a Morrie le gustaba que lo cogieran y lo tocaran. Y por entonces yo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que estuviera en mi mano para hacerlo feliz.

– Mitch -dijo, volviendo al tema del perdón-, no tiene sentido guardarse la venganza ni la terquedad. Son cosas -suspiró-, son cosas que lamento mucho en mi vida. El orgullo. La vanidad. ¿Por qué hacemos lo que hacemos?

Mi pregunta había versado acerca de la importancia del perdón. Yo había visto esas películas en que el patriarca de la familia está en su lecho de muerte y llama a su lado al hijo que había repudiado para poder hacer las paces con él antes de morir. Me pregunté si Morrie tenía dentro algo así, una necesidad repentina de decir «lo siento» antes de morir.

Morrie asintió con la cabeza.

– ¿Ves esa escultura? -dijo, indicándome con la cabeza un busto que estaba colocado en un lugar alto, en una estantería de la pared del fondo de su despacho. En realidad, yo no me había fijado nunca en ella. Era el rostro, fundido en bronce, de un hombre de poco más de cuarenta años, con corbata y con un mechón de pelo que le caía sobre la frente.

– Ese soy yo -dijo Morrie-. Un amigo mío lo esculpió hace cosa de treinta años. Se llamaba Norman. Pasábamos mucho tiempo juntos. Íbamos a nadar. Hacíamos excursiones a Nueva York. Me invitó a su casa de Cambridge, y esculpió ese busto mío en su sótano. Tardó varias semanas en esculpirlo, pero quería hacerlo bien.

Estudié el rostro. Era raro ver a un Morrie en tres dimensiones, tan sano, tan joven, que nos contemplaba mientras hablábamos. Aun en bronce tenía un aspecto juguetón, y pensé que su amigo había esculpido también un poco de espíritu.

– Bueno, y ahora llega la parte triste de la historia -dijo Morrie-. Norman y su mujer se trasladaron a Chicago. Un poco después, Charlotte, mi mujer, tuvo que someterse a una operación bastante grave. Norman y su mujer no se pusieron en contacto con nosotros. Yo sé que se habían enterado. Charlotte y yo estábamos muy dolidos porque no nos llamaron nunca para interesarse por su estado. De modo que dejamos de tratarnos con ellos.

»Al cabo de los años me encontré con Norman varias veces y él siempre quería reconciliarse, pero yo no lo acepté. Su explicación no me satisfacía. Yo tenía orgullo. Me lo quitaba de encima.»

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