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Rosa Montero: Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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¿Qué quieres decir?, había preguntado entonces César con demasiado ímpetu. ¿Qué quieres decir?, y afortunadamente reprimió lo que seguía: Insinúas quizá que no trabajo en la agencia porque estoy pintando. Pero aun así, aun cortada a la mitad, había sido una pregunta demasiado emocional. ¿Que qué quiero decir? Estás muy susceptible, César; y los ojos de Morton eran un agujero azul oscuro. Perdona, tuvo que disculparse él; es que no, no estoy preparando ninguna exposición, no, no estoy pintando, llevo años sin poder pintar, atrancado, parece que se me ha acabado la inspiración. A Morton se le pusieron los ojos casi negros y tan sólo dijo: Ya veo. Y fue como si dijera: Hace cuatro años que no ganas ni un premio, hace tres que no realizas una campaña como es debido, hace dos que no me das una sola idea original, hace uno que los anunciantes ya no me preguntan por ti, no te piden, no se acuerdan de ti, te han olvidado. Aunque quizá Morton no quisiera insinuar nada de esto y las sospechas de César no fueran sino un reflejo de su paranoia. Porque últimamente, tenía que reconocerlo, César no se encontraba bien. Andaba muy inseguro. Acongojado. Un problema de nervios.

Ahora bien, un momento. Un momento. No había que perder la calma. A fin de cuentas él no era como Matías. Infeliz Matías mediomuerto. Encorbatado cadáver laboral. Él, César, en cambio, era una figura en Golden Line. Uno de sus cuadros estaba colgado en el Museo de Arte Contemporáneo. Su nombre aparecía en el libro Veinte años de publicidad. Él, César Miranda, era una estrella. Quizá declinante, pero estrella. No había comparación posible con Matías. Ahora decían que Matías era un alcohólico, y desde luego lo era. Pero lo había sido durante años, y tampoco se podía decir que la empresa fuera precisamente un paraíso de moderación. Miguel, por ejemplo. Miguel bebía disparatadamente. Y en la reputación de Quesada también cabían unas cuantas borracheras colosales. Quizá medio apagada, pero estrella.

Meses atrás, cuando la Golden Line se mudó a este rutilante y moderno edificio, Matías trajo un día a su hija subnormal para enseñarle la Casa. La niña tenía trece o catorce años y apenas si se le notaba la tara; era gordita y saludable, y con otro padre hubiera podido ser incluso guapa. Pero palmoteaba regocijadamente todo el rato y de su boca siempre abierta colgaban unos hilillos de saliva. Matías la paseó por las dos plantas de la agencia, le enseñó el estudio de diseño industrial, con sus maquetas, prototipos y cacharros raros que parecían juguetes; la metió en la sala de proyección y le pasó unos cuantos anuncios, y por último la llevó a su propio despacho: Aquí trabaja papá.

Quizás agonizante, pero estrella.

La niña chillaba y palmoteaba embelesada, mientras las secretarias le daban caramelos sacados de insondables cajones y los ejecutivos le acariciaban distraídamente la cabeza mongólica. En general se podía decir que en aquella ocasión el personal se portó muy amablemente con Matías; muy respetuosamente, incluso, aunque para entonces el hombre había empezado ya su decadencia. Y ahora, hundido definitivamente por debajo de la línea de flotación, a Matías le quitaban de la noche a la mañana su plaza de garaje. Por lo menos eso, se dijo César; por lo menos debo evitar convertirme en un ser tan patético.

2

Al abrir los ojos observó que la luz se agolpaba al otro lado de las persianas bajadas, empujándolas, se diría que hinchándolas, casi reventándolas con ese sol que se filtraba a presión por las rendijas. De modo que con toda seguridad era muy tarde, el día probablemente estaba en su apoteosis y el Deber aporreaba su ventana con un clamor de luz: Arriba, gandul, inútil, zángano. César cerró los párpados y se dio media vuelta en la deshecha cama. Por las mañanas, su cama era un lugar acogedor, una blanca armadura frente al mundo, el último refugio. Por las noches, en cambio, era una pista de despegue para Dios sabe qué remotos e inhóspitos lugares. Llevaba una eternidad sin dormir como es debido. Para poder cerrar los ojos sobre sus miedos tenía que atiborrarse de píldoras; y aun así transcurrían horas antes de conquistar el sueño. Por eso se levantaba tan tarde por las mañanas; por eso y porque no lograba encontrar una razón suficiente para ponerse en pie. César cogió el reloj que estaba en la mesilla y puso la esfera bajo uno de los densos y polvorientos rayos de sol: Las doce y cuarto. Se tumbó en la cama de nuevo. Se le estaba escapando la mañana. Tenía tantas cosas que hacer que de sólo pensarlo sentía náuseas. Recoger el traje gris de la tintorería, si es que los empleados no se lo habían rifado para entonces, porque llevaba allí quizá medio año; avisar a los albañiles para que arreglaran la gotera de la cocina; llevar el coche al taller antes de que se rompiera definitivamente; llamar a su agente fiscal, archivar papeles y facturas, renovarse el carné de conducir y un sinfín de recados semejantes. Esto sin contar con el correo acumulado desde hacía meses, las llamadas telefónicas que recogía puntualmente su contestador automático y que él ignoraba, los amigos a los que ya no veía porque no encontraba tiempo para telefonearles. Responsabilidades todas ellas en sí terriblemente enojosas, pero que, magnificadas por el inmenso retraso en el cumplimiento que arrastraban, habían terminado por adquirir una dimensión de pesadilla. Y a esto había que añadir el agobio del trabajo, o cabría mejor decir del no trabajo; su necesidad de hacer en la agencia algo que mereciera la pena y su imposibilidad de conseguirlo; y esos lienzos impolutos en los que no era capaz de dibujar una raya. Oh, oh, oh. César se sentía un gusano y la cama era su acogedor capullo. Miró la hora: La una y cinco. El problema era que el paso del tiempo no le convertiría en mariposa.

Cerró los ojos, fatigado de tanto no hacer. Si tuviera un horario; si tuviera alguna obligación concreta; si pudiera creer en la necesidad de sujetarse a una responsabilidad determinada: entonces le sería fácil arrojarse fuera de la cama, en las mañanas, y comenzar sus días con un talante emprendedor y ejecutivo. Pero César había perdido la fe en las pequeñas rutinas; y se le antojaban absurdos los gestos cotidianos que para otras personas formaban el entramado de la vida. Por eso se despertaba siempre tan tarde y, lo que era aún peor, se pasaba después horas y horas intentando cargarse de convicciones para ponerse en pie; para escapar de esas sábanas tibias y un poco sudadas que le abrazaban como abraza una amante celosa: dulce pero asfixiantemente. Un café, un café y un cigarrillo. La una y veinticinco. Quizá mereciera la pena levantarse para tomar un café y fumarse el primer cigarrilo de la mañana. En la penumbra de la habitación reverberaban los ruidos diurnos del vecindario, tan conocidos; el taconeo de la señora de arriba al regreso de la compra; el violento abrir y cerrar de puertas de los niños contiguos, que volvían del colegio hambrientos y peleones como chinches; la radio atronadora del jubilado sordo. Nunca se lo había propuesto seriamente, pero lo cierto es que, ahora, a veces lamentaba no haber tenido hijos. Se imaginó a sí mismo levantándose animosamente a las ocho de la mañana para llevar a sus chicos a la escuela: era una imagen confortable y cálida. Claro que la escena paternofilial conllevaría otras obligaciones menos gratas; la rutinaria convivencia familiar; ver televisión todas las noches; y los sábados, que es cuando vendría la canguro, ir a cenar a un restaurante con otra pareja. A ser posible un compañero de trabajo y en situación ascendente dentro de la empresa. O incluso con Quesada y su mujer; una bonita cena de matrimonios con Quesada. Andando el tiempo, y tras unas cuantas visitas a los restaurantes de moda, César podría invitar a Quesada a su propia casa. El subdirector vendría con una botella de rioja y acariciaría la cabecita rubia de su hijo, el hijo de César; Quesada palmearía las mejillas del niño con su mano de ogro aún engrasada por los cacahuetes del aperitivo, y todo resultaría de lo más decente y apropiado.

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