Estamos sentados los tres a la mesa, como antes, ante el humo aldeano de la sopa y la mansedumbre de los panes. Mi padre, Juan Ramiro Perdomo, ha regresado de su cárcel lejana, aureolado por un prestigio público que jamás ha solicitado. Los periódicos hablan de su estoico comportamiento en las torturas, de cómo afrontó los salivazos del interrogatorio, el hambre y la sed dosificadas con la intención de ablandarlo, los filos metálicos que le tasajeaban los pies, no le puso atención a las preguntas viles, los mandó al carajo, esa fue su única declaración. Los periódicos hablan también de sus años de reclusión en la cárcel de Ciudad Bolívar, allá sembró hortalizas, enseñó gramática, historia, geografía a los presos del pueblo. Sus amigos vienen a visitarlo, lo abrazan orgullosos de ser sus amigos, le dicen Eres un verdadero comunista, ese es el único elogio que le satisface oír.
Porque mi padre, Juan Ramiro Perdomo, no hace alarde de las prisiones que ha sufrido, no les atribuye rango de proeza, las considera un accidente que ha podido ocurrirle del mismo modo a cualquier otro de sus compañeros de fila. Justamente por eso es que yo digo en todas partes, sin que me lo pregunten, Juan Ramiro Perdomo es mi padre. Está sentado a la cabecera de la mesa, entre Madre y yo, desdobla su servilleta, se sirve la sopa que Madre ha cocinado con verduras y amor, y dice:
¡Cuéntenme cosas! ¡Cuéntenme cosas!
Quiere enterarse de los grandes acontecimientos que ocurrieron en el mundo durante su ausencia, cómo y cuándo los soviéticos lanzaron el sputnik, qué fue lo que dijo Kruschef contra Stalin en el veinte Congreso, él estaba preso e incomunicado, a su celda no llegaba sino el ladrido de los perros. Madre lo va informando con su dejo de maestra de primaria, a veces me cede la palabra:
Ese otro asunto lo conoce Victorino mejor que yo.
Mi padre quiere saber minuciosamente cómo tumbé, tumbaste, tumbó, tumbamos, tumbasteis, tumbaron al dictador. No se da cuenta de que él, desde su calabozo, participó en el derrocamiento con mayor contundencia que nosotros los de afuera. Fueron ustedes, los presos, quienes en realidad lo tumbaron. Yo, Victorino Perdomo, estudiante de segundo año de Sociología que se batió a pedradas contra las ametralladoras de la policía, pequeño burgués que subió a los cerros para incorporarse a la furia endemoniada del populacho, yo hacía eso por sacar mi preso, porque a toda costa quería hacerme digno de mi preso, por más nada.
No idealices, Victorino, no idealices dice mi padre. Explícame más bien cómo los sindicatos deshechos pudieron organizar una huelga general, quién agrupó a los intelectuales, en qué forma se solidarizaron los marinos, de dónde sacó armas el pueblo.
Con ayuda de Madre le hago frente a aquel castañeteado de interrogaciones. Madre se ha transformado en viviente aleluya, ha florecido completa como los bucares, quemó su tristeza en las calles junto con los cromos del dictador que los demás quemaban, nunca la sospeché capaz de soportar sobre sus frágiles hombros el Peso de tanta dicha. Su nerviosidad de quinceañera la hace más linda, se levanta sin ton ni son de la mesa, regresa escoltando a Micaela que trae en alto como la cabeza de Jokanahan aquellas chuletas de cerdo cuyo recuerdo me suscitaba alucinaciones en el Patio del internado, se ríe en semitrino cuando mi padre (mi padre nunca ha tenido gracia para las tertulias caseras) arriesga tímidamente una respuesta que aspira a ser chistosa. Sin embargo, allá en la buhardilla de la alegría de Madre creo sorprender un candelabro parpadeando, acaricia los cabellos de mi padre melancólicamente como si temiera perderlo, acaricia mis cabellos como si temiera perderme, se le van a escapar dos lágrimas de asustada felicidad, se escapan.
A Dios gracias la casa de vecindad donde Mamá vive todavía (Mamá no ha dejado un día de amasar arepas) no queda lejos del Hotel Lucania, Victorino se siente en condiciones de llegar hasta allá cojeando y maldiciendo, pegado a la pared como los perros sarnosos, empapados los pantalones negros con la sangre de Blanquita, manchada la franela en cuyos grises el rojo resalta delator, no son sino doscientos metros escasos, Victorino conoce de memoria la trayectoria propicia para evitar encuentros a esta hora de la mañana, al doblar la esquina se desliza a lo largo de la tapia anodina (casi una cuadra entera sin una sola puerta) de un depósito de materiales y máquinas, luego atraviesa la calle, deja atrás un recodo comercial que aún no ha despertado de un todo, desfila cabizbajo ante tres ventanas inevitables de gente conocida, finalmente se escurre en el pasadizo de la casa de vecindad, la gorda del número 1 está durmiendo, no ha tropezado a nadie que se fijara en él, aparta con un hombro la cortina de cretona, entra en la pieza de Mamá como si volviera otra vez de la escuela, ella está cocinando tal como la dejó hace tres años, desvía la cabeza del humo y ve al hijo plantado en el centro del cuarto, se acerca enmudecida y lo besa en la frente, él dice con voz aniñada (solamente la ha usado en su vida cuando se dirige a ella) Quiero cambiarme de ropa, Mamá no hace preguntas, se limita a sobar las manchas de sangre para indagar si hay heridas debajo de la humedad, se sosiega al comprobar que la sangre no es de Victorino, entonces se lava las manos en el fregadero, abre el baúl oscuro que persiste inalterable junto a su cama, comienza a remover prendas de hombre, Victorino se quita la franela gris y los pantalones negros, hace de esos trapos un bulto y lo tira debajo de la mesa, espera en calzoncillos que Mamá encuentre lo que busca, ella le tiende unos pantalones de kaki que lo quedan un poco anchos y una camisa moradoarzobispo a la cual también le sobra tela, Victorino ignora a qué hombre perteneció esa ropa, tampoco siente la curiosidad de preguntarlo, Mamá llora sin aspavientos, él simula no advertir sus lágrimas, ella desmonta de una repisa la lata de Quaker donde guarda sus monedas, se las entrega íntegras a Victorino, quince bolívares, ambos comprenden que él no puede quedarse bajo este techo sino el tiempo preciso, será el primer lugar allanado por la raya, ya estuvieron aquí varias veces cuando mató (tuvo que matarlo) al italiano, él se pone la holgada ropa ajena, guarda los quince bolívares en uno de sus nuevos bolsillos, Mamá lo sigue hasta la cortina de cretona para despedirlo, Jesús te ampare, y son las únicas palabras que ella pronuncia durante.
Victorino toma un carro libre, transmite al chofer la dirección que le dio Camachito en la cárcel, ya en Pro Patria ha madurado la mañana, el sol tiñe vetas de naranjas sobre los árboles estériles de la plazoleta, una niña pálida y vestida de amarillo juega a hablar sola sentada en un quicio, las señas de Camachito corresponden a una vergonzante (son de madera hermética y no de cristal exhibidor las coberturas de las vitrinas) quincalla o sastrería, detrás del mostrador de aquel negocio indefinido está agazapado un sujeto de edad no menos indefinida, unos anteojos de anticuario le bailan sobre las narices agresivas, escucha la algazara de un aparato de radio que al nivel de su cabeza ruge noticias, Victorino Pérez, enemigo público número uno de la sociedad, se fugó aparatosamente, hoy en la madrugada, del retén de la Planta, gane plata fácilmente con la Lotería de Oriente, poco más o menos lo había previsto Victorino, la radio seguirá dando gritos hasta el mediodía, después le tocará escandalizar en letras descomunales a los periódicos de la tarde, y a los de mañana por la mañana con su retrato prestigiando la última página, Victorino se acerca al encogido comerciante, le dice que viene de parte de Camachito, el otro adivina en el acto la identidad del visitante, se le paralizan las ideas, la radio vuelve a hablar con ensañamiento, el temible hampón fugitivo anda armado, la vida sabe mejor con pepsi, el hombrecito se acurruca aún más pequeño detrás del mostrador, a duras penas recupera la voz para llamar con acento andino o bogotano a un dependiente que trajina en la trastienda, ¡Judas Tadeo!, atiende o debería atender al nombre de Judas Tadeo, ¡Judas Tadeo!, el patrón se pone un sombrero de fieltro negro que lo enviuda, dice (en forma impersonal, no se sabe si a Victorino o a Judas Tadeo que acudió arrastrando los pies al sexto requerimiento) Regresaré dentro de diez minutos, y escapa acelerado de la tienda, Victorino no se intranquiliza, el que se fue no puede denunciarlo sin arriesgarse a una investigación de sus propios asuntos, ¿Dónde conoció usted a Camachito?, la radio ha vuelto a chismorrear la noticia de su fuga, la repetirá cuarenta veces antes del almuerzo, Judas Tadeo es un indio medio memo, jamás escucha lo que dicen las voces fantasmales de la radio, se consagra a despachurrar parejas de moscas eróticas sobre las tablas del mostrador, Victorino se sienta en una silla que nadie le ha ofrecido, Judas Tadeo lo mira de soslayo y sonríe, sonríe como si estuviera en el secreto, no está en el secreto pero manifiesta la aparente complicidad de los idiotas, nadie entra a comprar en aquella tienda desprovista de mercancías visibles, por la acera se aleja un vendedor de lotería ofreciendo a gritos un insulso número sin sietes, ha transcurrido más de media hora, el hombre de los anteojos anacrónicos reaparece tan atribulado como partió, no se quita el sombrero, le dice nerviosamente a Victorino ¡Vamos!, vuelve a tomar la calle, Victorino lo acompaña cojeando y maldiciendo. El atribulado guía lo conduce a una casa del mismo barrio, entreabre la puerta una mujer con frontispicio y peana de prostituta, no se levantan del sofá los dos hombres que están en la salita, los muebles son insolentemente verdes, dos cuadros equilibran las paredes: un negro boxeador en guardia y un rubio Corazón de Jesús desprevenido, huele a café con leche y a mentolatum, Victorino se deja caer en una de las butacas superverdes, los dos hombres lo miran con escudriñadora simpatía, uno tiene el párpado derecho hinchado y rígido como un huevo de gallina, al otro le faltan más dientes de los que conserva, Victorino inicia la amistad diciendo que le duele mucho el tobillo dislocado, el desdentado le pide que, Quítate el zapato y la media para darte un masaje, la Prostituta aporta solícita un cajón que servirá de apoyo clínico al Pie descalzo, el masaje consiste en un restregón inhumano que le hace ver las estrellas (Aldebarán, Casiopea, el cinto de Orion, Arturo del Boyero, aunque Victorino no conozca los nombres), Victorino suple el llanto inaccesible con carajos reventones, el desdentado masajista vuélvese mueca de pierrot indigente que lo compadece de rodillas, el tipo de sombrero negro no se ha separado de la puerta por donde entraron, Victorino sudoroso y dolorido lo llama con un gesto, Vaya a buscarme a Crisanto Guánchez, le dice, lo encontrará en tal sitio y a tal hora, le dice el sitio y la hora, al aguantador se le anima el semblante por primera vez, ha vislumbrado la perspectiva de consignar al indeseable en otras manos, desaparece a saltitos y sin despedirse, los cuatro restantes se sienten reconfortados por su ausencia, la mujer trae el café con leche que aromaba a lo lejos y un puñado de galletas, el desdentado muestra las encías en una parodia de sonrisa, el del párpado ovoide bulle por expresarle él también al perseguido su profesional admiración, va hasta el cuarto vecino, regresa con un tierno e imprevisible almohadón, sobre esa blandura coloca Victorino el talón de su pie lujado, el desdentado desenfunda dos pitos de marihuana, le ofrece uno al amigo reciente, ¿Quieres?, Victorino sí quiere.
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