Juan Saer - Palo y hueso
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El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.
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Dora se había detenido, apoyada en la baranda de cemento del paseo, mirando el agua.
– Eh -lo llamó.
Se aproximó con lentitud, sintiendo el viento que le daba en pleno rostro.
– Recién saltó un pescado -dijo Dora. El viento encrespaba nerviosamente la superficie del agua-. Lo vi lo más bien. Era dorado y brillante -dijo, y clavó la mirada melancólicamente sobre la superficie del agua.
"Ahora va a levantar la cabeza y va a mirarme", pensó él. "De golpe. Ahora". Fue así, en efecto, pero él se hallaba mirando ya hacia el río. Sintió el movimiento, y continuó sintiendo la mirada de Dora sobre su rostro.
– Ey -dijo Dora, suavemente.
– Era un amarillo -dijo él-. Es raro en esta época. Andan mucho más con el frío. _ "Ahora va a tocarme el brazo".
Dio un paso hacia el costado, fingiendo hallarse distraído. Dora quedó con el brazo a medio camino. "Oiga, chófer" -dijo Dora-, "lléveme para mi casa". Él se volvió sonriendo, hizo una reverencia y Dora pasó junto a él, hacia el automóvil. La siguió de cerca. "A las nueve menos cuarto en punto, eh" dijo Dora sin mirarlo. "¿En punto flaco, eh?" -dijo.
– Perfecto -respondió.
La espalda de Dora era, como todo su cuerpo, firme al tacto y a la vista: una espalda algo hundida, flexible y corta, de saludable piel dura. Recordó a Gabriel, bajo la luz verde y roja del letrero luminoso. El había ido a llevar un pasajero hasta la "Arboleda". Gabriel se hallaba en la cocina, leyendo.
Gabriel no daba la mano como todo el mundo: te tomaba la mano entre las de él, oprimiéndola tiernamente, daba dos o tres pasos nerviosos sin soltarte la mano, como si le costara decidir en seguida de qué manera celebrar tu llegada, y recién después te soltaba. Estaba solo, no se hallaba con él ninguno de aquellos amigos desocupados que iban a visitarlo casi todas las noches, y él, pensándolo, estaba seguro de que ésa era la razón por la cual Gabriel le había confiado a Dora, además de intuir que lo que deseaba realmente Gabriel era poder continuar su lectura sin mayores complicaciones y con la conciencia perfectamente tranquila. Él había conocido a Dora por el hecho casual de que a Barco esa noche se le había ocurrido ir a dormir temprano, o porque se le había presentado la oportunidad de ir a matar el tiempo a otro sitio que no era la "Arboleda".
Subieron al Chevrolet. Arrancó y continuó avanzando hacia Guadalupe, por la costanera. Los techos rojos de los chalets, cuyas sombras se extendían hasta el medio de la calle, brillaban bajo el sol. El asfalto deteriorado de la costanera, lleno de cortes y grietas y manchas de lubricante, era atravesado por las largas y finas sombras de los álamos. Sobre la vereda, en el paseo, sentados en un banco de piedra sin respaldo, conversaban un hombre y una mujer jóvenes. Los vio al avanzar, desaparecieron por un momento de su vista, y reaparecieron en el retrovisor, uno junto al otro, cruzados de piernas, efectuando límpidos gestos en la tarde.
Dora estaba mirándolo; lo sabía. Recordó "Hace frío. Vámonos", y en seguida cómo se vistieron en silencio, rápidamente, y cómo salieron del amueblado comprobando que ya era el alba, un alba azul abierta y muy calma, ascendiendo en el cielo; cómo fueron al restaurante, en silencio también durante todo el trayecto. Tomaron sopa; comieron carne asada con vino tinto. Si a Barco se le hubiese ocurrido ir esa noche a la "Arboleda", pensó, él nunca habría podido recordar "Hace frío. Vámonos", ni la cena en el restaurante, ni tampoco a Gabriel de pie bajo el letrero verde y rojo de la "Arboleda", alzando la mano en un lento, demorado y distraído ademán de saludo; ni tampoco el Chevrolet ascendiendo al liso asfalto, él en el volante, con Dora a su lado, retomando el camino de la ciudad.
– ¿Vivís en casa de tu hermana? -preguntó.
Dora dejó de mirarlo.
– No -dijo-. Vivo en una pensión en el centro ahora. Mi hermana no sabe nada. Mi cuñado sí sabe. No me dirige la palabra. Cuando está presente mi hermana disimula.
– ¿Qué hace tu cuñado?
– Trabaja en el ferrocarril -dijo Dora-. Es una porquería. Menos mal que se pasa la mayor parte del tiempo fuera de la casa.
– ¿Y tu hermana? ¿Qué se cree?
– Cree que trabajo en el hospital provincial, en la guardia nocturna. Soy enfermera. Tengo diploma.
– ¿Y de puta? -dijo-. ¿De puta también Tenés diploma?
Dora le dio un golpe suave en el brazo, con el puño. El miraba el camino sonriendo reflexivamente.
– ¿Por qué me decís eso? -dijo Dora con tristeza.
– No me gusta que lo hagas -dijo, poniéndose rojo.
– Anda al diablo -dijo Dora.
– Dora -dijo-. Coria te conviene. De veras que sí.
La recordó inclinada sobre el plato de sopa. Un brazo no visible, sobre la falda, alzando una y otra vez, con gran lentitud, la cuchara hacia la boca. Detrás de ella, por la ventana abierta de par en par, la cálida mañana del final del verano ascendiendo en la plaza, como ahogada entre los árboles, el comienzo de una mañana extraña y mórbida.
El coche entró en la costanera nueva, una ancha carretera de asfalto, menos poblada que el tramo antiguo. Desde allí el río se abría, ensanchándose al pie de una barranca; la orilla opuesta desaparecía, todo era una vasta superficie de agua resquebrajada por el viento, un agua de un matiz ahora violáceo. El horizonte era una zona imprecisa y blanquecina envuelta por una tenue niebla inmóvil.
– Bueno -dijo Dora-. Terminémosla con Coria.
– No -dijo-. Yo decía.
– Sí -dijo Dora-. Dame un cigarrillo.
El no contestó. De haber estado ese Barco en la "Arboleda" aquella noche, pensó, y en seguida la corriente del obstinado recuerdo devolvió las casuarinas, murmurando en el viento débil, las cabañas de madera entre los árboles, el banco semicircular de piedra, la mesa redonda de piedra, las luces refractadas tenue y suciamente por la grave fronda. "Perder el empleo; ir a la cárcel", recordó. Y la lenta voz reflexiva de Dora: "En eso estaba pensando".
– Y tu cuñado -dijo-. ¿Cómo se enteró?
– Se enteró -dijo Dora.
– ¿De qué manera?
Dora se volvió hacia él.
– Se enteró. Qué sé yo -dijo-. ¿A qué viene el interrogatorio? Me hizo seguir. ¿Qué hay con eso? Él se cree que hace una linda vida. ¿Por qué tiene que meterse conmigo? ¿Qué le importa si yo me divierto a mi manera? Tiene más de treinta años y no sabe nada de nada. Se las tira de santo. La única vez que subió a un taxi en su vida fue para llevar a mi hermana a la maternidad. Pobrecito. -Hizo silencio durante un momento; después suspiró-. Es comunista mi cuñado -agregó en tono explicativo.
– Quién sabe -dijo él, después de un breve silencio-. A lo mejor, tu cuñado…
– Bueno -dijo Dora-. Es mejor que la terminemos.
No respondió. Llegaron al final del ancho pavimento, cerca de la rambla, en la parada de los ómnibus y los tranvías. "Hace frío. Vámonos", recordó. "¿Ya?" "Sí. Vámonos. Vámonos". Y después, humildemente inclinada sobre el plato de sopa, Dora se lo había dicho sin que él le preguntara nada, quedando con la cuchara suspendida a medio camino entre el plato y la boca, con una expresión entre nostálgica y pensativa, en tanto la lenta y mórbida mañana ascendía gravemente detrás suyo, de modo que su oscura figura encogida resaltaba contra la creciente claridad: "Cuando pienso que tengo que acostarme con un hombre me entran unos deseos terribles de morirme: tengo tanto miedo. Me gusta la dulzura. Pero eso no puedo soportarlo. Creo que es algo físico. Una pluma me hace daño. No te lo dije por miedo de que me abandonaras en el camino". "¿Qué?" "Un miedo terrible de que me abandonaras". "¿Qué?" Con los ojos abiertos, la boca abierta, el corazón palpitando fuertemente, la había oído contarle que hasta diez días atrás había sido virgen. Un cliente la había tenido por primera vez en la "Arboleda". Había sangrado toda la noche, creyéndose a punto de morir. La hemorragia se había detenido sola. La mañana del final del verano ascendía lentamente detrás suyo mientras lo contaba, podía recordarlo ahora. Cuando ella terminó de hablar, de golpe, de la misma manera que había comenzado, él se había puesto a hablar confusamente, con gran rapidez, poniéndose colorado, y temblando, como a punto de llorar y había dicho muchas cosas de las que ahora sólo recordaba: "Tenés que volver hoy mismo a tu pueblo y declarar la estafa, aunque pierdas el empleo y vayas a la cárcel".
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