Rosa Montero - Amado Amo
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Había un placer sombrío, un fulgor de harakiri en esa manera de asesinar el tiempo, de estrangular las horas; en la incalculable estupidez de consumir la tarde sentado en el retrete, fumando como un suicida y machacándose las entendederas con la lectura de una revista horrenda. Aunque más que leerla la devoraba, la apuraba hasta la última coma de sus textos como quien apura la cicuta. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN, ¡Gracias, NOFAT! He conseguido adelgazar 16 kilos FÁCILMENTE en un TIEMPO RÉCORD cuando ya había perdido las esperanzas de dejar de ser gorda. Ahora MI MARIDO ME QUIERE COMO EL PRIMER DÍA. Y lo mejor es que NO SE VUELVE A ENGORDAR. Señora de Brown, Miami, Florida. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS. Ahí estaba él, César, hundido en la insensatez de esas hojas impresas, ahora releyendo morosamente la revista de atrás hacia delante, mientras el reloj galopaba, y se le escapaba la vida, y él, César, sentía la dolorosa satisfacción de quien ejerce el mal conscientemente. Así es que aguantó un tiempo infinito repasando los reportajes y eternizándose con cada pie de foto, hasta que al fin, GRACIAS NOFAT, miró la hora y comprobó que eran las siete menos cuarto. Mierda, ya no le daba tiempo a pasarse por la agencia. Le dolían las nalgas, a estas alturas sin duda profundamente repujadas con los perfiles de la tabla del retrete. Pasó las páginas con desaliento. Ahí estaba de nuevo el anuncio de compresas de Nacho, en medio de un centelleo de estrellas. Se estremeció: se le habían quedado los riñones fríos. La primavera es una estación de clima traicionero. Eso, y el haber agotado el paquete de cigarrillos, fue lo que le decidió al fin a levantarse.
Metió la mano en el montón de ropa que había en el suelo, a los pies de la cama, y sacó unos pantalones vaqueros y una camisa y una camiseta medio sucias. Tampoco merecía la pena ponerse ropa completamente limpia, puesto que no se había duchado. Si Paula quisiera salir esa noche con él, entonces sí se ducharía. Ahora que lo pensaba, era una idea estupenda lo de cenar con Paula. En un buen restaurante. De repente sentía un hambre insoportable. Las siete y veinte; todavía podría encontrarla en la agencia. Se abalanzó sobre el teléfono, marcó, consiguió localizarla. Lo siento, César, pero he quedado para ir al cine, dijo ella. Pero mujer, con quién, dale una excusa. Lo siento, César, pero no. Estaba muy rara Paula últimamente. Un año atrás jamás le hubiera dicho que no. Anda y que te den por el culo, pensó, furioso, mientras colgaba el auricular. Pero inmediatamente después se dijo: Tengo que cuidar a Paula un poco más.
En la nevera sólo había huevos, así es que César escalfó cuatro en la sartén. Ahora, después de comer algo, podría ponerse a leer un buen libro. O esas revistas italianas de diseño que tenía tan atrasadas. ¡O el periódico, coño! Llevaba tres días sin saber qué desastres pasaban por el mundo. Encendió la radio de la cocina, porque en el silencio le parecía oír el jadeo asfixiado de las horas. Cálmate, César, se dijo: Cálmate. En realidad no es tan terrible; todos los jueves presentas tus ideas y algunas de ellas no están mal y son aceptadas. Es verdad que son ideas viejas, antiguas ocurrencias tuyas remozadas, o incluso hábiles copias; siempre fuiste bueno en el copiar, y los demás no se darán cuenta de que es copiado. Pero había otra parte en él que decía: Eso se nota, eso siempre se nota.
Se fue a comer los huevos frente al televisor, para echarle una ojeada al telediario y consolarse con las desgracias mundiales. Después vino un aburridísimo debate entre representantes de la administración, de la patronal y de los sindicatos sobre la negociación salarial. Luego un programa concurso familiar tan entretenido como estúpido; un telefilm abominable; el resumen de noticias del día; la meliflua charla de un cura; el himno nacional y una bandera flamígera tras la efigie del Rey; la carta de ajuste; una sopa de puntos grises acompañada por un pitido desquiciante. En total, casi cinco horas meritoriamente desperdiciadas ante la pantalla. El plato que había contenido la comida estaba cubierto de colillas y apestaba a grasa quemada. César volvía a tener hambre. Se puso en pie, apagó el aparato y fue a la cocina a freírse otro par de huevos y a tomarse una aspirina.
En realidad era absurdo, absurdo y verdaderamente denigrante el que le afectara de tal modo la opinión de Morton. El jueves pasado, tras quedar en evidencia frente a todos, César se había sentido enfermo de indignidad. Su única obsesión durante el resto del brainstorming fue la de encontrar el modo de disculparse ante Morton, de limpiar su imagen enfangada. Perdona, Morton, pero llevo varios días sin dormir bien y… Oh, no, no, qué excusa tan horrible. Perdona, Morton, pero estaba pensando en… No estaba atento porque… Me he distraído con… ¡Lo siento, Morton, pero no me encuentro bien, estoy en crisis! Pero los directivos no tenían derecho a estar en crisis. Un directivo en crisis era un ser profundamente sospechoso: algo malo tendría, algún fallo en las virtudes básicas, alguna enfermedad moral se enroscaría en su ánimo. Y además, hasta tenían razón en desconfiar. Porque un directivo en crisis era como un lanzador de cuchillos con el mal de Parkinson: con qué talante, con qué norte, con qué temple iba ese ejecutivo crítico a decidir las supremas decisiones de la empresa. ¿No perdería semejante ejemplar un tiempo precioso enfangándose en las morbosidades de la duda? ¿Y no se engolfaría quizás en la lucubración de sus propios pesares en vez de dedicar todas sus energías al trabajo? Estaba claro: la única crisis que se podía permitir un ejecutivo era la crisis coronaria. Palpándose el corazón, que a veces le dolía y se le agitaba en el pecho como un pájaro atrapado, César se dijo que él no se iba a librar ni tan siquiera de ésa.
La una de la madrugada. La noche se extendía ante él como un desierto oscuro en el que fuera fácil perderse para siempre. La cama le esperaba, sucia y revuelta, como si se hubiera acabado de levantar. Como si fuera el lecho de un enfermo. Y cuando se tumbó en ella casi se sorprendió de no encontrarla aún tibia. En fin, afortunadamente al día siguiente le tocaba venir a Encarna, la asistenta.
En ocasiones se le disparaba la imaginación: la loca de la casa, como decía Alejandro Dumas. Y, en efecto, tan sólo pergeñaba disparates. Por ejemplo: César imaginaba que, en el transcurso de un brainstorming, él exponía una idea maestra para anunciar detergentes, que era un campo tan esclerotizado y tan difícil; su novísimo concepto revolucionaría este tipo de publicidad; sería citado en los libros especializados; le copiarían en todo el mundo; la historia de los detergentes tendría un antes y un después de César; y Morton le demostraría su admiración y su cariño. O bien: sus enemigos se enfrentarían con él abiertamente; Quesada, Miguel, Nacho, todos intentaban hundirle por medio de comentarios mordaces y desde luego injustos; pero él sabía contestarles con lucidez y dignidad, probando públicamente que mentían, que manipulaban, que engañaban, que eran unos arribistas carroñeros; y Morton, comprendiéndolo todo, le demostraría su admiración y su respeto. O incluso llegaba a fabular situaciones extremas, la agencia se incendiaba, había un terremoto, se hundía el edificio. O quizá Morton atravesaba una etapa difícil con los suprajefes de Los Ángeles; Quesada, Miguel, Nacho y el resto de los ambiciosos sin escrúpulos renegarían de él, y sólo César le mantendría su apoyo leal y honesto; luego, claro está, las cosas se arreglarían y Morton le demostraría su…
Éstas y otras locuras andaba imaginando el jueves pasado, por ejemplo, después de que le llamaran la atención. Pero sobre todo se devanaba la cabeza pensando en cómo acercarse a Morton al final de la reunión y explicarle el asunto, perdona Morton pero. ¿Por qué le importaba tanto la opinión de Morton sobre él? ¿Por qué los jefes controlaban no sólo el trabajo, sino el nivel de autoestima de sus subordinados? ¿Por qué los jefes adquirían ese aterrador poder moral, siendo como solían ser tan inmorales? ¡Los jefes eran los dioses de un mundo ateo, los reyes absolutistas de una sociedad republicana! César se sentó en la cama, asfixiado de énfasis. Los jefes eran los dictadores de la democracia. César resopló. Le dolía el estómago. Se trataba a sí mismo demasiado mal; por ejemplo, no debería fumar tanto, se dijo mientras encendía un cigarrillo. En la mesilla tenía varios ejemplares de Rip Kirby y de El Principe Valiente\ escogió al azar una aventura del caballero de Thule y empezó a hojearla por vigésima vez, deleitándose ante esas viñetas tan delicadas y minuciosas: Aleta, Val, los gemelos; el trazo rico y seguro del genial Harold Foster. Y el enigma mayor de todos: ¿Por qué se despreciaba a sí mismo en lugar de despreciarlos a ellos? Los conocía de sobra; sabía bien de sus malas artes, de su voracidad sin fondo; de las insidias con que acosaban a sus víctimas y de la crueldad con que trituraban a los débiles. Ahí estaba Matías, por ejemplo, un cadáver patético que se empeñaba en seguir caminando, como los pollos a los que cortan la cabeza y aún atinan a dar tres o cuatro espasmódicos traspiés. Ahí estaba Matías, que ya no acudía a las reuniones de los jueves, trasladado de despacho, privado no sólo de plaza de garaje, sino también, y poco después, de ventana y secretaria; ahora nadie se detenía a hablar con él por los pasillos, y, a la hora del aperitivo y del almuerzo, todos desaparecían como por ensalmo para no tener que compartir mesa con él. Son crueles, son maquiavélicos, son terriblemente mentirosos, le dijo una vez a Morton hace ya tiempo, refiriéndose a Quesada y a los otros. Y Morton sonreía con gesto malicioso: Venga, venga, no exageres. Era la época en que Morton aún venía a visitarle, en que César aún se caía simpático a sí mismo. Por entonces César pensaba: Morton no es culpable. Le tienen acorralado, le tienen equivocado, los directivos le han cercado y le confunden, contándole mentiras tendenciosas. Como el rey shakespeariano engañado por las intrigas palaciegas. Por eso César se esforzaba en decirle: No conoces la empresa, tus capataces ejercen el terror sin tú saberlo. ¡Basta ya!, se reía abiertamente Morton, sin duda algo enfadado; dime hechos concretos, dime casos, a qué te refieres, a quién aterran. Y entonces César intentaba explicarle las humillaciones ajenas de las que él era testigo cada día, la inseguridad, el miedo. Le hablaba de Pepe, que llevaba cuatro años pegando letraset; o de Paula, que era la única persona de antes de la absorción que todavía no había sido ascendida; le citaba a Horacio, a Ricardo, a Manolo. Y Morton iba deshaciendo implacablemente su alegato: ¿Ése? Pero si ése no da ni golpe… Pero si ése es un inútil… Y en cuanto a Paula, en fin, es una chica muy simpática y ya sé que a ti te gusta, pero no es precisamente una lumbrera. Y entonces César se callaba. ¿Cómo sabes que son unos inútiles, quién te lo ha dicho, por qué confías tanto en la información que te dan tus directivos? Eso era lo que César hubiera querido contestarle, la pregunta que se le moría entre los labios; pero al llegar a este punto guardaba silencio, derrotado, sin fuerzas para contrarrestar la maraña de tendenciosos datos. Y también porque al final siempre le surgía alguna duda: ¿Y si él tiene razón, y si me estoy equivocando? Pepe un sinvergüenza, Horacio un vago, Ricardo un inútil y Paula Pobrepaula en las mismísimas antípodas de la esencia lumbrera. Morton hablaba con tanto aplomo, con tanta seguridad en lo que decía.
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