Miguel Silva - Cuando Quiero Llorar No Lloro

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La historia que se relata en la novela es una de las que ha despertado gran interés, debido a que cuenta la trágica vida de tres jóvenes de distintas clases sociales que nacen y mueren el mismo día, a la vez que expone las condiciones de la sociedad venezolana de las décadas de los 50 y 60 que comenzaba una salida a su camino de represión y violencia social. Estos jóvenes se llamaban Victorino Pérez, Victorino Peralta y Victorino Perdomo. Victorino Pérez es un joven muy conocido como el enemigo numero uno de nuestra sociedad, trata de respetar la forma de vida de cada quien pero siempre que respeten la de el, odia a su vecino, observa la forma de vida de un vecino llamado Don Ruperto quien no es casado por la ley de Dios, es decir, por la iglesia, mientras que la gorda que cobra los alquileres no pierde tiempo en echarle en cara a los demás que ella es una señora casada por la iglesia y por el civil, como si ese detalle fortuito significara algo en este país. Victorino esta enamorado de Carmen Eugenia la menor de las hijas de Don Ruperto, Victorino vive la triste realidad de que su padre Facundo Gutiérrez sea un alcohólico y llega hasta los extremos de golpear a su madre y hasta en su presencia. Esto es un poquito de la vida de este joven mientras que Victorino Peralta, hijo del ingeniero Argimiro Peralta Heredia es hijo único con tres hermanitas anodinas y enfermizas. Este joven es otro ejemplo de la sociedad venezolana en donde el materialismo y el gran apellido hacer valer a la persona y a sus descendientes. Así mismo se encuentra Victorino Perdomo joven que crece con el cuidado de su madre debido a que su padre se encontraba preso, vive rodeado de una sociedad de atracos, robos a la cual por influencia pasa a formar parte de la misma. Estos fueron unos jóvenes quienes guiados por personas de su medio social, algunos con educación y otros sin educación fueron defendidos por el amor de madre y solo pudieron lograr cumplir sus 18 años. En cada hogar, cada familia se vive una realidad plena y queremos hacernos los ciegos. Tres madres lloran desconsoladas por la pérdida de sus hijos, cada una hace lo que puede, buscan los restos de sus hijos, observan a personas entre lagrimas y sienten apoyo de sus amistades, será realmente ese dolor, quienes realmente serán los culpables de ese mundo vivido por estos jóvenes. Las tres mujeres enlutadas se cruzan entonces por ultima vez la que bajo desde el pie del cerro en la camioneta, la que sube desde el panteón de los Peralta, la que viene cabizbaja por la muy angosta avenida, las tres mujeres enlutadas se miran inexpresivamente como si nunca se hubiesen visto antes, nunca se han visto en verdad, como sino tuvieran nada en común. Como si fuera poco el significado de esta parte de cuando quiero llorar no lloro ha recorrido ríos de interpretaciones. Una de las mas comunes dice que se relaciona a una alegoría y a un alegato político contra el gobierno de Rómulo Betancourt. Desde luego este capitulo esta lleno de trampa y equívocos pues hechos y lenguaje no son precisamente fieles al ambiente antiguo que dice reconstruir. El humor es otro de los aspectos mas destacados de la novela. Según la interpretación del titulo, con frecuencia buscando un efecto impactante el autor trata de presentarnos de una manera velada el mensaje o la síntesis de esta magistral obra. Cuando quiero llorar, no lloro.

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¿Qué desea? pregunta malencarado.

Victorino está a punto de responderle Nada, a punto de dejar el achaque para otro día, pero se le encorajina el Victorino que nunca se echa para atrás, ¿Te chorreaste, negro? Y en vez de escurrir el bulto debajo de un pretexto (¿Me puede prestar el teléfono un minuto, señor?) cualquiera, saca de un manotazo el revólver, se lo enfrenta a la altura de la corbata, le grita en ráfaga las consignas de rigor, ¡No te muevas que es un atraco!, ¡Levanta las manos o te meto un tiro!, ¡Suelta el reloj y lo que tengas encima!

Pietro Lo Monaco, que así se llamaba el sastre según los periódicos de mañana, levanta las manos pero se obstina en clavarle unos ojos desafiantes de camisa negra. ¿Cómo puede imaginarse Victorino (también lo sabrá por los periódicos de mañana) que este no es un sastre común y corriente, ni un campesino siciliano metido a sastre, sino un ex combatiente, o ex criminal de guerra, ex futbolista de los que juegan con uniforme y réferi, ex ciclista de los que corren numerados, profesor de trucos y zancadillas para derrengar al prójimo? Victorino engatilla el revólver, ¡Pon tus cosas sobre el mostrador!, el hombre comienza por el reloj y el anillo de matrimonio, no deja de mirar a Victorino con vitriolo de enemigo mortal, ¡Pon también la cartera!, y él no le obedece, amaga un tic raro de kárate, a Victorino no le queda más camino que zamparle un tiro en una pierna para quitarle los brinquitos japoneses.

La verdad es que ya el atraco falló, como falla todo atraco desde el momento en que suena un disparo, el único interés de Victorino es la huida, ya el atraco falló, Pietro Lo Monaco ha saltado cojeando a tapiarle la salida a la calle, ¡Estúpido, voy a tener que matarte si no me dejas pasar, bestia!, el italiano no lo oye, no quiere oírlo, se arma de unas tijeras enormes, se atraviesa ante la puerta con su metro noventa de altura y su pechóte de Mussolini, Victorino tira al suelo las prendas que el otro había colocado sobre el mostrador, le ofrece una paz honorable, ¡Ahí te dejo tus vainas!, ¡No me obligues a matarte!, ¡Déjame salir!, no quiere oírlo, el peligro avanza hacia él con sus tijeras asesinas, Victorino no se explica cómo este cretino logró salvar el pellejo en la guerra, ¡El destino me lo tenía reservado a mí, cono!, piensa, apunta filosóficamente al centro del pecho, le mete un balazo que lo tiende patas arriba. Antes de salir disparado, y para justificarse ante la historia, Victorino intenta arrancarle la cartera del bolsillo trasero del pantalón, Pietro Lo Monaco agonizante defiende sus liras que todavía son bolívares, las defiende con furioso apego a los bienes de este mundo que abandona.

El episodio concluye cuando Victorino se abre paso por entre los curiosos y sus miedos, dos mil moscas acudieron a la rica miel de los disparos, ¡Me dejan pasar o los mato a todos!, ladra Victorino, el grupo se abre en dos tajadas como el Mar Rojo, un minuto después se arrepentirán de su prudencia, saldrán en bandada a perseguirlo, ¡qué esperanza!, ya Victorino es un microbio perdido en los recovecos de la quebrada, me agarraron el sábado, tres días después, Blanquita, en la querencia tuya.

Después de aquella nítida reconstrucción del asesinato (tuvo que matarlo, ya lo vieron) del italiano, la cámara visual de Victorino se sepulta en una bruma montañosa. Su vida pasada presente adquiere una velocidad histérica, un alma que lleva el diablo de film que se devuelve se enrolla tintineante en las bobinas del proyector, los días se convierten en pelusas de segundos, las millas en virutas de milímetros, Victorino no logra redimir un recuerdo redondo de aquel torbellino de espacios y tiempos trastocados, su adolescencia arisca se fusiona gratuitamente con su infancia contemplativa, el asalto al supermercado concluye en una partida de perinola en la casa de vecindad, el cuerpo amortajado de Blanquita lo llevan a enterrar las hormigas, el escalamiento de una quinta en La Florida remata en el espinazo de un puente donde aparece Crisanto Guánchez por primera vez, recién escapado de la isla de Tacarigua. La pantalla se aquieta ante la evocación de Crisanto Guánchez, un domingo de ramos se reproduce en las paredes, tan fatal como el miércoles de ceniza en que falleció sin sacramentos el sastre italiano Pietro Lo Monaco.

La noche anterior habían asaltado una venta de tostadas en su momento estelar de público, la colecta les produjo tres mil doscientas muñas en efectivo, once pulsos, catorce leras repletas de papeles de identidad y fotografías sentimentales, y una fuca de uno de los clientes que era sapo pero le faltaron los indispensables para sacarla. Victorino y Crisanto Guánchez están sentados frente a frente en la pieza de este último, ya se han repartido honestamente el botín, un religioso cincuenta por ciento para cada uno, el revólver ha sido catalogado como común e indivisible instrumento de trabajo. Victorino aprovecha el mutismo de comprensión que los allega, se decide a exponerle al socio un plan que ha venido callando pensando retorciendo masticando digiriendo sangrando desde hace tiempo. Se relaciona con un oscuro suceso sobre el cual no han cambiado en tres años una palabra.

Llegó la hora de vengarnos dice Victorino, su léxico sufre la perniciosa influencia de los dramas televisados. Yo les he seguido como un perro los pasos a esos cuatro cabrones, al Cubano se lo cargó a tiros la raya en un asalto por el Cementerio, a Buey Pelúo se lo tragó la tierra hace un año, anda por Colombia, algún día vuelve el coñoemadre, ya verás.

Crisanto Guánchez, bronco perfil de pedernal, no lo interrumpe.

Pero Caifas y Perro Loco están jodidos en La Leona, pagando una condena de dos años, es muy sencillo, pana, dejamos caritativamente que la jara nos eche el guante, se pondrá muy contenta, nos anda buscando, estamos en lista también para El Dorado, somos una fija, tú lo sabes, para allá nos mandan en cuanto nos tengan encallados, de bola a bola, pana.

Crisanto Guánchez, ensimismado bronce de cadáver, no lo interrumpe.

Ahora no somos choritos de quince años, ni estamos desarmados, ni serán dos contra uno, yo despacho a Caifas mientras tú le das bollo a Perro Loco, todo bien combinado, pana, la misma noche allá en La Leona, a puñalada limpia, a chuzo limpio, ¿qué te parece, pana?

Crisanto Guánchez se levanta del taburete donde está sentado, se endereza como un juramento, habla con una voz ulcerada que Victorino no le conocía.

No te acepto que menciones lo que pasó esa noche, no se lo acepto a nadie, no pasó nada esa noche, ¿sabes?, ¡no pasó nada, carajo!

Y regresa a su resentimiento de pedernal, Victorino comprende que el más pequeño comentario suyo agravaría la situación, no quiere agravarla, Crisanto Guánchez lo mira con un odio que nunca le ha tenido, le nace en este momento el odio y le durará las dos horas que faltan para. El domingo de ramos se corta porque Victorino regresa dando tumbos de sus nubes grifas, lo acompañan unas ganas alegres de pelearse a puños con alguien, lo acompaña más adentro un hambre sobrenatural, un hambre de cien náufra

gos, el tobillo le duele igual que antes, un silbido de la Venadita florece entre los ruidos prometedores de la cocina, qué hambre tan arrecha tiene.

Tocan la puerta. El pierrot desdentado salta despavorido y acezante desde su rincón, dijo que se llamaba Guillermo, salta como rana. Victorino lo tranquiliza:

Abre sin miedo, es mi amigo Crisanto Guánchez.

Pero aquel Santo Tomás sin dientes no confía en adivinaciones metafísicas, se acerca sigiloso a la puerta, comprueba la realidad por un agujero, es Crisanto Guánchez por supuesto.

Crisanto Guánchez se secreteó con Victorino más de media hora. Volveré a las siete de la noche, dijo al despedirse, y volvió tal como había prometido, a las siete en punto, esta segunda vez el desdentado, se llama Guillermo, se adelantó a abrirle la puerta sin desconfianza. Ya no siento el dolor del tobillo, pensaba Victorino, se había tragado no sé cuántas aspirinas, dormitó veinte minutos derrumbado sobre el mullido instrumento de trabajo de la Venadita, el afectuoso desdentado lo ayuda a levantarse y a caminar hasta la puerta, Victorino sale de la casa apoyándose en el hombro de Crisanto Guánchez, la Venadita le dice adiós con una sonrisa que es el postrer testimonio de su ducal (de Guermantes) hospitalidad, pegado a la acera trepida levemente un Oldsmobile azul recién capturado en La Rinconada, su ex propietario es un hípico empecinado, sobre el piso del carro se mezclan en desorden revistas de carreras y fotografías de caballos en el recinto de vencedores, Victorino conoce de vista al individuo que está al volante, lo ha oído mentar elogiosamente por Crisanto Guánchez, tiene un apellido inglés o trinitario que en este instante Victorino no recuerda, Robinson o algo así o Matison, al lado del conductor está sentado Careniño que lo saluda con un silbido de arrendajo, Victorino se desliza a lo largo de los asientos posteriores, su rodilla choca con la de otro tipo cuyos rasgos se pierden en la oscuridad, Victorino reconoce la voz en cuanto le habla, es el Curita, lo llaman el Curita porque se persigna antes de cada atraco, en El Edén estuvo a punto de pelearse a cuchillo con él, la discusión fue acerca del poderío de cada uno con una puta debajo del esqueleto, el Curita se cree muy macho, Siete polvos seguidos, gritó, mejor es olvidarse esta noche de aquel inconveniente, fueron vaina de tragos, Crisanto Guánchez evitó, la pelea, se metió por el medio cuando ya los fierros estaban afuera, Crisanto Guánchez los reconcilió un mes después, ahora el Curita va sentado a su lado, el Curita le facilita amistosamente el trueno que le hace falta, es un cañón largo reglamentario de policía, Victorino comprueba al tacto las, Crisanto Guánchez disimula una ametralladora corta entre las piernas. ¿Y tú Careniño? Careniño lleva en el bolsillo una pistola belga último modelo, ¿Y tú Curita?, el revólver del Curita es un Colt 38 sin estrenar, Vamos en góndola, el inventario lo realiza a viva voz Crisanto Guánchez mientras el Oldsmobile abandona las calles pobretonas de Pro Patria, trepa una loma árida para caer en San Martín, atraviesa las avenidas frondosas de El Paraíso, trastabilla dentro del tráfico en Puente Hierro, los faros de los otros carros y el neón de los comercios le caen encima como llovizna, por fortuna este Oldsmobile es una máquina insospechable, patente de pasajeros sin tacha, a Dios gracias todos (menos Victorino con su camisa moradaarzobispo) se han vestido como para apadrinar un matrimonio, lo mejorcito que tenían en el closet, Victorino se disminuye discretamente entre Crisanto y el Curita, toman sin inmutarse la ruta del Este, con el arsenal que llevamos, Blanquita, me sale que vamos a un achaque en grande, no me molesto en preguntar un carajo, Blanquita, estoy resteado.

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