Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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Llegué al café Británico a las dos y media de la mañana. Habría unas seis o siete mesas ocupadas, el doble de lo que era usual a esa hora. Vi a los habituales jugadores de ajedrez, a un par de actores que volvían del teatro y a un compositor fracasado de rock que templaba acordes sueltos en la guitarra. Advertí que todos ellos se movían con ansiedad, como los pájaros en vísperas de un temblor de tierra, pero ni yo ni nadie habría sabido en aquel momento decir por qué.

Esa noche avancé apenas en la escritura de mi tesis y, cuando me di cuenta de que todo salía mal, traté de leer algunos libros sobre cultura subalterna, pero ni siquiera podía concentrarme para tomar notas. La idea de quitar a Bonorino de en medio para que el Tucumano pudiera armar su exhibición del aleph no me dejaba en paz. Aunque yo hacía casi todo lo que el Tucumano me pedía, lo que de verdad ansiaba era tener el sótano para mí. En mis ráfagas de sensatez, me daba cuenta de que la existencia del aleph era ilusoria. Se trataba de una ficción de Borges, que sucedía en un edificio demolido más de medio siglo atrás. "Me estoy volviendo loco", dije, "me falta un jugador." Apartaba la idea a manotazos y ella regresaba a mí. Aun contra toda noción de realidad, yo creía que el aleph estaba debajo del último escalón del sótano y que, si me acostaba decúbito dorsal en el piso, podría verlo como lo veía Bonorino. Sin el aleph, el bibliotecario no habría podido dibujar con tanta exactitud el vientre de un Stradivarius ni reproducir el instante en que Borges se besó con Estela Canto en el parque Lezama. Era una esfera indestructible y fija en un punto único del universo. Si la pensión fuera alcanzada por un rayo o Buenos Aires desapareciera, el punto seguiría allí, quizás invisible para los que no supieran verlo pero no por eso menos real. Borges había sido capaz de olvidarlo. A mí me atormentaba incansablemente.

Mis días habían sido hasta entonces rutinarios y felices. Por las tardes me sentaba en los cafés y visitaba las librerías de viejo; en una de ellas conseguí una primera edición de Elderly Dallan Poets, de Dante Gabriel Rossetti, por seis dólares, y el volumen de Samuel Johnson sobre Shakespeare publicado por Yale a un dólar cincuenta, porque las tapas estaban rotas. Desde antes de que yo llegara, la desocupación crecía sin freno y miles de personas estaban liquidando sus bienes y yéndose del país. Algunas bibliotecas centenarias se vendían por su peso en kilos, y a veces las compraban libreros de lance que no tenían idea de su valor.

Me gustaba también ir al café de El Gato Negro, en la calle Corrientes, donde me adormecían el olor del orégano y el del pimentón, o instalarme junto a la ventana de El Foro para ver pasar a los abogadillos y su cortejo de escribientes. Los sábados prefería la vereda soleada de La Biela, frente a la Recoleta, donde todas las frases felices que se me ocurrieron para la disertación fueron destrozadas por la intrusión de los mimos y por aterradores espectáculos de tango en el espacio que se abría ante la iglesia del Pilar.

A veces, hacia las diez de la noche, me dejaba caer por La Brigada , en San Telmo. Al frente había un mercado que cerraba tarde y era añejo como el siglo que habíamos dejado atrás. En los zaguanes de entrada estaban apostadas hileras de bolivianas con sus atavíos coloridos vendiendo bolsas de especias misteriosas que tendían sobre un paño. Dentro, en el dédalo de galerías, se codeaban los kioscos de juguetes y los escaparates de botones y puntillas, como en un zoco árabe. El núcleo de la manzana estaba repleto de medias reses que colgaban de sus ganchos junto a parvas de riñones, tripas y morcillas. En ningún otro lugar del mundo las cosas han conservado tanto el sabor que tenían en el pasado como en esta Buenos Aires que, sin embargo, ya no era casi nada de lo que había sido.

Siempre es difícil encontrar un lugar vacío en La Brigada . Para demostrar que la carne es tierna, los mozos la cortan con el canto de las cucharas, y vale la pena cerrar los ojos cuando el primer bocado roza la lengua, porque así la felicidad hiende la memoria y se queda en ella. Cuando no quería cenar solo, me acercaba a las mesas de los directores de cine y actores y poetas que se reunían allí, y les pedía que me permitieran acompañarlos. Ya había aprendido cuándo era oportuno hacerlo y cuándo no.

En noviembre empezó el calor. Hasta los chiquilines que andaban de un lado a otro con carretillas cargadas de cartones viejos, para venderlos luego a diez centavos el kilo, se sacaban las penas del alma y silbaban unas músicas tan buenas que uno podía reclinar la cabeza en ellas: los pobres chicos metían la mano en el bolsillo y lo único que encontraban era el buen tiempo, que les bastaba para olvidar por un momento la bestial cama donde no dormirían esa noche.

Cuando llegué a La Brigada vi a un par de galancitos de televisión en una mesa junto a la ventana. Valeria estaba con ellos y, por los dibujos que trazaba sobre una hoja de papel, me pareció que les explicaba los pasos del tango. No había vuelto a encontrarla desde la noche de mi llegada, pero su cara era inolvidable porque me recordaba a mi abuela materna. Me saludó con entusiasmo. Noté que se aburría y esperaba que algo o alguien la rescatara.

– Estos dos chabones tienen que bailar mañana en una película y ni siquiera saben distinguir una ranchera de una milonga, -me dijo. Ambos asintieron, como si no la hubieran oído.

– Lleválos a La Estrella o La Viruta o como ese lugar se llame esta noche, -contesté. Me volví hacia los galanes y les dije: Valeria es la mejor. Vi cómo le enseñaba a un japonés de piernas arqueadas. A las tres de la mañana bailaba como Fred Astaire.

– Ella es mucho mayor que nosotros, advirtió uno, tontamente. Las mujeres mayores no me calientan, y así no puedo aprender.

– Mayores o jóvenes, todos somos de mismo tamaño en la cama, dije, copiando a Somerset Maugham o tal vez a Hemingway.

La conversación languideció y durante algunos minutos Valeria trató de mantenerla viva hablando de La ciénaga, una película argentina que le recordaba las histerias y negligencias de su propia familia, y que por eso mismo seguía perturbándola. Los galancitos, en cambio, se habían retirado antes de que terminara: Graciela Borges actúa como una diosa, pero no pudimos aguantar que en cada escena hubiera tantos perros, dijeron. Ladraban todo el tiempo, y hasta el cine olía a cagada de perro.

Preferían El hijo de la novia, con la que habían llorado a mares. Yo no estaba al día con las últimas películas y no pude intervenir. Me gustaban las obras maceradas por el tiernpo. Tanto en Manhattan como en Buenos Aires frecuentaba las salas de arte y los cineclubes, donde conocí maravillas de las que nadie tenía memoria. En una salita del teatro San Martín vi en un solo día La fuga, una joya argentina de 1937 que durante seis décadas se creyó perdida, y Crónica de un niño solo, que no era inferior a Los cuatrocientos golpes. Una semana más tarde, en un ciclo del Malba, descubrí un cortometraje de 1961 llamado Faena, en el que las vacas eran desmayadas a martillazos y luego despellejadas vivas en el matadero. Entendí entonces el verdadero sentido de la palabra barbarie y durante una semana entera no pude pensar en otra cosa. En Nueva York, una experiencia como ésa me habría convertido en vegetariano. En Buenos Aires era imposible, porque fuera de la carne casi no hay otra cosa que comer.

Poco después de las once, Valeria y sus alumnos pidieron la cuenta y se pusieron de pie. Debían filmar al día siguiente desde el alba, y aún necesitaban practicar dos o tres horas. Cuando se despidieron, yo no esperaba ya nada más de la noche, pero uno de los actorcitos me sorprendió:

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