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Jorge Franco: Rosario Tijeras

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Jorge Franco Rosario Tijeras

Rosario Tijeras: краткое содержание, описание и аннотация

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El éxito de `Rosario Tijeras` CARTAGENA DE INDIAS.- En Medellín tiene una lápida con foto. La última morada de Rosario Tijeras, el personaje creado por el escritor Jorge Franco, es visitada en la ciudad donde murió Gardel, que fue base de operaciones de uno de los más sangrientos carteles del narcotráfico en los años 80. `Rosario Tijeras`, la novela que dio fama internacional a su autor, vendió en siete años más de 150.000 ejemplares sólo en Colombia. Es, además, canción en la música del cantautor Juanes, y film, de la mano del mexicano Emilio Maillé. Con serenidad, Franco cuenta a LA NACION que, salvo los protagonistas y la historia de amor, todos los hechos son reales. `Los sicarios hervían las balas en agua bendita antes de matar y en el Museo de San Pedro, en Medellín, hay un mausoleo con unos narcos sepultados y 24 horas de música. Estos eran ritos del narcotráfico`, dice el escritor. La novela de Franco es reclamada por `los muchachos como lectura en las escuelas. Es maravilloso que, en medio de tantas distracciones, a los jóvenes les interese leer una novela`, dice. `No sé cuál es la clave del éxito de esta novela. El personaje es de carne y hueso. Y el lector lo siente, como yo sufrí escribiéndola`, cuenta Franco, nacido en Medellín. Novelas como la suya, o ` La Virgen de los Sicarios`, de Fernando Vallejo, reciben en Colombia un nombre curioso que ya acuña una tendencia cultural: narcorrealismo o sicaresca, por la mezcla de elementos del sicariato y la picaresca española. `Los artistas de mi generación tenemos mucho para contar sobre el narcotráfico, porque todos nuestros problemas sociales y políticos como país están ligados a este asunto. Tenemos que contar lo que vemos, lo que oímos y lo que sabemos mientras esto nos afecte de manera tan fuerte. El otro tema en la literatura joven es la violencia urbana y la violencia política actual ligadas al mismo asunto`, dice el narrador. `Los políticos nos han decepcionado profundamente. Mi generación ha ido de la esperanza a la frustración. Por eso hay que apoyar toda iniciativa por la paz`. Franco lo dice una vez más con esperanza, en relación con la erradicación de cultivos de coca y la desmilitarización de Colombia que ocupa hoy al gobierno de Alvaro Uribe. Para conocer a `Rosario Tijeras` hay que dejarla hablar: `¿Te has fijado que muerte rima con suerte? Es más difícil amar que matar`.

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– Cómo es la vida, parcero -también recordé lo que una vez me había dicho Rosario-. El día en que Ferney coronó su mejor trabajo, ese día me perdió.

– Fue por ellos, ¿no cierto?

– Ajá -dijo-. Ese día los conocí.

– Todavía no me has contado cómo los conociste -le reclamé.

– Claro que te conté.

Fue cuando Johnefe y Ferney viajaron juntos a Bogotá para hacerle un trabajo a La Oficina. A ellas las había llevado a una finca mientras los muchachos hacían el encargo y allí quedaron en encontrarse después. La finca era de ellos.

– Allá aparecieron como a la medianoche -me contó Rosario-.

Johnefe y Ferney ya habían llegado. Estábamos muy enrumbados y parecía que ellos también querían celebrar.

Llegaron muy contentos, con música, pólvora, vicio, más mujeres, en fin, vos sabés. De todas maneras muy queridos y muy simpáticos, especialmente conmigo.

Pude imaginármelos, pude verlos dando vueltas como gallinazos sobre la mortecina, y no es que Rosario fuera eso, pero sentí rabia al saberlos mirándola con ganas, con la lujuria que se refleja en sus enormes barrigas, en sus risitas malévolas, y no me equivoqué, porque ella misma me contó lo que alcanzó a oír.

– ¿Y esa muchacha tan bonita quién es? -había dicho el más duro de todos-. Tráiganme para acá a ese bizcochito.

Y como el «bizcochito» sabía de quién se trataba, ni corta ni perezosa se dejó llevar, y seguramente cambió el caminado como cuando quiere mostrarse, y seguramente lo miró como cuando quiere algo, y le sonrió, seguramente, como me sonrió esa noche en que quiso algo.

– ¿Y Erley? -le pregunté-. ¿Qué cara puso?

– Ferney -corrigió-. No le vi la cara.

«No fuiste capaz de mirarlo, Rosario Tijeras»; no se lo dije pero sé que fue así, porque a nosotros tampoco nos miraba cuando se iba con ellos y porque a mí no pudo mirarme cuando se vio desnuda conmigo al lado, sin siquiera una sábana que nos cubriera.

– ¿Y Johnefe? -volví a preguntar.

– Que la niña decida -me dijo Rosario que lo había oído decir.

Todavía no la conocía pero sé que ese día la perdimos todos.

Y hasta ella misma perdió lo que antes era y todo lo que había sido quedó convertido solamente en el sumario de su conciencia. A partir de ese momento su vida dio el vuelco que la sacó de sus privaciones y la lanzó junto a nosotros, a este lado del mundo, donde aparte de la plata no existen muchas diferencias con el que ella dejaba.

– A partir de ese momento me cambió la vida, parcero.

– ¿Para bien o para mal? -le pregunté todavía con rabia.

– Salí de pobre -me dijo-. Y eso ya es mucho cuento.

Después que Rosario subió a Ferney al apartamento, éste se quedó ahí por lo menos una semana más. Yo me alejé un poco, no tanto como Emilio, que se perdió del todo, pero al menos mantuve nuestro diario contacto telefónico y una que otra visita. No le pregunté nada, ni qué estaba pasando con Ferney, ni por qué se había quedado con ella, no quise saber nada, ni siquiera suponer qué estaría pasando entre ellos, si estarían durmiendo juntos, si ella habría decidido volver con él; nada, tampoco le reclamé, con qué derecho, si una sola noche juntos no me dio derecho de nada. Lo que sí resultó cierto fue el presentimiento que tuve de que Ferney estaba quemando sus últimos cartuchos en esta vida, pero también confirmé que aquí nadie tiene nada asegurado, y lo digo porque en una de las visitas que le hice por esos días la salvé de una tragedia, o de un susto, porque la mayoría de las veces sólo basta un segundo para que el destino decida si es lo uno o lo otro. El caso es que Rosario tenía como costumbre, aprendida de los suyos, hervir las balas en agua bendita antes de darles un uso premeditado.

Esa vez había olvidado bajarlas del fogón, y el agua, por supuesto, ya se había evaporado. Las encontré bailando dentro de una olla y no sé cómo ni con qué valor me apresuré a retirarlas y a ponerlas bajo el chorro de agua fría. Fueron un par de segundos en los que alcancé a pensar en todo, en Rosario entrando a la cocina y las balas alcanzándola en una loca explosión, en mí mismo con la olla hirviendo y de pronto un ¡pum! antes de llegar al agua, en Rosario y en mí baleados desde una estufa, tendidos sin vida en el piso de la cocina.

Llegué a donde ella con las manos ampolladas y pálido como si la explosión hubiera sido un hecho.

– ¡Rosario, mirá! -le dije con la voz apretada.

– ¿Qué te pasó?

– Las balas.

– ¿Cuáles balas? -preguntó, pero enseguida los proyectiles le volvieron a la memoria-. ¡Hijueputa, las balas! -Y en una carrera salió para la cocina sin preguntarme qué había pasado con ellas. Seguramente se tranquilizó al verlas sumergidas en agua hasta el borde de la olla. Cuando regresó me encontró echado en su cama, con las manos abiertas y hacia arriba, como si estuviera esperando a que alguien me lanzara un balón del cielo.

– No sé dónde tengo la cabeza -dijo, sin ponerle atención a mis manos.

– ¿En qué estás metida, Rosario? -le pregunté.

– En nada, parcero. Esas balas no son para mí -dijo-. Yo te prometí que iba a cambiar.

Después hubo un silencio y nos miramos directamente a los ojos, yo para buscar la verdad en ellos y ella para mostrármela.

Sin embargo, a pesar de su mirada limpia, yo seguía sin entender la presencia de esas balas en su cocina. Finalmente, Rosario no aguantó el peso de mis ojos.

– Son para Ferney.

Cambió su gesto. Me pareció que iba a llorar. Buscó con la mano dónde sentarse hasta que encontró la esquina de la cama.

La oí tomar aire, se agarró una mano con la otra, como aferrándose a una mano ajena, sólo para decirme lo que nunca decía.

– Tengo miedo, parcero.

Yo me apoyé en los codos para incorporarme, todavía sentía mis manos como dos brasas, todavía estiradas, pero no lo suficiente como para sacar a Rosario de su miedo.

– ¿Qué es lo que pasa, Rosario?

Vi sus dedos juguetear con el escapulario de su muñeca, la vi mirar hacia otro lado para darse tiempo para hablar, cogiendo fuerzas para que su voz no se quebrara, esperando a que el corazón bajara su ritmo.

– Tengo miedo de que maten a Ferney, parcero. Lo encochinaron y me lo quieren matar.

No pude decirle nada. Me quedé callado buscando una frase rápida para ayudarla en su temor. No encontré palabras para desafiar la inminencia, nada que alimentara la esperanza, ni siquiera una mentira.

– Ferney es lo único mío que me queda.

«Tal vez lo único que te queda de tu pasado, Rosario, porque si quisieras, yo te quedaría para siempre y no necesitarías nada más», me dije en silencio, dolido por su exclusión. Pero tengo que admitir que busqué reconfortarme con mi egoísmo y mis celos, porque me era imposible evitar sentir algún alivio al imaginármela sola, desprotegida, sin ninguno de los que pretendieron apropiársela. Sola, únicamente conmigo como isla.

– ¿Por qué estás así? -me preguntó de pronto, cambiando el tema.

– ¿Cómo que así?

– Con las manos así -explicó imitándome-, como si te fueran a tirar un balón.

– Me quemé las manos. Con la olla.

Una carcajada le borró su tragedia, le devolvió la belleza y el brillo en los ojos.

– A ver, yo veo -me dijo y se acercó. Me tomó las manos con una suavidad que no parecía suya. Me las acercó a su boca y las sopló, me las refrescó con un aire frío que me hizo pensar que era cierto que Rosario tenía un hielo por dentro, un hielo que ni su pasión ni su voltaje derretían y que mantenía su sangre helada para que nunca le flaqueara la voluntad de hacer lo que hacía.

– Vos sí sos güevón, parcero -dijo y me dio un beso en el dorso de las manos-. Por eso es que te quiero.

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