Rosa Montero - Amado Amo
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El tener hijos, en fin, conllevaría la falta de libertad para moverse; para entrar y salir; para viajar; para ligar; incluso para trabajar, para crear, para pintar cuando se sintiese en la necesidad de hacerlo. Ahora bien: llevaba años sin tirar una línea, sin pergeñar una mísera idea. ¿De qué le servía libertad tan estéril? Bien podía haberse dedicado a cuidar, en el entretanto, una docena y media de rapaces. Pero éste era un razonamiento también absurdo: ¿A qué venía tanto pensar si hubiera sido mejor tener un hijo? Como si la decisión hubiera dependido de él. Ninguna mujer quiso nunca dejarse embarazar con su semilla. Al menos que él supiera. César se arrebujó en las sábanas, sintiéndose pequeño y desgraciado. La dictadura femenina de lo maternal: qué poder tan abusivo y repugnante. Ahí estaban ellas, decidiendo tiránicamente de quién querían parir y a quién condenarían a una esterilidad eterna. Mujeres: dueñas de la sangre, hacedoras de cuerpos, despiadadas reinas de la vida. Nunca podría perdonar a las mujeres su prepotencia de ser madres. Las dos y cuarto. Tenía intención de acercarse por la agencia, pero ya no le daba tiempo a ir antes de la hora del almuerzo. Las dos y veinte: un café y un cigarrillo. Arriba. Se quedó un rato sentado en el borde de la cama, sintiendo el frío del suelo contra los pies descalzos, mirándose los pelos de los huevos: le habían empezado a salir canas. Sobre todo un cigarrillo. La inmensa mayoría de los días se levantaba tan sólo urgido por la necesidad de aspirar esa primera calada, humo caliente que atravesaba su garganta, que invadía sus pulmones, que calmaba la tóxica sed de su cerebro. El primer cigarrillo siempre le mareaba.
Se puso los zapatos y chancleteó en cueros hasta la cocina, guiñando dolorosamente los ojos al entrar en la deslumbrante habitación. La ventana no tenía persianas y el día penetraba en el cuarto de un modo avasallador, rebotando en los platos sucios, en la blancura de la nevera, en la superficie de cristal de la mesa. Abrió el grifo del agua caliente y se llenó una taza; echó dos cucharadas de café instantáneo, removió cuidadosamente con el mango de un cuchillo y se bebió el brebaje. Las secretarias de la oficina de enfrente estaban soltando risitas y haciéndole muecas, como siempre. Como si no hubieran visto nunca un hombre desnudo. Carraspeó, tosió, escupió en la pila. Encendió la radio y prendió al fin su primer cigarrillo de la mañana. O de la tarde. Apagó la radio y se dirigió cansinamente hacia el estudio.
Un día Morton le había dicho: Qué envidia me das, viviendo solo. Era un tópico estúpido, pero Morton no era estúpido y la frase en sus labios no parecía un tópico. Así es que César se sintió halagado. Pero venga, Morton, ¿y Miriam?, bromeó entonces, para disimular su envanecimiento.
Oh, no. Morton movía la mano en el aire, como borrando invisibles malentendidos. No, no, no. No lo digo por eso: por las mujeres. Lo digo por esto: por la libertad y por el tiempo. Y Morton señalaba con la barbilla hacia sus telas; sus cuadros; sus bocetos chinchetados en la pared; su estudio, del que entonces César se sintió tan orgulloso, con el techo de placas de vidrio que dejaban pasar una luz opalina y radiante. Qué tenía Morton, qué maldito ungüento le había ungido, qué hacía que cualquier cosa que él dijera gozase la propiedad instantánea de elevarte al séptimo cielo. O de hundirte en la miseria. Y eso que jamás levantaba la voz. Jamás gritaba Morton, jamás perdía la compostura; estaba demasiado bien educado para ello.
Respiró hondo y abrió de un empujón la puerta del estudio. Sorprendentemente todo seguía igual. La luz algo más lúgubre, manchada por la mucha porquería que se acumulaba sobre el vidrio. Encendió la cadena de alta fidelidad y dio la vuelta a la misma cinta que se encontraba en la platina: era Billie Holiday. Un estudio de techo traslúcido, un exquisito equipo de música, los quejidos de la Holiday; y él pintando furiosamente en medio de tan resplandeciente espacio. Esta era la fantasía de su adolescencia; la dorada ensoñación de su futuro. Pero el futuro había llegado y había estallado entre sus dedos como una burbuja de agua. Llevaba un mes sin entrar en el estudio.
Y aquí, claro, te pasarás las horas muertas, había dicho Morton. Pero ahora más que pasar las horas muertas se dedicaba a matar horas. A estrangularlas. Asfixiarlas lentamente. Se coge a la hora por la parte más delgada de su estructura temporal y se aprieta vigorosamente hasta que entrega, agonizante, su último minuto. Ahí estaban las telas. Bastidores enormes recostados contra la pared, de cuando pensó que sus ideas iban a ser tan grandes que necesitaba pasarse a la pintura métrica. Y bastidores diminutos de cuando decidió que, para salir del atasco, nada mejor que intentar atrapar la realidad en sus pizcas. Pero todos los lienzos permanecían en blanco. Bueno, todos no; estaba también ese cuadro pequeño medio emborronado con lo que era una copia de Jasper Johns, y ese grande manchado con lo que era una copia de su propia obra quince años atrás. Y además había papeles desgarrados, bocetos rotos, espátulas y pinceles sin limpiar; y un olor a cerrado, a aburrimiento y a horas difuntas. Cortó a Billie Holiday en mitad de un virtuosismo laríngeo. En realidad no le gustaba.
Las cuatro menos veinte. Sería cuestión de ir empezando a pensar en comer algo. Encendió otro cigarrillo y brincó para librarse de las pequeñas brasas que le cayeron sobre el pecho desnudo. Entró en el cuarto de baño y se contempló en el espejo: pálido, esquelético. Con esas carnes desmayadas que solían empezar a criar los hombres de su edad; unas carnes en las que podías hundir el dedo fácilmente, como en una pelota poco hinchada. Hundió el dedo en su muslo. Lo sacó. Lo hundió de nuevo. La zona empezó a ponerse roja. Siempre había sido escuchimizado, pensó César, pero ahora se estaba poniendo escuchimizado y blando, qué desgracia. Morton hacía tenis. Y squash. Y pesas, creía César, en los fines de semana; una actividad muy norteamericana, desde luego, aunque Morton fuera inglés. Y aristócrata, pese a su nombre de asesino de película mala. Además, claro, era el jefe máximo de la empresa. Cuando vinieron hace unos años los directivos de la Casa Madre, allá en Los Ángeles, César descubrió súbitamente que incluso Morton poseía un jefe. Hubiera debido sentirse gratificado ante tal constatación, pero en realidad fue una revelación aniquilante: algo así como comprender que Dios no existe. O que nuestro Dios es menos poderoso de lo que soñábamos; porque, a fin de cuentas, es la magnitud de nuestros dioses, de nuestros reyes y de nuestros jefes lo que nos da la medida de lo que somos. A César le costó bastantes meses poder perdonar a Morton que no fuera el Mejor. Luego se le fue olvidando. Porque a la postre todo se olvida. Incluso el éxito; o sobre todo el éxito.
Encendió la pequeña radio estereofónica y se sentó en la taza. Sus juguetes electrónicos, como decía Paula. Debajo del lavabo, al alcance de la mano, se apilaba una torre inestable de libros y revistas. Cogió distraídamente la primera. Era un número viejo de Al Día, una de esas publicaciones femeninas; probablemente estaba ahí por lo de la campaña de compresas. Empezó a hojearla: bodas, divorcios, novios, escándalos. Yo soy muy romántica y el día que encuentre a un hombre será para siempre, decía una joven starlet Con un cuerpo de gacela y su sonrisa de ángel, Blanca nos franquea la puerta de su bonito chalé en la sierra, decía el entrevistador de la romántica. Seguro que después se la tiró, se dijo César. Al principio, Morton incluso venía a su casa. No estaba tan desordenada como ahora, desde luego. A veces venía, cuando estaba nervioso; o cansado; o preocupado. Sin avisar llamaba desde abajo. Soy Morton, ¿estás ocupado?, decía por el interfono con su castellano de acento perfecto, ¿puedo subir? Fue así desde el primer día, sin que Morton se rebajara nunca a soltar una de esas zafias disculpas del tipo es que pasaba por aquí. César siempre le admiró por eso: por ese elegante silencio en el que él creyó ver la sensibilidad de Morton. Aunque ahora, quién sabe, ahora César empezaba a pensar que quizá se comportaba así porque era jefe; que poseía esa naturalidad para la invasión que proporciona el mando. Porque en realidad Morton invadía su casa, su territorio, sus dominios; lo hacía sin previo aviso y convencido de que sería bien recibido. Y siempre lo fue, en efecto. Por ahí andaba aún la última botella de JB que César le había comprado, todavía con la mitad del contenido; porque César prefería el Black and White. Un día de esos tendría que beberse el JB , o verterlo por el sumidero de la pila; Morton no había venido por casa en los últimos tres años, y era muy improbable que volviera. ¿SABÍA USTED… que, según el doctor Kedar Adour, la modelo que inspiró la enigmática sonrisa de la Mona Lisa de Da Vinci pudo haber padecido una parálisis facial por la contracción de un nervio del oído? Ahí estaba el anuncio de compresas. A doble página, con la foto a sangre. La modelo saltando como una gacela, mejor dicho volando, en mitad de un firmamento cuajado de estrellas que, poco a poco, hacia la parte superior de la foto, se convertía en un cielo azul y soleado. Simplex: de la Noche al Día, Y nada más, tan sólo este texto en todo el anuncio, el muy cabrón. Sólo el logotipo de Simplex, y el pantalón ajustado hasta parecer una segunda piel, y las piernas abiertas de par en par de la modelo, como una primera bailarina en el salto más prodigioso y descoyuntante de la Historia. Y ese firmamento tan bien hecho, ese fondo perfecto, esa imagen a medias mágica, a medias hiperrealista, que atrapaba inmediatamente el ojo del lector, con la chica flotando en el líquido y hondo mar de estrellas. El muy hijo de perra. Era un buen anuncio. Era una campaña formidable. Y con esa modelo que se había sacado de quién sabe dónde, a la que el público había adorado en cuanto asomó la cara por televisión. De la noche al día. Desde luego el cabrón de Nacho tenía ideas. Consejos prácticos: Si quieres que tus jerséis de angora no pierdan pelo, mételos durante un par de horas en el congelador de la nevera antes de estrenarlos. No ya angora, sino auténtico cachemir, ése era el tejido que Nacho solía usar; soberbios chalecos, y chaquetas, y jerséis, convenientemente desgastados y arrugados, resplandecientes de elegancia natural. Prendas empapadas de distancia y señorío hasta la última de sus fibras, ropas que Nacho vestía fácilmente con el mismo sentido de clase con que el caballero medieval se embutía en su armadura labrada. El cachemir era su coraza de niño de Neguri, de cachorro de la alta sociedad. Guardaba unas extravagantes propiedades internas, el cachemir. Si se lo ponía él, por ejemplo; si se vestía con el par de chalecos de este género que se habla comprado, el resultado no era el mismo. Por eso él prefería seguir usando los vaqueros, y los jerséis informes, y las chaquetas amplias de la época hippy, aquel paréntesis de la Historia durante el cual todos querían parecer pobres, incluidos los señoritos de Neguri. Así, cuando menos, César resultaba anticuado, pero no plebeyo. Echó una ojeada medrosa al reloj de pulsera: las cinco. Dios-dios-dios-dios. Con la de cosas que tenía que hacer; y además quería darse una vuelta por la agencia. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN PASAR HAMBRE. César movió los pies de sitio en un intento de desentumecer las piernas, acorchadas por la incomodidad de la postura. Aunque en realidad, ¿para qué quería ir a la agencia? Para que le vieran: hacía tres días que ni tan siquiera se asomaba por allí. Pero, ¿servía de algo, engañaba a alguien por el hecho de pisotear un poco la mullida moqueta de la empresa? Las pantorrillas le hormigueaban horriblemente a medida que la paralizada corriente sanguínea iba recuperando territorio. Tenía que presentar ideas para la campaña de los cafés. Eso sería en el brainstorming de mañana, de todos los jueves. ¿Y tú qué opinas, César?, había preguntado Morton el jueves pasado. César había tragado saliva, sabiéndose amenazado por todas esas miradas que súbitamente convergieron en él. Hacía un tiempo inmemorial que Morton no le consultaba para nada, de modo que la pregunta le pilló con la guardia baja y las defensas rotas. ¿Y tú qué opinas, César? Dios mío, si ni tan siquiera estaba atento, si no sabía bien de qué estaban hablando. Quesada escrutándole, Nacho contemplándole, Miguel taladrándole y los ojos de Morton como brasas. Y ese repentino y ávido silencio en la sala de juntas, ese paladear de la tragedia ajena. Titubeó unos instantes, luchando contra el pánico, sintiéndose como el escolar que no se sabe la lección y que es pillado en falta. Perdona, pero no estaba atento, balbució al fin. Parece que últimamente andamos bastante despistados, comentó Quesada en tono glacial. Sí, eso parece, rubricó Morton con una sonrisa pequeña y afilada. Y luego pasaron a otra cosa, olvidándose de él, dejándole a solas con el incendio que se le había declarado en las orejas: una hoguera auricular y abochornada. Estuvo a punto de hacer un gesto disparatado a su vecino de mesa, algo así como girar las pupilas dentro de las órbitas, o poner los ojos en blanco, o hinchar los carrillos y luego soplar el aire suavemente: algún guiño feroz y aturullado ejecutado a espaldas del maestro. Pero pudo controlarse justo a tiempo. Así es que se limitó a quedarse ahí hundido en la desesperación y en el asiento, echando humo por las orejas e incapaz de entender las palabras que oía. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN PASAR HAMBRE. Lo había probado todo para adelgazar sin resultado alguno. Cada día estaba más gorda y mi angustia iba en aumento. Entonces probé NOFAT y perdí DIEZ KILOS EN DOS SEMANAS. Un mes más tarde había adelgazado 15 kilos más, consiguiendo ESA FIGURA IDEAL QUE SIEMPRE HABÍA SOÑADO. Gracias a NOFAT ahora SOY FELIZ. Señora de Benigno, Manila, Filipinas.
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