He aquí el primer arrebato de Victorino Pérez descrito por un novelista que llama cannabis sativa a la hierba (en vez de llamarla en orden alfabético: chicharra, chucho, gamelote, grifa, grita, Juanita, macolla, machiche, mafafa, malanga, maloja, manteca, marabunta, maraña, maría, maría giovanni, maría la o, mariangia, marihuana, marillón, mary warner, material, matraca, mierda, monte, morisqueta, mota, pelpa, peppa, pichicato, pitraca, rosalía, rosamaría, rosario, shora, tabaco, todo, trabuco, tronadora, vaina, vano, vareta o yerba), el novelista la llama cannabis sativa, o kif, hachish, pura literatura, y apenas conoce de sus efectos lo que leyó en un folleto de toxicología:
Extraer un cohete de nombre Victorino de una piedra de nombre Victorino fue un proceso que jamás terminó de cumplirse porque siempre quedaba un fragmento de Victorino sentado en la poltrona verde reverde, en tanto el resto de Victorino se alcanforaba por los remolinos verticales del sueño. Por ejemplo, el antebrazo derecho, unido maritalmente a la antebraza derecha de la poltrona, ese trozo de Victorino no llegó a participar jamás de la aventura etérea sino se mantuvo en todo instante baldado en la salita ruin, ni siquiera se dio por enterado cuando Victorino regresó de su astronaucia y se incorporó al cubito y al radio que había abandonado durante tan descomedido tiempo. En cambio el cráneo (que es, según el reverendo padre benedictino Francisco Rabelais, la parte más importante del cuerpo humano después del viejo y noble pene) de Victorino se dedicó a crecer desmesuradamente, al par que estallaban las proporciones del cuartucho y el espacio imaginario se expandía como una madre superiora insuflada por una bomba de bicicleta. El cráneo Alicia de Victorino emprendió un viaje portentoso por el país de las, un país sin homo sapiens ni paisajes, sin expresiones ni onirismos, habitado irreductiblemente por colores, geometría, espacio, tiempo, materia, movimiento, recreación, multiplicación, difusión, cinetismo palante, compadre Soto. En cuanto al Corazón de Jesús, que infundadamente había sido entronizado en las paredes de aquel ambiente nefando, aprovechó el entrevero para difuminarse en ondas taumaturgas, diluirse en las intimidades cristalinas de la atmósfera, subir a los cielos, sentarse a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, etcétera. Victorino no es ningún negrito escapado de lajusticia ordinaria sino una máquina de inmensas extremidades voladoras (salvo el antebrazo derecho que dejó en tierra como constancia de su lealtad al género humano) y motorizada frente librepensadora y libremiradora. Bermellones azafranados glaucos ígneos opalinos cárdenos lacres alazanos carmelitas perlinos (jamás en su puta vida ha oído Victorino esas palabras, pero las está mirando) colores le dan la bienvenida, espirales parábolas elipses circunferencias lemniscatas (¿cómo puede saber Victorino, que nunca fue a la escuela, el nombre de las curvas que recorre?) determinan su trayectoria hasta lanzarlo a los cuatro vientos vuelto generatriz de un prisma mansurrón y cabeceante. ¿A quién carajo era que le dolía el tobillo? Nunca a Victorino Pérez, ése está disfrutando la más epicúrea de las anestesias que reside en la sabrosura de saberse anestesiado, sentir el corazón de mermelada y una cancioncita sin sentido patinando al compás de la sangre:
"como sé que te gusta el arroz con leche en la puerta 'e tu casa te pongo un baile",
sin embargo le duele el tobillo. La prostituta anfitriona a quien apodan la Venadita, y no por la ligereza de sus cascos sino por los deslices subsidiaros, se ha desnudado exclusivamente para Victorino, se culipandea enmarcada por el dintel que se abre al sol del patio, los brazos en alto para mostrar las axilas y diagramar con sus tres nidos negros un incitante triángulo de pelos nocturnales, el sostén rosa pálido que le oculta los senos malgasta su inocencia sobre la piel aceitunada, también se quita el sostén, a Victorino se le engrifa el libido, está dispuesto a echársela al pico sin pedir licencia a los dos amigos que fuman sentados en el suelo, la aparición doliente de Blanquita le arruina la intención. Blanquita surge a los primeros compases del ballet del quirófano, un encamisado le lava la herida con suero fisiológico, otro le liga los vasos rotos con hilachas sacadas de tripas de animales, un tercero le sutura la piel con fibras de algodón, el último le hunde en los blandos una inyección antitetánica, al final se marchan en indolente pas de quatre, la dejan reposando boca abajo, adhesivos le cuadriculan las nalgas, una bolsa de hielo es la montera del culo, ¡ole! A más de dos kilómetros de distancia las cosas suceden tal cual Victorino las está mirando en su refugio de Pro Patria, tan sospechosa telepatía lo impulsa a regresar prudentemente a sus terrenales limitaciones, brujerías ni de vaina, Victorino. El prisma se funde en generatriz, la generatriz se desplaza hasta hacerse tangente de, la tangente se ovilla en lemniscata, la lemniscata se parte en dos círculos, uno de los círculos se achata en elipse, la elipse se despliega en parábola, la parábola se retuerce en espiral, la espiral desciende vaporosa al cerebro que la engendró, el cubito y el radio de Victorino recuperan el cuerpo cabal de Victorino, el Corazón de Jesús se reintegra resignado a su pared, la Venadita le guiña un ojo (a Victorino) desde la puerta que se abre al sol del patio, no era cierto que se había quitado la ropa, ¿no hay más yerba?
Segundo arrebato de Victorino Pérez:
El malandro del párpado hinchado saca del bolsillo una cajita de fósforos, es mafafa lo que tiene adentro, lía un tabaquito, él mismo se lo enciende a Victorino, es una madre para él. En este segundo viaje Victorino se somete al asalto (acuden por su propia voluntad, no las llama como perritos) de cosas pasadas que vuelven a suceder sin cambiarse una coma, idénticas, las vive por otra y mismísima vez. Tal es el caso de la muerte del italiano (tuvo que matarlo), Victorino había conseguido tejer un petate de olvido sobre ese trago amargo, al menos sobre sus detalles más jeringosos, qué vaina, hoy resucita el episodio completo sobre la cal de la pared, como si un proyector estuviera denunciando sus movimientos a cámara lenta, ahí está la calle.
Son las seis de la tarde de un miércoles de ceniza, Victorino estuvo anoche bailando y bebiendo con Blanquita en el Palacio de los Deportes, ella tenía medio antifaz sobre los ojos y un lunar pintado en la barbilla, una botella de Caballo Blanco servida con hielo y soda los dejó sin lana, ciento veinte bolívares le cobraron esos ladrones, esta mañana amanecieron vaciados los bolsillos de Victorino, nublada su pensadora, decidió tirar un atraco para resarcirse de los vejámenes, Crisanto Guánchez se negó a acompañarlo, no le gusta trabajar a la luz del día, mucho menos con los nervios destemplados por la pea de la noche antes, Crisanto Guánchez sabe lo que hace.
Victorino ha escogido la sastrería del italiano porque está situada en la barriada de Caracas donde él aprendió (en la escuela no aprendía un sebo) a jugar pelota cuando desertaba de la escuela, es un baqueano en las complicaciones de este arrabal, a los veinte metros de fuga doblará la esquina, el estacionamiento de carros limita al fondo con una quebrada que ha explorado trescientas veces, un trecho más allá volverá a subir a la superficie, habrá desembocado en un bloque de apartamentos, ese laberinto de paredes y escaleras es también pan comido para él, ni Dick Tracy le seguirá las huellas después de la operación atraco, ni ese detective de la televisión, el de la cuerda floja.
Sin embargo, cuando se para a contemplar los casimires ingleses (de Maracay) que cuelgan en la vidriera, el roce de una mano invisible y fría (bajo cero) en las mochilas le indica que el asunto va a salir torcido, siempre le ha costado caro a Victorino no hacerle caso a los presentimientos. Son cobardía disfrazada, dice, los hace huir a sus cuevas como cucarachas, ahí está su error, el italiano de la sastrería se lo queda mirando desconfiado y sargento, es la hora del cierre, Victorino no tiene aspecto de cliente que viene a tomarse las medidas.
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