– ¿A nosotros? -preguntó.
Rosario y yo lo miramos, ahora sí con ganas de matarlo, pero al ver su pinta de galán desfigurada por el miedo sentí en cambio ganas de reír, no lo hice porque la situación no aguantaba revolverle más sentimientos, aunque Rosario no evitó decir lo que Emilio se merecía.
– Güevón -le dijo, y después volvió a meter la cara entre sus manos, volvió a llorar y a repetir «los voy a matar», y aunque no se le entendía porque su voz se le apagaba apenas salía de sus labios, uno sí podía entender que Rosario los quería matar.
Nos pidió que la dejáramos sola, que quería descansar, que necesitaba pensar, poner sus sentimientos en orden. Las excusas que uno siempre dice cuando lo estorban los demás. Era comprensible que no quisiera tenernos a su lado, pero también era peligroso, sabíamos lo que había hecho antes en situaciones similares. Sin embargo nos fuimos, no le dijimos nada, no había nada que decir cuando a Rosario se le metía algo en la cabeza.
Esa noche, antes de acostarme, la llamé con el pretexto de preguntarle cómo seguía, pero en realidad lo que quería comprobar era si Rosario ya había comenzado a ejecutar su plan vengativo. Efectivamente no estaba, me contestó la máquina de mensajes y le dejé uno pidiéndole que me llamara con urgencia porque tenía algo importante que decirle, cuando la verdad lo único que yo tenía era miedo por ella, por eso se me ocurrió interesarla con una información que no existía. Esa noche no me llamó, ni la mañana siguiente ni los que siguieron, solamente cuando fui a su edificio a preguntar por ella, con la esperanza de que estuviera ahí y que simplemente no estaba contestando el teléfono, solamente en ese instante, cuando el portero me informó que Rosario había salido ese día poco después que nosotros lo hicimos, sentí el corrientazo que verifica los presentimientos.
– Me pidió que le echara ojito al apartamento porque se iba a demorar -remató el portero.
Me fui directo a la casa de Emilio, el único con quien podría compartir, aunque fuera a medias, mi incertidumbre. Pero en lugar de encontrar apoyo, me gané un sartal de injurias para Rosario que él no pudo esperar a decirle y que en cambio me vació a mí.
– ¡Yo no entiendo esa puta manía de perderse sin avisar! ¡Qué trabajo le da coger un puto teléfono y decirme que se va a largar!
– Yo no… -intenté decir.
– ¡Claro! ¡Si vos le alcahueteás todo! Apuesto que a vos sí te llamó y hasta se despidió. ¡Cómo yo no he podido entender ese cuentico que hay entre ustedes!
– Yo no… -volví a intentar.
– ¡Pero frescos! Cuando te llame decile que ahora sí va a saber quién soy yo, y decile también que yo le mando decir que se puede ir yendo para la puta mierda.
No me dio tiempo de nada, ni de callarle la boca con un puño, que era lo que se merecía; me dejó parado en la puerta de su casa con toda mi angustia intacta, sin saber qué hacer ni para dónde coger, totalmente despistado, con ganas de saber al menos qué horas serían.
– Qué raro -dijo el viejo enfrente de mí-. Ya es de día y ese reloj sigue marcando las cuatro y media.
Su voz me hizo abrir los ojos y volver. Tenía razón, ya era de día, muy de día, algo tendría que haber sucedido ya, ha pasado mucho tiempo y algo tendría que saberse, el problema era que ahora no había nadie a quien preguntar, la enfermera había desaparecido y aunque los pasillos y la sala comenzaban a llenarse de gente, no encontré quien pudiera informarme sobre Rosario; era extraño, no había nadie de uniforme, aunque no se me hace raro que en estos hospitales los médicos se les escondan a la gente.
Cuando me iba a parar, el viejo se adelantó y me detuvo:
– No se preocupe, voy a averiguar por los muchachos.
A lo mejor sabe lo importante que es este ejercicio de recordar. Sentí que me pedía que volviera a cerrar los ojos y regresara a donde había dejado a Rosario cuando él me interrumpió. Pero ya lo he olvidado. Fueron tantos nuestros ires y venires que es difícil precisar los recuerdos. Ahora sólo quiero verla de nuevo, volver a mirarme en esos ojos intensos que hacía tres años había dejado de ver. Quiero apretarle su mano para que sepa que yo estoy ahí y que ahí siempre voy a estar. Si volviera a cerrar mis ojos no sería para recordar sino para soñar con los días que vendrían junto a Rosario, para imaginármela viviendo esta nueva oportunidad que le daba la vida, para imaginarme a mí viviéndola con ella, entregados a culminar lo que no hubo tiempo de terminar en una sola noche, esa sola noche que amerita cerrar siempre los ojos para recordarla con la misma intensidad.
– No me has contestado, Rosario -creo que así empezó todo.
Estaba dulce, tierna, no sabía si era por el alcohol o porque así era ella cuando quería enamorar. O porque así la veía yo cuando la quería más. Estábamos muy cerca, más que siempre, no supe si también era por el alcohol, o porque yo creía que ella me estaba queriendo más, o si era porque yo la quería enamorar.
– Contestame, Rosario -insistí-. ¿Alguna vez te has enamorado?
Aunque su sonrisa podría ser su más bella respuesta, yo quería saber más, quizás buscaba en sus palabras el milagro que tanto esperaba, mi nombre escogido entre los tantos que tuvo y que en ese instante tenía, pero elegido entre todos como un reconocimiento al más grande amor que le hubieran profesado, o si por obvias razones mi nombre no se encontraba ahí, por lo menos saber quién pudo haberle despertado ese sentimiento que a mí me mataba pero que en ella no parecía existir.
Esa vez tampoco me respondió como yo quería, no con mi nombre ni con ningún otro. Su respuesta fue en cambio una pregunta asesina, como todo lo suyo, que si no me mató sí me dejó mal herido, y no por la pregunta en sí, sino porque estaba borracho y fui sincero y saqué valor para responderle, para mirarla a los ojos cuando me preguntó:
– Y vos, parcero, ¿alguna vez te has enamorado?
La última vez que volvió con nosotros tardó más en regresar.
Fueron casi cuatro meses en los que nos cansamos de llamarla y averiguar por ella. Ese tiempo fue tan largo para mí que hasta llegué a pensar que Rosario se había ido para siempre, que tal vez ellos se la habían llevado para otro país y que definitivamente ya no la veríamos más. Durante ese tiempo hablé muy poco con Emilio, él me había llamado a los pocos días de la vaciada que me pegó, no sólo para suavizar su trato sino también para averiguarme por ella. Llegué al punto de buscar a diario su foto en el periódico, en las mismas páginas donde había salido la de Ferney, pero lo único que encontraba eran las reseñas de los cientos de muchachos que amanecían muertos en Medellín.
Después opté por tomar esa ausencia de Rosario como una buena oportunidad para sacármela por fin de la cabeza. Con tristeza tomé la decisión y a pesar de no olvidarla sentí que la vida comenzaba a saber mejor, claro que no faltaron los recuerdos, las canciones, los lugares que me la hicieron sentir otra vez de vuelta para complicar mi vida. Pensé que separarme también de Emilio iba a ser útil para mis propósitos, aunque a juzgar por su alejamiento sospeché que él debería tener las mismas ideas en su cabeza. Pero como toda historia tiene un sin embargo, el mío fue que las buenas intenciones no me duraron mucho, solamente hasta esa noche, al igual que las anteriores, en que al amanecer me llamó Rosario.
Con su habitual «parcero» me sacó del sueño y me hizo helar por dentro. Le pregunté dónde estaba y me contestó que había regresado a su apartamento, que no hacía mucho había llegado y que lo primero que hizo fue llamarme.
– Perdoname la hora -dijo, y yo encendí la luz para mirar esa hora en mi despertador.
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