Juan Saer - Palo y hueso

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Los cuatro relatos que integran el volumen de Palo y Hueso fueron escritos entre 1960 y 1961 y aparecieron publicados en Buenos Aires por primera vez en 1965, editados por Camarda Junior y constituyen otra muestra más de la percepción de la realidad en la obra del autor.
El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.

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Dora se sentó y cerró de un golpe la portezuela, mientras él encendía la tenue luz roja del velocímetro.

– Tengo hambre -dijo Dora.

El miró su reloj pulsera, aproximando la muñeca a la luz del velocímetro. Eran las diez y doce minutos.

– Podemos comer algo frente al Club de Regatas -dijo-. Tenemos que estar a las diez y media en la estación.

Dora suspiró.

– Bueno, sí, al diablo, vamos -dijo.

Encendió los faros, y después de arrancar el coche avanzó con pesada pericia en primera velocidad, sobre el liso y oscuro asfalto. A setenta kilómetros por hora el Chevrolet entró en la recta costanera antigua, disminuyendo la velocidad a causa de los pozos y las grietas del asfalto. Después sorteó la boca del puente, recorrió dos cuadras pasando frente al Club de Regatas, dobló a la derecha y se detuvo junto al restaurante. Unos grandes árboles se movían con levedad iluminados por los globos del alumbrado que estaban sostenidos por blancas columnas sencillas revestidas de yeso. Apagó las luces. Descendieron. El salón era un recinto de forma irregular, un espacio de superficie mediana cubierto de sillas y mesas de todos colores. El mostrador era de un encendido vicrí multicolor, ancho, alto y sólido. Las mesas carecían de mantel y se hallaban casi todas ocupadas por hombres solos, matrimonios, grupos de matrimonios, grupos de muchachos y chicos, que armaban en común un estruendo atenuado e incesante de risas y conversaciones. Dos mozos caminaban rápidamente entre las mesas, con las bandejas en alto.

Se sentaron en una mesa lejana a la puerta, junto al mostrador, una mesa cuya tabla era de un color rojo intenso veteado de blanco, rodeada de sillas de diversos colores. Al sentarse, Dora paseó su mirada distraída por todo el local.

– Quiero un plato de sopa. Nada más -dijo.

El comió fiambre, Dora su plato de sopa. En eso consistió toda la comida. No pidieron ninguna bebida, ni soda siquiera. El comió con distracción, con lentitud, dejando casi la mitad del contenido de su plato. Miraba a Dora: ésta alzaba con gran lentitud la cuchara llena, después de haber revuelto mecánicamente el pesado líquido de un color verdoso, la llevaba hasta la boca, encorvando el labio inferior, hacia un movimiento breve levantando el mango de la cuchara para vaciar su contenido, la sacaba de la boca, y con la misma lentitud y distracción, la mirada nostálgica tocada por una leve desesperación o tristeza, la sumergía en la sopa para llenarla nuevamente. Estaba mirándola. "Está ahí", pensó, sin ninguna palabra, con temblores, opresiones, con unas profundas corrientes cálidas que, si las arterias y los órganos, si los tejidos y los huesos lloraran, habrían podido tranquilamente parecerse a sus lágrimas.

Dejó de mirarla y comenzó a canturrear en voz baja; era como estar rezando. "Ahora debo preguntarle alguna cosa", pensó, pero no lo hizo. Se llevó un trozo de jamón a la boca (recordando "Hace frío. Vámonos"), masticó su consistencia fibrosa y fría, su gusto salado, canturreando con la boca llena, recogió con el tenedor otro pedazo y, canturreando, con gran lentitud y una sonrisa que sintió crispada, turbia, extendió el tenedor hacia Dora. Dora sumergió la cuchara en la sopa, sin soltarla, y mordió el jamón, sonriendo.

– Gracias -dijo.

Él no resistió.

– Deberíamos apurarnos -dijo-. Coria nos espera.

Dora se confundió levemente, inclinándose hacia el plato y comenzando a subir y a bajar la cuchara con mayor rapidez.

– Sí, en seguida -dijo.

Después salieron; cruzaron el salón irregular entre el incesante y monótono murmullo de la conversación, sorteando las mesas, los chicos, los espejos, andando con apuro sobre el mosaico manchado y pisoteado hasta que estuvieron en la vereda, en la noche, frente al automóvil, en tanto el viento creciente sacudía los árboles iluminados tenuemente por la vaga luz blanca de los globos del alumbrado público. Subieron al Chevrolet. Y de nuevo, otra vez, el viejo coche pasó junto a los interminables murallones de las usinas y de las pequeñas fábricas alineadas a lo largo de la avenida del puerto, las sombras de los árboles desplazándose sobre el empedrado bajo la luz de los faros, la playa de maniobras de los pequeños ferrocarriles portuarios cuya penumbra era hendida aquí y allá por la luz roja o verde de un semáforo, otra vez junto al parque del palomar, cargado de árboles espesos y oscuros, los fondos del alto correo bellamente iluminado, hasta que dobló hacia la izquierda, disminuyó la marcha y aproximándose al cordón de la vereda se detuvo frente al bar de la estación, en la parada de taxis que a esa hora se hallaba completa. Desde el coche vio a Coria charlando con el cajero; Dora intentó abrir la portezuela.

– Yo se lo digo -dijo él.

Dora se volvió.

– No. No se lo digas todavía -dijo.

– ¿Por? -dijo.

– Todavía no. Yo te voy a decir cuándo. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -murmuró.

Descendieron. Dora lo hizo primero, encaminándose con lentitud y desgano hacia el bar, y él se demoró todavía un momento en el interior del automóvil: sacó la llave de contacto, abrió y cerró la guantera, apagó las luces, volvió a encenderlas y las apagó nuevamente. Después alzó los vidrios y descendió, cerrando con un golpe suave la portezuela y encaminándose hacia el bar. Las rodillas le temblaban levemente, le pesaba el estómago. El viento hacía temblar también los ligustros raquíticos de la vereda que proyectaban unas suaves sombras cambiantes y frenéticas sobre la vidriera del bar.

Entró: el reloj hexagonal de pared marcaba las once menos siete minutos. Coria había pasado el brazo por sobre los hombros de Dora y la atraía hacia sí diciéndole frases sonrientes en el oído. Se hallaban de pie junto a la caja. Además del cajero se hallaba con ellos un muchachón bajo, de nariz aplastada, con aspecto de boxeador, vestido con un pantalón angosto de gruesa tela color gris y un pullover celeste de cuello alto con un motivo geométrico de un tono ocre que se repetía una y otra vez a lo largo de una ancha franja que rodeaba su tórax. Coria se volvió hacia él sin soltar a Dora, de tal modo que Dora trastabilló y debió volverse junto con Coria. Reía.

– Adelante -dijo Coria-. Gracias, pibe. -Señaló al del pullover-. Este es el Ñato Garcilaso -dijo.

Le estrechó la mano.

– Garcilaso -dijo el Ñato.

Coria se volvió hacia Garcilaso. Miró a Dora.

– ¿A ustedes no los presenté? -dijo-. Dora; el Ñato Garcilaso.

El Ñato estiró mecánicamente la mano.

– Garcilaso -dijo.

– Encantada -dijo Dora, estrechándosela.

Junto a la caja, sobre el mostrador, había dos copitas semivacías conteniendo un líquido color laca, que parecía cognac. Coria las agarró una en cada una de sus cortas y ásperas manos y le alcanzó una a Garcilaso. Este la recibió sin decir palabra, la miró como con desconfianza y se bebió el contenido de un trago. Después dejó la copa sobre el mostrador y metiéndose las manos en los bolsillos se quedó inmóvil y en silencio, mirando el suelo.

– Se retrasaron veinte minutos -dijo Coria. Tenía un aire de satisfacción cuando dejó de beber y paladear la bebida depositando la copa vacía sobre el mostrador barnizado.

– Dora tenía hambre -dijo él-. Quería cenar y… -Miró al Ñato. Del bolsillo superior de su pantalón emergía un cabo de llavero: representaba una calavera, y parecía hecha de un material plástico amarillento. Continuó hablando con los ojos clavados en la calavera-…fuimos a tomar un plato de sopa.

– No importa -dijo Coria-. ¿Trajiste la factura? Después te arreglo. -Miró a Dora-. No se anima a reclamarme lo que gastó. Así es este muchacho.

– ¿De veras? -dijo Dora.

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