Mitch Albom - Martes Con Mi Viejo Profesor

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Martes con mi viejo profesor refleja todos los valores humanos a la perfección, encerrando en él una lección de vida para todos, ya que nos narra el testimonio de las repetidas visitas durante cada martes, entre Mitch Albom y su viejo profesor, Morrie Schwartz, al cual le han diagnosticado una terrible enfermedad terminal, la ELA. A través de estos encuentros llenos de conexión y complicidad ambos, alumno y maestro, intercambian ideas y reflexionan sobre la muerte, la familia, el perdón o el amor entre otros temas de la vida cotidiana, encerrando así una enseñanza subliminar fruto de un extraordinario testamento espiritual que nos ayudará a encontrarnos a nosotros mismos a la vez que nos instará a reflexionar sobre nuestra vida de la mano de un hombre que depende por completo de los demás, pero que luchará hasta el final con el mayor optimismo. Esta fabulosa obra está llena de sencillez, pero a la vez, cargada de emoción y vitalidad, es uno de esos relatos que hacen que te plantees la vida, de los que dejan huella, y de los que dificilmente se olvidan.

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»Haz las cosas que te salen del corazón. Cuando las hagas, no estarás insatisfecho, no tendrás envidia, no desearás las cosas de otra persona. Por el contrario, lo que recibirás a cambio te abrumará.»

Tosió e intentó coger la campanilla que estaba en la silla. Tuvo que tantearla varias veces, y por último la cogí yo y se la puse en la mano.

– Gracias -susurró. La agitó débilmente, intentando llamar a Connie…

– A ese tal Ted Turner -dijo Morrie-, ¿no se le pudo ocurrir ninguna otra cosa que escribir en su lápida?

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Cada noche, cuando me duermo, me muero. Y a la mañana siguiente, cuando me despierto, renazco.

MAHATMA GANDHI

картинка 49

El noveno martes

Hablamos de cómo perdura el amor

L as hojas habían empezado a cambiar de color y hacían del viaje a través de West Newton un retrato de oro y herrumbre. Allá en Detroit, el enfrentamiento laboral se había estancado, pues cada uno de los bandos acusaba al otro de falta de comunicación. Las noticias de la televisión eran igualmente deprimentes. En una zona rural de Kentucky, tres hombres habían arrojado pedazos de una lápida desde un puente, habían destrozado el parabrisas de un coche que pasaba y habían matado a una muchacha adolescente que viajaba con su familia en una peregrinación religiosa. En California, el juicio de O. J. Simpson se aproximaba a su desenlace, y todo el país parecía obsesionado. Hasta en los aeropuertos se habían instalado televisores conectados con la CNN para que uno pudiera enterarse de la marcha del caso de O. J. mientras se dirigía a la puerta de embarque.

Yo había intentado varias veces llamar a mi hermano, que estaba en España. Le había dejado mensajes diciéndole que tenía verdaderos deseos de hablar con él, que había estado pensando mucho en él y en mí. Algunas semanas más tarde recibí un breve mensaje en que decía que todo iba bien pero que, sintiéndolo mucho, no tenía ganas de hablar de su enfermedad.

Lo que estaba hundiendo a mi viejo profesor no era hablar de su enfermedad sino la enfermedad misma. Desde mi última visita, una enfermera le había insertado un catéter en el pene por el que salía la orina, que pasaba por un tubo y se recogía en una bolsa que estaba al pie de su sillón. Sus piernas necesitaban atenciones constantes -todavía podía sentir el dolor, aunque no podía moverlas; era otra de las crueles paradojas de la ELA-, y si no tenía los pies suspendidos a una distancia precisa de los bloques de gomaespuma, sentía como sí le estuvieran pinchando con un tenedor. A mitad de una conversación, Morrie tenía que pedir a sus visitas que le levantasen el pie y que se lo movieran sólo dos centímetros, o que le colocasen la cabeza para que encajara mejor en el hueco de las almohadas de colores. ¿Os imagináis lo que es no poder mover la cabeza?

En cada visita parecía que Morrie se iba fusionando más con su sillón, que su columna vertebral adquiría la forma del sillón. Con todo, insistía todas las mañanas en que lo levantaran de la cama y lo llevaran en la silla de ruedas a su despacho, en que lo depositaran allí entre sus libros y sus papeles y con el hibisco del alféizar. De una manera muy suya, encontraba algo de filosófico en aquello.

– Lo resumo en mi último aforismo -me dijo.

– Dímelo.

– Cuando estás en la cama, estás muerto.

Sonrió. Sólo Morrie era capaz de sonreír por una cosa así.

Había recibido llamadas de la gente del programa «Nightline» y del propio Ted Koppel.

– Quieren venir a hacer otro programa conmigo -dijo-. Pero dicen que quieren esperar.

– ¿A qué? ¿A que estés dando el último suspiro?

– Puede ser. En todo caso, no me falta tanto.

– No digas eso.

– Perdona.

– Eso me fastidia: que quieran esperar a que te consumas.

– Te fastidia porque te preocupas por mí.

Sonrió.

»Mitch, es posible que se estén sirviendo de mí para crear un pequeño drama. Está bien. Es posible que yo también me esté sirviendo de ellos. Me ayudan a transmitir mi mensaje a millones de personas. No podría conseguirlo sin ellos ¿verdad? De modo que es un acuerdo.»

Tosió, y la tos se convirtió en un largo gargarismo que terminó con otra flema en un pañuelo de papel arrugado.

– En todo caso -dijo Morrie-, yo les dije que más les valía no esperar demasiado o ya no tendré voz. Cuando esto me llegue a los pulmones, puede resultarme imposible hablar. Ya no puedo hablar mucho tiempo sin tener que descansar. Ya he anulado las citas con muchas personas que querían hablar conmigo. Son muchos, Mitch. Pero estoy demasiado fatigado. Si no puedo ofrecerles la atención adecuada, no puedo ayudarles.

Miré la grabadora sintiéndome culpable, como si le estuviera robando el tiempo precioso de habla que le quedaba.

– ¿Quieres que lo dejemos? -le dije-. ¿Te vas a cansar demasiado?

Morrie cerró los ojos y sacudió la cabeza. Parecía que estaba esperando a que se le pasara un dolor callado.

– No -dijo por fin-. Tú y yo tenemos que seguir. Es nuestra última tesina juntos, ya lo sabes.

– Nuestra última tesina.

– Nos interesa hacerlo bien.

Pensé en la primera tesina que habíamos preparado juntos, en la universidad. Había sido idea de Morrie, por supuesto. Me había dicho que yo tenía la preparación suficiente para preparar una tesina, cosa que yo no me había planteado nunca.

Y aquí estábamos, haciendo lo mismo una vez más. Empezando por una idea. Un moribundo habla a un vivo, le dice lo que debe saber. Esta vez yo tenía menos prisa por terminar.

– Ayer me hicieron una pregunta interesante -dijo ahora. Morrie, mirando por encima de mi hombro un tapiz que estaba a mi espalda, hecho de retazos con mensajes llenos de esperanza que sus amigos le habían cosido cuando cumplió setenta años. Cada retazo del tapiz contenía un mensaje diferente: AGUANTA HASTA LA META; LO MEJOR ESTÁ POR LLEGAR; ¡MORRIE, SIEMPRE EL NÚMERO 1 EN SALUD MENTAL!

– ¿Qué pregunta es ésa? -le pregunté.

– Si me preocupaba que me olvidasen tras mi muerte.

– ¿Y bien? ¿Te preocupa?

– Creo que no me preocupará. Tengo a muchas personas que se han relacionado conmigo de maneras estrechas, íntimas. Y el amor es lo que te hace seguir vivo, aun después de que te hayas ido.

– Parece la letra de una canción: «El amor es lo que te hace seguir vivo».

Morrie se rió entre dientes.

– Puede ser. Pero, Mitch, ¿y todo lo que estamos hablando? ¿No oyes a veces mi voz cuando estás en tu casa? ¿Cuando estás solo? ¿En el avión, quizás? ¿En tu coche, quizás?

– Sí -reconocí.

– Entonces, no me olvidarás cuando me haya ido. Piensa en mi voz, y yo estaré allí.

– Que piense en tu voz.

– Y si quieres llorar un poco, está bien.

Morrie. Había querido hacerme llorar desde que yo era estudiante de primer año.

– Uno de estos días te voy a impresionar -me decía.

– Sí, sí -respondía yo.

картинка 50

– Ya he decidido lo que quiero que escriban en mi lápida -me dijo.

– No quiero hablar de lápidas.

– ¿Por qué? ¿Te ponen nervioso?

Me encogí de hombros.

– Podemos olvidarlo.

– No, no, sigue hablando. ¿Qué has decidido?

Morrie chascó los labios.

– Había pensado en esto: «Maestro Hasta el Fin».

Esperó a que yo lo asimilara.

– Maestro Hasta El Fin.

– ¿Es bueno? -me preguntó.

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