Juan Saer - Palo y hueso

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Los cuatro relatos que integran el volumen de Palo y Hueso fueron escritos entre 1960 y 1961 y aparecieron publicados en Buenos Aires por primera vez en 1965, editados por Camarda Junior y constituyen otra muestra más de la percepción de la realidad en la obra del autor.
El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.

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– Dora -dijo- Yo quisiera… este día… hoy…

Se calló la boca. El rostro le temblaba.

Dora se echó sobre él y comenzó a llorar nuevamente. La sentía temblar y palpitar contra su cuerpo, apoyó la cara contra el cabello de Dora, palmeándola suavemente en el hombro.

– Bueno, Dora -dijo-. Bueno.

Dora dejó de llorar, no de golpe, sino lentamente. Un automóvil se aproximaba en dirección opuesta, los faros encendidos, cegándolo. Al pasar junto a ellos una voz de hombre gritó algo, una palabra que la velocidad y el ruido del motor hicieron estallar y dispersarse en el mismo momento de ser pronunciada. Al final quedó inmóvil contra su cuerpo, sin llorar ni palpitar, respirando profundamente.

– A Coria lo odio, le tengo miedo -dijo de pronto.

No dijo más nada. Después sencillamente se incorporó, se secó las lágrimas con el pañuelo floreado, sonrió débilmente colgándose de su cuello y lo besó en la boca. Lo besó varias veces: en la boca, en los ojos, en las mejillas.

Él reía y la besaba.

– Vamos a alguna parte -murmuró Dora mientras estaba besándolo-. No tengo miedo. Vamos al camino. No, al camino no. Tengo ganas. No tengo miedo. Por aquí nomás. Vamos a bajar a la playa.

– Sí, sí -respondió mientras la besaba, mientras la acariciaba, moviendo la cabeza como si las palabras de Dora interrumpieran la delicada tarea que estaba realizando al parecer con sumo cuidado. Apagó la luz del velocímetro, estirando el brazo por detrás del cuerpo de Dora, sin siquiera levantar la cabeza.

– Vamos -dijo.

Abrió la portezuela y descendió. Dora descendió por el otro lado. El aire estaba quieto y levemente grávido, algo tibio. Dora rodeó el Chevrolet por la parte trasera y se acercó a él; caminaron hacia los pinos. El cuerpo de Dora palpitaba y temblaba, despedía un aroma cálido, y él lo sentía caminando de su brazo hacia los pinos, detrás de cuya angosta fronda negra brillaba la luz blanca y dura de la luna.

– Estás temblando -dijo.

– Sí -murmuró Dora-. Estoy ardiendo.

El miró con lentitud hacia el río: una parte de su superficie refractaba el resplandor lunar. El agua parecía verde o negra, densa y pesada.

– Te quiero, Dora -dijo.

– Sí-dijo Dora. Lo abrazó y lo apretó contra su cuerpo. Estaban bajo los pinos.

– No -dijo-. Aquí no, Vamos a la playa.

– Donde sea -dijo Dora-. Vamos.

Los pinos se alzaban sobre una pequeña barranca. Unos metros más allá una ancha escalinata de concreto descendía a la playa, extensa y blanca. Descendieron la escalinata. Sobre la orilla se divisaba la silueta de dos o tres botes amarrados a la costa. El agua batía contra ellos produciendo un sonido breve e incansable, repetido rítmicamente. Algo se movió en la costa, en el agua: era un caballo que en determinado momento restalló al resplandor lunar; bebía en la orilla. Después se alejó por el agua, con un chapoteo lento y pesado. Hacia el sur eran visibles las luces rojas del puente y a través del

río, en la lejanía, las luces de Paraná, agrupadas a una regular altura, emitiendo un velado resplandor sobre el negro horizonte del cielo. El aire parecía más fresco cuando comenzaron a caminar sobre la arena. La barranca proyectaba una estrecha franja oscura sobre la playa. Caminaron hacia allí.

– Te quiero, Dora -repitió.

– Aquí -dijo Dora-. Sentémonos.

Se detuvieron bajo la sombra de la barranca. Ahora recordó a Coria, de nuevo. "Me va a quitar el taxi", pensó, y otra vez fue invadido por aquel aire cálido, envolvente, melifluo, expandiéndose por su pecho y sus brazos, un aire fluyendo sin ninguna palabra, y la corriente de la inundación, arrastrando animales ahogados, maderas podridas, tocando la inmóvil arena visible, dejó un cuerpo sólido antes de continuar; dejó escoria; y él pensó: "Al fin de cuentas no es más que una puta. Está caliente. Cuando vea que puede conmigo va a tratar de probar con cualquier otro". Ahora no temblaba; al parecer ni siquiera respiraba. Miró a Dora: el rostro ancho y carnal, la sonrisa rígida, abstraída pero ardiente, una sonrisa conteniendo provisoriamente el futuro inmediato, que parecía emitir en la penumbra unos destellos malévolos. Dora lo abrazó; lo ahogaba.

– Un momento, Dora. Por favor un momento, Dora.

Se separó de ella y se quedó mirándola.

– Sí -rió Dora, sentándose sobre la arena.

Estaba decidiendo. Era claro, había hecho un aparte para decidir, y aunque sabía que interiormente el conflicto estaba resuelto, y que él no era capaz de animarse a reconocerlo, debió todavía recordar a Dora llorando en el automóvil para comprender que era claro que la guerra había comenzado y que, haciendo un aparte para decidir, él había estado a punto de perder la primera batalla.

Comenzó a respirar jadeando y se aproximó a Dora. Dora se abrazó a sus piernas, se arrodilló, y apoyó el rostro contra su vientre. Dios mío, pensó, está de rodillas, quiere humillarse, me parece que yo debería… Se dejó deslizar hasta la arena, con rapidez. Tumbó con suavidad a Dora, jadeando, y se echó sobre ella. Comenzó a mover las manos de un modo valeroso, inevitable y frenético.

Más tarde se hizo a un lado, echándose boca arriba sobre la arena. Se hallaba en mangas de camisa, respiraba con lentitud. Dora permaneció echada a su lado, en silencio, las manos sobre el vientre, mirando al parecer pensativamente las estrellas. También él las miraba. Había tantas, muy encendidas, el cielo estaba tan próximo y espléndido que de pronto sintió ganas de llorar. Dora alzó lentamente el brazo hacia el cielo, estiró los dedos separándolos, y parecía contemplar el cercano cielo estrellado a través de los dedos. El caballo chapoteaba plácidamente en la orilla del agua.

– Me parece que voy a quedar embarazada -murmuró Dora.

– Me gustaría -dijo.

Dora se incorporó hacia él, apoyándose con los codos en la arena.

– Te gustaría, ¿eh? -dijo con una sonrisa malévola.

– Sí-dijo-. Aunque los chicos…

– Qué hombre estúpido -dijo Dora, tiernamente, echándose otra vez en la arena. Durante un momento permanecieron callados.

– Te quiero, Dora -dijo con voz grave-. Es difícil darse cuenta de lo que uno siente.

– Qué no daría por tener un cigarrillo en este momento -dijo Dora. Después se volvió hacia él-. Estarás satisfecho ahora. Soy una estúpida. Estás hecho de la misma pasta que mi cuñado.

El sonreía en la penumbra.

– Dale -dijo-. Adelante. Escucho.

– ¿Qué es lo que escuchas?

– Lo que digas. Cualquier cosa. Adelante.

– Anda al diablo -dijo Dora-. Lindo problema si quedo embarazada. ¿Vas a dar la cara cuando tenga que ir de la partera? ¿No sos de los que se esconden? Me parece que sí; que sos de esa clase.

Se volvió hacia él; él la miraba sonriendo en la penumbra. Dora hizo silencio.

– Escucho -dijo él-. Adelante.

– Bueno -dijo Dora-. Ojalá revientes.

– ¿Terminó? -dijo él.

Dora hizo silencio durante un momento. Estaba plácida y tranquila. El la observaba.

– Mi cuñado la tiene abandonada a mi hermana con su dichosa política -dijo Dora de pronto.

– Sin embargo, me da la impresión de qué tu hermana lo quiere.

– Y, seguro que lo quiere -dijo Dora-. Pero eso no quita que para mí siga siendo una porquería.

– ¿Yo también? -dijo él.

Dora no contestó.

– Sí-dijo él-. Yo también, un poco.

– Y bueno, sí -dijo Dora-. Me revientan los tipos que se las tiran de santos. Después de todo; ¿qué tiene de malo hacer la vida?

Él meditó un momento, después dijo:

– Nada, si el cuero no da para otra cosa -se rió-. Creo que tu cuñado tiene razón.

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