Juan Saer - Palo y hueso

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Los cuatro relatos que integran el volumen de Palo y Hueso fueron escritos entre 1960 y 1961 y aparecieron publicados en Buenos Aires por primera vez en 1965, editados por Camarda Junior y constituyen otra muestra más de la percepción de la realidad en la obra del autor.
El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.

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Llegó al centro. Fue entrando en él de un modo gradual, entre un tránsito cada vez más numeroso de automóviles, ómnibus, motocicletas, bicicletas, tranvías. En las veredas caminaba más gente, cada vez más a medida que se internaba en el corazón de la ciudad, gente entrando y saliendo de los comercios, yendo por las veredas o descendiendo a la calle para sortear grupos de caminantes menos apresurados, y ascendiendo después de dar cuatro o cinco pasos sobre las vías del tranvía, para continuar sobre la vereda su apurado paseo. A medida que se internaba en el centro también los comercios iban haciéndose más numerosos y elegantes: casas de venta de artefactos eléctricos, heladeras, lavarropas, licuadoras, máquinas de afeitar, cocinas, calefones; zapaterías, camiserías, tiendas, bazares, mueblerías, perfumerías de precarias vidrieras iluminadas con luces de colores o cortinados de terciopelo, confiterías, joyerías, armerías, cigarrerías, infinitos e inútiles comercios cuyos letreros luminosos se hallaban ya encendidos contaminando la atmósfera azul con resplandores violetas, amarillos, rojos, verdes y azules. El tránsito se desplazaba lentamente; un camión con altoparlante propalaba música brasileña, mezclándose al murmullo de la gente, a las bocinas de los automóviles, a los motores y a las campanillas de los tranvías.

Detuvo el Chevrolet con el motor en marcha, a mitad de cuadra, tras una larga hilera de vehículos. Vio entonces avanzar a Barco, desde la vereda, con un aire apurado y nervioso; le hacía señas. Se acercó al coche y su gran cara emergió sonriendo en el marco de la ventanilla.

– Hola -dijo-. ¿Está libre?

– Suba -dijo.

Barco abrió la portezuela delantera y se sentó junto a él. Vestía un traje claro y liviano de confección mediocre. Al parecer acababa de higienizarse minuciosamente, y desde su pelo asentado y húmedo una gotita de agua descendía por su frente, dejando sobre ella una pequeña estela brillante. Con un pañuelo inmaculado que extrajo del bolsillo superior del saco se secó cuidadosamente la frente.

– ¿Qué tal? -dijo guardando el pañuelo. En seguida le dio la dirección.

– ¿Hace mucho que no va por la "Arboleda"? -dijo.

– Estuve anoche -dijo Barco-. Vine esta mañana.

El tránsito comenzó a moverse con lentitud. El Chevrolet avanzó en primera, pesado y lento como un escarabajo; un ómnibus dobló en la esquina, a la derecha, en dirección a la Terminal, descongestionando un poco la aglomeración, y los vehículos comenzaron a apresurar la marcha. Cambió a segunda velocidad, detrás de una "Estanciera" azul, pasó la esquina, cambió a tercera sorteando la "Estanciera" que Barco miró distraídamente al pasar, y en la esquina dobló hacia la izquierda. Barco sacó un paquete de "Saratoga" sin abrir, tiró con minuciosa lentitud de la cinta roja, hizo una pelotita con el celofán arrojándolo por la ventanilla, abrió el paquete y le ofreció un cigarrillo.

– No fumo. Gracias -dijo.

Barco extrajo un cigarrillo, se guardó el paquete, y encendió el cigarrillo con un pequeño encendedor dorado. El coche pasó frente a la Jefatura de Policía y el Consejo de Educación, hacia el oeste, y después dobló a la derecha, hacia el norte, bordeando la plaza San Martín.

– Se olvidó de bajar la bandera -dijo Barco, señalando el taxímetro.

– No importa -sonrió-. Es un obsequio de la casa.

– Bueno -dijo Barco-. Gracias. Pero la próxima vez voy a tener que tomar otro coche.

Recordó a Gabriel, de pie bajo el letrero luminoso, alzando lentamente la mano en señal de despedida; y en seguida: "Hace frío. Vámonos", y el banco semicircular de piedra, la mesa redonda de piedra, las cabañas de madera ocupadas de vez en cuando por alguna pareja, las murmurantes casuarinas en el débil viento, la cálida mañana del final del verano ascendiendo tras la cabeza de Dora, entre la grave vegetación de la plaza junto a la cual ahora se hallaban pasando. Era sin duda preferible mil veces no haber nacido, pensó, mientras el Chevrolet dejaba atrás la plaza.

– Tengo una despedida -murmuró Barco en un tono melancólico.

Respondió algo que debía entenderse como una muestra de interés hacia lo que Barco estaba diciendo.

– Una mansión que se liquida -murmuró Barco, hablando como para sí mismo-. ¿Se acuerda de Tomatis?

– El periodista -dijo.

– Exactamente. El mismo. La vez pasada estuvo buscándolo para hacer un viaje a la "Arboleda". No lo encontró. Lo buscó a usted porque andaba escaso de fondos.

– ¿Fue a la estación? Es una lástima. Yo podía haberlo llevado -dijo.

– No se preocupe -dijo Barco riendo-. No le va a faltar oportunidad. Nosotros siempre andamos escasos de fondos.

Siempre habla así, pensó, mitad en serio, mitad en broma y siempre desde afuera, y si por casualidad aquella noche no hubiera faltado, entonces él… Ahora estaba oscureciendo, las luces del alumbrado público se encendieron simultáneamente en toda la ciudad y podían verse ya los puntos rojos de las luces traseras de los automóviles.

– ¿Y esta noche? -dijo-. ¿No va a la "Arboleda?

– No creo -dijo Barco, mirándolo con alguna curiosidad en la penumbra del coche-. Esta noche tengo una despedida. Unas chicas amigas se van de la ciudad. Creo que esta vez no vuelven, Dios quiera que no.

Él se rió.

– ¿Por? -dijo.

– Nada -dijo Barco, mirando la brasa de su cigarrillo y echando un poco de humo hacia ella-. Dios quiera que se acomoden y puedan vivir -agregó, con un tono irónico.

– Vengo de llevar a un matrimonio -dijo-. Parece que se les había muerto una hija, o algo así. La mujer lloraba. El hombre dijo en un momento dado que no se podía vivir.

– En realidad -dijo Barco, moviéndose perezosamente sobre el asiento-, razón no le falta. Lo que me parece mal es que se den cuenta de eso cuando les pasa algo grave. Mientras tanto, viven haciéndole porquerías al prójimo.

– No me dio esa impresión -dijo-. Más bien me pareció que quiso decir que no se podía vivir de ninguna manera y… y nunca.

– ¿Usted qué entiende por vivir? -dijo Barco, algo brutalmente y como si no esperara respuesta.

– No entiendo nada -dijo.

Barco se incorporó y lo miró. Parecía sorprendido. Arrojó el cigarrillo por la ventanilla y se cruzó de piernas. No dijo nada. El coche llegó al bulevar y dobló hacia la izquierda, en dirección al oeste nuevamente. Corrió cinco cuadras por el bulevar, hasta la feria rural, y dobló hacia la derecha entrando en una ancha avenida arbolada, cuyas manos de tránsito se hallaban separadas por las vías del tranvía.

– Después del pasonivel -dijo Barco.

El coche avanzó tres cuadras más, pasando las barreras y saltando sobre las vías del tren. Barco dijo: "Antes de llegar a la esquina" y el coche se detuvo frente a una puerta que comunicaba con un largo pasillo en cuyo fondo se hallaba encendida una lámpara de terrosa luz sucia.

– ¿En serio que no quiere cobrar? -dijo Barco.

– No -dijo-. De veras. Quédese tranquilo. Vaya a buscarme cuando quiera, para ir a la "Arboleda" o a donde quiera. El periodista también.

Barco le estrechó la mano.

– Gracias -dijo.

Abrió la portezuela, a punto de descender, pero se volvió de pronto y se quedó mirándolo.

– Interprételo como quiera -dijo-. Nadie entiende nada. Pero llega 1un momento en que a cualquiera se le puede presentar la oportunidad de vivir: si la deja pasar, o es un estúpido, o es un cretino, o es un santo. -Descendió y cerró la portezuela. Su cara reapareció por la ventanilla-. Hasta la vista -dijo, sonriendo. Se dirigió a la puerta y entró en el largo pasillo iluminado.

Miró su reloj pulsera: eran exactamente las siete y media; oscurecía. A las ocho abandonaba el servicio. Regresó a la terminal, recogió a un pasajero que aguardaba en el extremo de la cola, lo llevó hasta la estación de trenes, y después se encaminó a la pensión. Estacionó, bajó de un salto, se metió en el cuarto de baño, se afeitó, se dio una ducha fría, se puso ropa interior y una camisa limpias, y el saco, la corbata y el pantalón de la tarde, recogió un poco de dinero y regresó a la estación. Eran las nueve menos veinte cuando estacionó unos metros antes de llegar a la parada, cubrió la banderita con la funda de gamuza amarilla y descendió del coche. Fue hasta la puerta del bar de la estación, miró largamente el interior como buscando a alguien entre la concurrencia, y regresó en seguida al Chevrolet.

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