Tomás Martínez - El Cantor De Tango
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– Tenemos que ir al fin del mundo sin dormir, che. La Recova de Liniers, imagináte. Nos habían citado al mediodía, pero después se avivaron que estaba reservada. Nos ganó de mano un cantor contrahecho. El boludo ése, ¿cómo se llama?, dijo, chasqueando los dedos.
– Martel, -respondió el otro galán.
– ¿Julio Martel?, -pregunté.
– Ése. ¿Quién lo conoce?.
– Es un gran cantor, -lo corrigió Valeria. El mejor después de Gardel.
– Eso lo decís vos sola, -insistió el actorcito que no se calentaba con ella. Nadie entiende lo que canta.
La ansiedad no me dejó trabajar ni dormir. Por primera vez el azar me permitía anticipar el sitio donde Martel iba a dar uno de sus recitales privados. Después de ver Faena, podía conjeturar por qué había elegido las recovas, tres edificios de dos plantas, con una sucesión de arcadas conventuales en el frente, que habían empezado a construirse el mismo día en que se inauguró el Palacio de Aguas. El portal del norte servía en el pasado de acceso a las playas de matanza y al viejo mercado de hacienda, donde al amanecer se remataban las vacas destinadas al consumo. En 1978, la dictadura había cerrado y demolido el matadero. En las cuarenta hectáreas de su predio se construyó un laboratorio farmacéutico y un parque de recreo, pero las reses seguían llegando al mercado contiguo en camiones con acoplado, desembarcaban en los corrales y eran vendidas por lotes, a tanto el kilo.
La calle de las recovas había cambiado de nombre muchas veces y cada quien la llamaba como quería. A comienzos del siglo XX, cuando el sitio era conocido como Chicago, y los degolladores sólo usaban cuchillos importados de esa ciudad carnicera, los que se aventuraban por allí le decían Calle Décima. En las parroquias estaba inscripta como San Fernando, en recuerdo de un príncipe medieval que sólo comía carne vacuna. Los rematadores que se reunían tras la ochava azul y rosa del bar Oviedo, justo enfrente de las recovas, siguieron diciéndole Tellier hasta hace poco, en homenaje a un francés, Charles Tellier, que transportó por primera vez carne congelada a través del Atlántico. Desde 1984, sin embargo, se llama Lisandro de la Torre, por el senador que desenmascaró los monopolios de los frigoríficos.
No hay mapas confiables de Buenos Aires, porque las calles cambian de nombre de una semana a la otra. Lo que un mapa afirma, otro lo niega. Las direcciones orientan y al mismo tiempo desconciertan. Por miedo a perderse, alguna gente no se aleja sino a diez o doce manzanas de su casa en toda la vida. Enriqueta, la encargada de mi pensión, por ejemplo, jamás llegó al lado oeste de la avenida 9 de Julio. "Para qué", me ha dicho. "Quién sabe lo que podría pasarme."
Cuando terminé de comer en La Brigada fui hacia el café Británico sin detenerme en mi cuarto, como era la costumbre. Estaba urgido por ordenar mis notas sobre la película Faena y ver si en los rituales del matadero encontraba alguna explicación para la presencia de Martel en las recovas, al mediodía siguiente. Según el corto, siete mil vacas y terneros subían todas las mañanas por una rampa hacia la muerte. Antes, habían vadeado una laguna en la que se bañaban a medias y avanzado entre chorros de mangueras que completaban la limpieza. En lo alto de la rampa, una compuerta se cerraba a sus espaldas y los separaba en grupos de tres o cuatro. Entonces caía sobre la cerviz de cada uno de ellos un martillazo brutal, descerrajado por un hombre con el torso desnudo. Rara vez fallaba el golpe. Los animales se desplomaban y casi al instante eran lanzados desde una altura de dos metros sobre un piso de cemento. Que ninguno de ellos sintiera la inminencia de la muerte era esencial para la delicadeza de la carne. Cuando una vaca adivina el peligro, el terror la endurece y sus músculos se impregnan de un sabor agrio.
A medida que las reses caían de la rampa, seis o siete maneadores iban ciñendo las patas con un cable de acero y encajándolas en un gancho mientras un contrapeso las levantaba en vilo, cabeza abajo. Los movimientos debían ser veloces y precisos: los animales estaban vivos todavía y, si despertaban del desmayo, ofrecían una resistencia de locura. Una vez colgados, avanzaban en una cinta sinfín, a razón de doscientos por hora. Los degolladores los esperaban ante la noria, con los cuchillos enhiestos: una puntada certera en la yugular, y eso era todo. La sangre saltaba a chorros hacia un canal donde iría coagulándose para ser aprovechada. Lo que seguía era atroz y me parecía impensable que Martel quisiera cantar a ese pasado. Las reses eran despellejadas, abiertas en canal, despojadas de sus vísceras y entregadas, ya sin cabeza ni patas, a los cuarteros, que las dividían por la mitad o en trozos.
Así sucedía también en 1841, cuando Esteban Echeverría escribió El matadero, el primer cuento argentino, en el que la crueldad con el ganado es la réplica de la bárbara crueldad que en el país se ejerce con los hombres. Aunque el matadero no está ahora detrás de las recovas y se ha diseminado en decenas de frigoríficos, fuera del perímetro urbano los ritos del sacrificio no han cambiado. Sólo se ha añadido otro paso de danza, la picana, que consiste en dos polos de cobre a través de los cuales se lanza una descarga eléctrica. Cuando se aplica sobre el lomo de los animales, la picana va arreándolos hacia las rampas de sacrificio. En 1932, un comisario de policía llamado Leopoldo Lugones, hijo del máximo poeta nacional -su homónimo-, advirtió que el instrumento era eficaz para torturar a los seres humanos, y ordenó ensayar las descargas en el cuerpo de los presos políticos, eligiendo las zonas blandas donde el dolor puede ser más intolerable: los genitales, las encías, el ano, los pezones, los oídos, las fosas nasales, con la intención de aniquilar todo pensamiento o deseo y de convertir a las víctimas en no personas.
Escribí una lista de esos detalles con la esperanza de encontrar el indicio que llevaba a Martel a cantar ante el viejo matadero, pero aunque los repasé una y otra vez no supe verlo. Alcira Villar me habría dado la clave, pero entonces yo no la conocía. Ella me diría después que Martel trataba de recuperar el pasado tal como había sido, sin las desfiguraciones de la memoria. Sabía que el pasado se mantiene intacto en alguna parte, en forma no de presente sino de eternidad: lo que fue y sigue siendo aún será lo mismo mañana, algo así como la Idea Primordial de Platón o los cristales de tiempo de Bergson, aunque el cantor jamás había oído hablar de ellos.
Según Alcira, el interés de Martel por los espejismos del tiempo comenzó en el cine Tita Merello, un día de junio, cuando fueron a ver juntos dos películas de Carlos Gardel filmadas en Joinville, Melodía de arrabal y Luces de Buenos Aires. Martel había observado a su ídolo con tanta intensidad que por momentos sintió -dijo entonces- que él era el otro. Ni siquiera la pésima proyección de las películas lo había desilusionado. En la soledad de la sala, cantó en voz baja, a dúo con la voz de la pantalla, dos de los tangos, Tomo y obligo y Silencio. Alcira no advirtió la menor diferencia entre un cantor y otro.
– Cuando Martel imitaba a Gardel, era Gardel, - me dijo. Cuando se empeñaba en ser él mismo, era mejor.
Volvieron a ver las dos películas al día siguiente en la función de la tarde y, al salir, el cantor decidió comprar las copias en video que se vendían en un negocio de Corrientes y Rodríguez Peña. Durante una semana no hizo otra cosa que repetirlas en el televisor, dormir de a ratos, comer algo, y volver a verlas, me contó Alcira. Las detenía para observar el paisaje rural, los cafés de la época, las verdulerías, los casinos. A Gardel, en cambio, lo escuchaba embelesado, sin pausas. Cuando todo terminó, me dijo que el pasado de las películas era un artificio. El timbre de las voces se conservaba casi tan nítido como en las grabaciones que rehacían los estudios, pero el alrededor era cartón pintado y, aunque lo que veíamos era el mismo cartón del día en que lo filmaron, la mirada lo iba degradando, como si en el tiempo hubiera una fuerza de gravedad incorregible. Ni aun entonces dejó de pensar, me dijo Alcira, que el pasado estaba intacto en alguna parte, tal vez no en la memoria de las personas, como podríamos suponer, sino fuera de nosotros, en un sitio impreciso de la realidad.
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