Rosa Montero - Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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Por entonces venía muy a menudo a verlos; desde luego todos los fines de semana. Ni siquiera tenía que avisar: era como de la familia. Y eso era precisamente lo que cautivaba a César: el esplendor hogareño que aquí se respiraba, la domesticidad perfecta. El jardín siempre húmedo en verano, el fuego de leña olorosa en los inviernos; la calma y la belleza que saturaban el ambiente. Todo era adecuado e impecable; todo parecía tener un sentido, incluso el gesto más banal. Aquí Tessa, y Nacho, y los niños, se movían como si supieran para qué; con la misma determinación que los personajes de una película. Y luego estaba la luz: esas lámparas que irradiaban un halo de luz equilibrado y cálido, un círculo de oro dentro del cual era obvio que jamás podría pasarte nada malo. César no había conseguido instalar una luz semejante en su casa. Ni aun gastándose el dinero locamente, comprándose la última línea de lámparas halógenas o los focos más caros del mercado. Sus luces eran siempre insuficientes o demasiado nítidas; y desde luego frías e inhumanas. Ni aun habiendo progresado económicamente, como era su caso; ni aun invirtiendo las ganancias de su vida entera, en fin, en comprar las mejores lámparas del mundo, podría adquirir César siquiera un metro cúbico de ese aire dorado y exquisito, de esa luz suculenta. Porque para eso debía de ser necesario el haber nacido tan rico como Nacho. Cómo le envidiaba César esa temprana intimidad con la armonía.

Él, en cambio. La primera luz eléctrica que conservaba su memoria era una bombilla colgando de un cable pelado. Así era en la cocina, y en el comedor, y en el pequeño cuarto en el que César dormía. Bombillas sin aliento que en vez de iluminar repartían sombras. Estaban tan altos los techos, tan sucias las paredes, tan descascarillada y vieja la pintura. En algún momento el piso debió de estar limpio, debió de ser coqueto: cuando sus padres lo alquilaron, tras la boda. Los pobres imbéciles se casaron a finales de 1935; la guerra les desbarató la vida y cualquier proyecto de decoración ulterior, si es que tenían alguno. Para cuando César nació, en 1942, exactamente nueve meses después de que su padre saliera de la cárcel, la casa era ya una ruina mugrienta. De su infancia recordaba la decadencia física constante: los cristales de las ventanas que se rompían y que eran reemplazados por cartones; los grifos que goteaban y que nadie arreglaba; las sillas desencoladas a las que sólo les quedaban tres patas, y en las que había que aprender a sentarse esquinadamente para mantener el equilibrio y no caerse. Una bandeja ennegrecida y otrora plateada, los residuos de una vajilla de té en vidrio con los filos de oro y un cenicero de porcelana roto y cuidadosamente pegado constituían los únicos restos arqueológicos de un mundo mejor definitivamente ido; mementos de cuando el padre de César era regente en los talleres de un periódico, de cuando la casa aspiraba a ser feliz. Pero el padre salió enfermo de la guerra o de la cárcel y no volvió a trabajar como regente. Y los picaportes de las puertas se soltaban, los baldosines se rajaban, los somieres se rompían, las persianas de madera se remendaban con cuerdas o permanecían definitivamente caídas, cegando las ventanas; la cisterna del retrete no funcionaba y los marcos de las puertas se iban pelando de cal de los portazos. Vivían en la apoteosis de la ruina.

Resultaba increíble que el perrito siguiera dale que te dale. Era un fenómeno, un sátiro incansable. César sacudió contundentemente la pierna, intentando desembarazarse del mal bicho; el perro gruñó y se revolvió, enfadado. ¡Señor Miranda! César miró alrededor. ¡Señor Miranda!, repitió la voz reprobadoramente: era la señora Smith, que le observaba con ojos de disgusto, con la boca de disgusto, con cara de disgusto, con pecho de disgusto, enormemente disgustada toda ella, derramando disgusto sobre César en avasalladoras oleadas. ¡No le da pena, señor Miranda, pobre perrito! El pobre perrito lleva una hora haciéndose una paja con mi pierna, estuvo tentado a contestar. Pero no, cómo iba a decirle esa barbarie; y más teniendo a Smith al lado, oh, oh, ahí estaba Smith, junto a su mujer, mirándolo, se habría dado cuenta de que no había ido a los servicios, de que César le había mentido, que se había escapado de él, que le había rehuido. ¡Rehuir al Gerente General! César se agachó y acarició con efusividad al maldito perro.

A su padre le recordaba en la cama, enfermo; o bien sentado en la única silla con cuatro patas que quedaba y pegando suelas en silencio. Porque trabajaba como zapatero remendón. Se lo contó una vez a Nacho y a Tessa; con ellos, el ser hijo de un zapatero remendón resultaba incluso exótico. Tienes un mérito increíble, eres fabuloso, exclamaba entonces Tessa sacudiendo el oro viejo de su pelo. Y él, César, se lo creía. Creía que Nacho y Tessa le admiraban; que apreciaban su mayor experiencia, que respetaban su profesionalidad y su trabajo. ¡Pero si César incluso había estado coqueteando con Tessa! De un modo platónico, sin llegar a nada, un simple juego; como el profesor que mantiene a raya, con enternecida pero halagada superioridad, el apasionado arrobo de una alumna. Qué manera de hacer el ridículo, Dios mío. Ahí seguían: Paula, Morton, Nacho y los demás moscones obsequiosos. Ahora acababa de unirse a ellos Quesada, que estaba contando algo. Algo de lo que todos se desternillaban, se apretaban los costados, abrían inverosímilmente las mandíbulas. ¿Sería posible que…? César sintió un golpe de frío en el cogote. Aguzó el oído, intentando atrapar las palabras por encima del barullo general. ¿No estaría Quesada contando que…? ¿Y ese gesto que estaba haciendo ahora, señalándose hacia el pie, que provocaba tamaña hilaridad entre los oyentes? Estiraba César el cuello desesperadamente, como si el ver mejorara de algún modo su audición. ¿No estaría Quesada repitiendo otra vez lo del maldito chucho? César ha enamorado a un perro; o bien: César ha enamorado a tu perro, Nacho. Tu perro se ha quedado prendado de César, aunque te parezca difícil; o quizá: Tu teckel ha descubierto por fin que César es un perro. ¿Por qué se reían todos tanto? Le parecía estar oyéndolos: El pobre César estará contento porque llevaba mucho tiempo sin tener éxito con nadie. ¿Lo había dicho? ¿Lo había dicho Nacho de verdad? ¿Lo había escuchado César, lo había adivinado de sus labios? Y Paula, ¿por qué le traicionaba y se reía? ¿O quizá lo estaba imaginando todo? Bebió de un golpe lo que le quedaba en el vaso y se sintió enfermo: llevaba tres copas y normalmente tomaba poco alcohol. El animal seguía brincando en su tobillo, estúpido además de rijoso, porque por mucho que se meneaba no conseguía refrotarse del modo apropiado. Y ahora que lo pensaba bien, ¿no resultaba sorprendente que el maldito perro le hubiera escogido precisamente a él? ¿De entre un centenar de piernas todas igual de apetecibles? ¿No era hasta demasiado sorprendente? ¿Incluso se podría decir que sospechoso? ¿No podría Nacho…? O quizá Tessa. ¿No podrían haber enseñado al animal para que fuera a refrotarse exactamente contra él, César, y no contra otro? Era una malignidad posible, incluso fácil; bastaba con educar al perro dándole a olfatear alguna prenda suya; y seguro que César se había olvidado algo en esta casa, de cuando se quedaba a dormir; o de cuando venía a la piscina. El bañador de las palmeras, por ejemplo; ¿no era cierto que no había vuelto a encontrarlo? Exacto, exacto, era el bañador de las palmeras, lo había buscado sin éxito por todas partes, cómo no se le ocurrió antes que se lo había dejado en casa de Nacho. César se estremeció, sintiéndose como la víctima de un conjuro vudú. Le desasosegaba el pensar que sus prendas personales andaban dando vueltas por ahí, por el mundo grande y enemigo; tanta fragilidad, tanta intimidad al descubierto. El teckel le escrutaba con sus ojillos como botones de vidrio coloreado.

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