Mitch Albom - Martes Con Mi Viejo Profesor

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Martes con mi viejo profesor refleja todos los valores humanos a la perfección, encerrando en él una lección de vida para todos, ya que nos narra el testimonio de las repetidas visitas durante cada martes, entre Mitch Albom y su viejo profesor, Morrie Schwartz, al cual le han diagnosticado una terrible enfermedad terminal, la ELA. A través de estos encuentros llenos de conexión y complicidad ambos, alumno y maestro, intercambian ideas y reflexionan sobre la muerte, la familia, el perdón o el amor entre otros temas de la vida cotidiana, encerrando así una enseñanza subliminar fruto de un extraordinario testamento espiritual que nos ayudará a encontrarnos a nosotros mismos a la vez que nos instará a reflexionar sobre nuestra vida de la mano de un hombre que depende por completo de los demás, pero que luchará hasta el final con el mayor optimismo. Esta fabulosa obra está llena de sencillez, pero a la vez, cargada de emoción y vitalidad, es uno de esos relatos que hacen que te plantees la vida, de los que dejan huella, y de los que dificilmente se olvidan.

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– Sí -dije yo-. Muy bueno.

картинка 51

Llegó a encantarme el modo en que Morrie se iluminaba cuando yo entraba en la habitación. Lo hacía con muchas personas, ya lo sé, pero tenía el don especial de conseguir que cada visitante sintiera que aquella sonrisa era única.

– Aaaah, es mi amigo -decía cuando me veía, con aquella voz nebulosa y aguda. Y aquello no quedaba en el saludo. Cuando Morrie estaba contigo, estaba contigo de verdad. Te miraba directamente a los ojos y te escuchaba como si fueses la única persona en el mundo. ¿Cuánto mejor se llevarían las personas si su primer encuentro de cada día fuera así, en vez del gruñido de una camarera, de un conductor de autobús o del jefe?

– Creo en estar plenamente presente -dijo Morrie-. Esto significa que debes estar con la persona con la que estás. Ahora que estoy hablando contigo, Mitch, intento centrarme sólo en lo que está pasando entre los dos. No pienso en algo que dijéramos la semana pasada. No pienso en lo que voy a hacer este viernes. No pienso en hacer otro programa con Koppel ni en la medicación que estoy tomando.

»Estoy hablando contigo. Estoy pensando en ti.»

Yo recordaba que nos solía enseñar esta idea en la asignatura de Procesos de Grupos en Brandeis. En aquellos tiempos yo lo había desdeñado, pensando que aquello no era digno del programa de una asignatura universitaria. ¿Aprender a prestar atención? ¿Qué importancia podía tener aquello? Ahora sé que es más importante que casi todo lo que nos enseñaron en la universidad.

Morrie me pidió con un gesto que le diera la mano, y al dársela sentí un arranque de culpabilidad. Allí tenía a un hombre que, si quería, podía dedicar todos los momentos del día a la autocompasión, comprobar con las manos el estado de descomposición de su cuerpo, a contar su respiración. Hay muchas personas con problemas mucho menores que están tan absortas en sí mismas que se les ponen los ojos vidriosos si les hablas durante más de treinta segundos. Ya tienen otra cosa en la cabeza: un amigo al que tienen que llamar, un fax que tienen que enviar, un amante con el que están soñando. Sólo recuperan la atención plena de golpe cuando terminas de hablar, momento en el que dicen «ajá» o «sí, es verdad» e improvisan hasta llegar al momento presente.

– Una parte del problema, Mitch, es la prisa que tiene todo el mundo -dijo Morrie-. Las personas no han encontrado sentido en sus vidas, por eso corren constantemente buscándolo. Piensan en el próximo coche, en la próxima casa, en el próximo trabajo. Y después descubren que esas cosas también están vacías, y siguen corriendo.

– Cuando empiezas a correr, es difícil ir más despacio -dije yo.

– No es tan difícil -dijo él, sacudiendo la cabeza-. ¿Sabes lo que hago yo? Cuando alguien quería pasar por delante de mí en la carretera (cuando yo podía conducir), levantaba la mano…

Intentó hacerlo, pero la mano se levantaba débilmente, sólo un palmo.

»…levantaba la mano, como si fuera a hacer un gesto negativo, pero entonces les saludaba con la mano y sonreía. En vez de hacerles un corte de mangas, les dejas pasar y les sonríes.

»Y ¿sabes una cosa? Muchas veces me devolvían la sonrisa.

»La verdad es que no me hace falta ir con tanta prisa con mi coche. Prefiero dedicar mi energía a la gente.»

Hacía esto mejor que nadie que yo hubiera conocido nunca. Los que se sentaban a su lado veían que se le humedecían los ojos cuando hablaban de algo terrible, o que le chispeaban de placer cuando le contaban un chiste francamente malo. Siempre estaba dispuesto a manifestar abiertamente la emoción que tanto solía faltarnos a los de mi generación de la época del baby boom . Se nos da de maravilla la charla intranscendente: «¿A qué te dedicas?» «¿Dónde vives?» Pero ¿cuántas veces escuchamos actualmente de verdad a una persona -sin intentar venderle algo, ni ligártela, ni ganártela, ni conseguir a cambio algún tipo de reconocimiento social-? Creo que muchas personas que visitaron a Morrie en los últimos meses de su vida no se animaron a venir por la atención que querían prestarle a él sino por la atención que él les prestaba a ellas. A pesar de su dolor y de su deterioro personal, aquel viejecillo les escuchaba como siempre habían querido que les escuchara alguien.

Le dije que era el padre que todos quisieran haber tenido.

– Bueno -dijo él-, tengo alguna experiencia en ese terreno…

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La última vez que vio Morrie a su padre fue en un depósito de cadáveres municipal. Charlie Schwartz era un hombre callado al que le gustaba leer el periódico, solo, a la luz de una farola de la avenida Tremont, en el Bronx. Cuando Morrie era pequeño, Charlie salía a dar un paseo todas las noches, después de la cena. Era un ruso pequeño, de tez rojiza y con una buena mata de pelo gris. Morrie y su hermano David se asomaban a la ventana y lo veían apoyado en la farola, y Morrie deseaba que entrase en casa a hablar con ellos, pero rara vez lo hacía. Tampoco los arropaba en la cama ni les daba las buenas noches con un beso.

Morrie juraba siempre que haría aquellas cosas con sus hijos si alguna vez los tenía. Y, años después, cuando los tuvo, las hizo.

Mientras tanto, mientras Morrie criaba a sus hijos, Charlie seguía viviendo en el Bronx. Seguía dándose su paseo. Seguía leyendo el periódico. Una noche, salió a la calle después de cenar. A pocas manzanas de su casa, lo asaltaron dos atracadores.

– Danos el dinero -dijo uno, sacando una pistola.

Charlie, asustado, tiró la cartera y echó a correr. Corrió por las calles, y no dejó de correr hasta que llegó a la escalera de acceso a la casa de un pariente suyo, en cuyo porche se derrumbó.

Tenía un ataque al corazón.

Murió aquella noche.

Llamaron a Morrie para que identificara el cadáver. Viajó a Nueva York en avión y fue al depósito de cadáveres. Lo llevaron al sótano, a la sala refrigerada donde se guardaban los cadáveres.

– ¿Es éste su padre? -le preguntó el empleado.

Morrie contempló el cadáver que estaba tras el vidrio, el cuerpo del hombre que le había reñido, lo había moldeado y le había enseñado a trabajar, que había guardado silencio cuando Morrie quería que hablase, que había dicho a Morrie que se tragase los recuerdos de su madre cuando él quería compartirlos con el mundo.

Asintió con la cabeza y se marchó. Como contaría más tarde, el horror de la sala le absorbió todas sus demás funciones. No lloró hasta varios días más tarde.

Con todo, la muerte de su padre ayudó a Morrie a prepararse para la suya propia. Sabía una cosa: habría muchos abrazos, besos, conversaciones y risas, y no quedaría ningún adiós por decir; tendría todas las cosas que había echado de menos con su padre y con su madre.

Morrie quería estar rodeado de sus seres queridos, conscientes de lo que le estaba pasando, cuando llegase el último momento. Nadie se enteraría por una llamada de teléfono, ni por un telegrama, ni tendría que asomarse a una ventanilla de vidrio en un sótano frío y desconocido.

картинка 53

En la selva tropical de América del Sur hay una tribu llamada desana cuyos miembros consideran que en el mundo hay una cantidad fija de energía que fluye entre todas las criaturas. Por lo tanto, todo nacimiento debe engendrar una muerte, y toda muerte produce un nuevo nacimiento. Así se conserva completa la energía del mundo.

Cuando los desanas van de caza para conseguir alimentos, saben que los animales que maten dejarán un vacío en el pozo espiritual. Pero creen que ese vacío se llenará con las almas de los cazadores desanas cuando mueran. Si no murieran hombres, no nacerían aves ni peces. Esta idea me gusta. A Morrie también le gusta. Parece que cuanto más se acerca a la despedida, más siente que todos somos criaturas de un mismo bosque. Lo que tomamos debemos reponerlo.

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