Rosa Montero - Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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No debía haber venido. Incluso le dolía el ver la casa tan cambiada, del mismo modo que dolía el encontrar a un antiguo amor y comprobar que no se reconoce la ropa que viste. Ese cuadro, por ejemplo: ese cuadro no estaba. Ni el gran rectángulo de sofás blancos. Ni los linos que tamizaban la luz cenital de la claraboya. Todo muy original, muy personal, muy bello; con ese refinamiento primordial que no te venden en las tiendas, que no se adquiere con dinero, sino que es consustancial en los cachorros de la clase superior. Nacho había crecido viendo cosas bellas, pinturas exquisitas, muebles singulares, jarrones de la dinastía Ming, copas de Bohemia. Cómo le envidiaba César ese precoz conocimiento de lo hermoso. Nacho había escuchado desde pequeño los conciertos de Brahms, las óperas de Mozart, los estudios de Bach, quizás una sinfonía de Stravinski o el meticuloso piano de Satie; ricas tramas musicales que resonarían por la casa mientras el niño Nacho jugaba al escondite con sus primos; porque los hijos de la clase alta se cultivaban así, como por ósmosis. Nacho habría visto, desde muy chico, la lujosa biblioteca familiar; las estanterías de nogal; los miles y miles de volúmenes. Libros encuadernados en piel, con los filos dorados, con fino papel biblia, con grabados preciosos. Libros para perderse, para investigar, para atisbar la inmensidad del mundo. Cómo le envidiaba César ese privilegio cultural. Del mismo modo que los gimnastas de élite comenzaban a contorsionarse siendo críos, o que las grandes figuras del ballet empezaban a ejercitarse en la niñez, así los ricos trabajaban la musculatura de su sentido estético desde la infancia, de suerte que al llegar a la madurez estaban muy por delante de los demás mortales, tan inalcanzables en eso como lo eran Nuréiev o la Comaneci en el dominio de sus cuerpos. Al principio, cuando aún lo creía amigo, Nacho le escuchaba decir todo esto y se reía: Estás equivocado, César, los ricos de este país son en general unos analfabetos, unos bestias. Pero César sabía que había que empezar desde temprano para llegar tan alto; y se desesperaba con la colosal intuición de sus propias carencias.

César ha enamorado a un perro y… haciéndose una paja con su pierna, oyó decir allá a lo lejos a Quesada con una pituda voz de chufla, sus palabras medio borradas en la distancia por el oleaje de las conversaciones. Y, en efecto, la bestezuela seguía jadeando y restregándose, mirándole con ojillos de loco. ¿No se cansaría nunca? ¿No se sentiría tentado a probar suerte y aventura en otras piernas? Por ejemplo: las sólidas extremidades inferiores de Pittbourg, que estaba charlando en un pequeño corro justo al lado; rotundas pantorrillas de ex-jugador de soccer arropadas en una franela estupenda; además tenía vueltas en los bajos del pantalón, lo cual sin duda proporcionaría a la pequeña bestia una superficie de refrote interesante. ¿No le apetecería experimentar placeres nuevos? Pero no; el maldito chucho era un animal fiel, en apariencia. Y por otra parte no era un chucho, sino sin duda un bicho de pedigrí finísimo, medio kilo de perro pertrechado de certificados, papeles acreditativos y diplomas de alcurnia, porque seguramente el puñetero monstruo poseía un árbol genealógico más frondoso que el del plebeyo César, seguro que del teckel se conocían al menos media docena de generaciones previas, mientras que César se perdía en las oscuridades en cuanto que pasaba a sus abuelos. Si hubiera tiendas de personas, lo mismo que existían las de animales, su cotización de hombre de clasificación indefinida sería sin duda inferior que la de ese monstruo de lujuria. O aún peor: algo le hacía sospechar a César que él no encontraría comprador. Se imaginó a sí mismo en un enorme hangar, encerrado en su jaula solitaria; por delante de los barrotes pasarían los clientes sin mirarle, atraídos por los ejemplares de las cajas vecinas, que eran todos hombres provistos de un fenotipo claro, nítidos en sus características vitales, perfectamente reconocibles, socialmente adecuados. Y los compradores, como Tessa, la mujer de Nacho, sí, Tessa estaba allí, al otro lado de las rejas de su jaula; los compradores, en fin, verificarían escrupulosamente la pureza de los ejemplares de la tienda, Tessa escrutando la dentadura ejecutiva de los hombres, su pedigrí del éxito. Y los clientes irían vaciando las jaulas vecinas, que se volverían a llenar y se volverían a vaciar, mientras él, César, envejecía en su rincón, del mismo modo que el cachorro feúcho y de raza mestiza permanecía meses y meses en la tienda sin que nadie lo quisiera, creciendo descuidado de todos dentro de un cajón, hasta convertir su jaula en un recinto demasiado estrecho para sus dimensiones de adulto olvidado. Ni siquiera Paula, a la que ahora veía César entrar en el hangar, ni siquiera Paula, se temía, sería capaz de mirar al cachorro como éste necesitaba ser mirado.

Paula estaba en efecto al otro lado de la sala, seguramente acababa de llegar. César se extrañó, porque le había dicho que no pensaba venir; y en cualquier caso se había retrasado bastante. La contempló casi con ternura, miope y parapetada detrás de un vaso de algo y de un cigarrillo, mirando a la concurrencia con ese gesto casi feroz que la extrema timidez le confería. No siempre era tan tímida, sólo a veces; como ahora, cuando entraba en un vasto salón lleno de gente. Le asustaban las muchedumbres, como a él; por eso César le había propuesto que vinieran juntos esa noche. En fin, mejor tarde que nunca. César puso rumbo hacia Paula y dio dos o tres brazadas en el mar de gentes; pero chocó con el iceberg Smith, el gerente, tan enorme, calvo y lívido como una masa de hielo. Oh, oh, amigo Sisar, gruñó encantado el iceberg, agarrando a su víctima del brazo. El maldito perro volvió a trepar por la pantorrilla de César. Globo de Oro muy importante, decía Smith; Globo de Oro muy interesante, muy bueno para la agencia, yo ahora meter Globo de Oro en la book de este año, ¡más clientes! ¡más dinero! ¿Comprendes? Y César decía que sí, que comprendía, e intentaba encontrar el modo de zafarse, perdona Smith, pero iba al servicio, rest-room, toilette; y al fin Smith abría la garra, soltaba su magullado brazo, no sin antes despedirse con su broma habitual del ¡Ave Sisar! bramada con los talones juntos y la mano en alto; broma que siempre provocaba en César angustiosos deseos de matarlo o morirse. Pero como Smith era el gerente se limitó a sonreírle.

Se alejaba a toda prisa de Smith, con el maldito perro aún enredado entre sus piernas, cuando advirtió que Paula ya no estaba sola. Ahora se encontraba con Morton y con Nacho; y con un puñado de aduladores oficiales. César detuvo su avance en seco; el perro se estrelló contra su pantorrilla derecha. No quería sumarse a un grupo así; no quería tener que sonreír a Nacho; no quería que Morton pensase que le andaba buscando. No quería confundirse con la corte. Dio un trago a su copa, sin saber qué hacer.

Claro que su posición había empeorado sensiblemente, pensó César. Ahora se encontraba en medio de la sala, había perdido el refugio de su acogedor rincón y se sentía expuesto a un riesgo indefinido. No debía haber venido. Esta casa, que antes fue un cobijo para él, era ahora una trampa. Aunque no, siempre fue una trampa; sólo que él no se había dado cuenta. Te has portado tan bien con Nacho, decía Tessa por entonces agitando su melena de oro auténtico. Porque Tessa era una andaluza rubia. Había nacido rubísima a fuerza de que sus padres, y sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos, vivieran como rajaes y se alimentaran opíparamente. O quizá tuviera algún antepasado inglés y desde luego lord. ¿Por qué se casaban siempre entre sí? Los ricos. Los aristócratas. ¿Por qué, aunque se manifestaran como los más desprejuiciados, los más modernos y demócratas, siempre se casaban entre sí? Nobles con nobles, apellidos con apellidos, fortunas con fortunas. O acaso apellidos con fortunas y viceversa. Y él, César, que no tenía ni una cosa ni otra, ¿qué podía hacer?

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