Rosa Montero - Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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A la edad en que Nacho estaba estudiando arquitectura, él, César, trabajaba coloreando letras en una agencia; y tenía que hacer verdaderos esfuerzos económicos para poder ir de vez en cuando a Francia a comprar libros de arte contemporáneo o revistas de diseño. Porque en la España franquista no había nada. Nacho, en cambio, se había librado de la sordidez de la posguerra y se había criado en las vanguardias; hablaba inglés, francés, alemán; había vivido en Nueva York, había trabajado en Hamburgo durante año y medio en el departamento creativo del Stern. No era justo. No era justo. No era justo.

Ahora Paula y Nacho se habían quedado solos; conversaban animadamente allá a lo lejos. Qué tendría que contarle Nacho a Paula. Y por qué escuchaba Paula tan sonriente. A veces, cuando César se quejaba de las humillaciones recibidas, Paula le decía que aún podía darse por contento, que ella y las demás sí que se encontraban relegadas, que por ser mujer nunca conseguiría nada. Y entonces soltaba la vieja retahíla, que si ella era la única persona proveniente de la antigua agencia que jamás había sido ascendida, que si promocionaban a gente incomparablemente más inepta, que sí nunca le daban una oportunidad, que si se apropiaban de sus ideas. Quizá Paula tuviera razón, y además César se apresuraba a concedérsela para calmar sus ánimos; pero de algún modo pensaba en su interior que era distinto, que en el caso de una mujer todo eso no era tan importante, que el drama que él vivía ella jamás podría entenderlo. Porque el que Paula no fuera ascendida a fin de cuentas no era una injusticia tan enorme. Las mujeres carecían de ambición. Ése es el problema, reflexionó César, sintiendo las uñitas del teckel rasguñándole la pierna. Ésa era la clave del asunto: que él no tenía ambiciones. ¡No tenía ambiciones suficientes! Se espantó de la enormidad que estaba pensando. ¡Un directivo sin ambiciones! Como un guerrero sin coraje, un santo sin fe, un trapecista con vértigo. Al principio se lo decía a Nacho. Nacho, decía César, ten cuidado con ellos; ten cuidado con Quesada, con Miguel, con todas esas aves de rapiña; a mí me odian porque yo no voy asesinando por el poder como asesinan ellos, y seguramente te odiarán a ti del mismo modo. Y Tessa sacudía su melena mineral y exclamaba: Eres maravilloso, César. Hasta que un día César se enteró de que Nacho repetía sus conversaciones a Quesada. No, César no asesinaba por poder, pero desde luego deseaba ver a Nacho muerto. Nacho muerto y él refulgiendo como primera estrella de la agencia; Nacho muerto y remuerto y él obteniendo el Globo de Oro. Aunque no: mejor sería que se desprestigiara. Que abusara de la confianza de la empresa, y lo pillaran. Que hiciera unas campañas desastrosas. ¡Que cometiera un desfalco! Que se peleara con el mejor cliente. Que, cegado por su ambición, intentara ocupar el puesto de Morton, y Morcón, en justa defensa, le arrojara sin más miramientos a la calle. Nacho despedido, Nacho deshonrado, Nacho muerto y dejándole vivir.

Ahora Nacho y Paula se habían callado. Simplemente estaban el uno ante el otro y se miraban. ¡Deberían prohibir que la gente se contemplara así, tan impúdicamente frente a todos! Agarrados a sus copas vacías se miraban. El perrito seguía trepando por la pierna de César, persiguiendo un placer imposible. Años después de que su padre muriera, César se enteró de que había estado en la cárcel, de que había sido un rojo: en casa nunca se hablaba de política. En medio de toda la gente se miraban. César pegó una patada al teckel, lo lanzó volando por los aires a más de un metro de distancia. Smith miró, Quesada miró, la señora Smith miró, Pittbourg miró, Miguel miró, Morton miró, incluso Matías miró, mientras Paula y Nacho se seguían contemplando mutuamente. Cómo has podido hacer una cosa así, exclamaba Tessa mientras recogía del suelo el puñado de pelos gimoteante, nunca te creí capaz de comportarte de este modo. Y vosotros, calló César con sobrehumano esfuerzo, Y vosotros.

4

Lo peor era la manera en que le había mirado. O mejor dicho: el que no le hubiera mirado en absoluto. César había coincidido en el ascensor con Morton, y ocho pisos daba para mucho. Hola, César, qué tal, dijo Morton en el tono retórico de quien no quiere ser contestado. Bien, respondió César, exultante de jovialidad fingida, mientras el aparato se ponía en marcha. Del bajo al primero hubo una micra de segundo muy angustiosa: Morton observaba la punta de sus zapatos y callaba empecinadamente. Del primero al segundo César pensó que quizá no se había mostrado lo suficientemente encantador, de modo que reforzó su sonrisa: un animoso gesto que le colgaba de la nariz como una bandera de armisticio. Pero Morton estaba ahora entretenido en limpiarse de motas las solapas. Del segundo al tercero César dijo: Vaya, vaya. Y Morton basculó el peso de su cuerpo de un pie al otro. Del tercero al cuarto César preguntó que qué tal el otro día en casa de Nacho, aunque por nada del mundo hubiera querido mencionar el tema, e incluso le horrorizaba la eventualidad de tener que hablar de ello. Menuda la armaste con el perro, respondió Morton del cuarto al quinto. Así es que del quinto al sexto César sonrió forzadamente y del sexto al séptimo advirtió que sus manos estaban empapadas de sudor. Del séptimo al octavo Morton bostezó: Qué sueño tengo. El ascensor se detuvo, se abrieron las puertas, Morton salió con paso apresurado: Hasta luego, César. Hasta luego aunque estaba seguro de que no iba a verle más en todo el día; y posiblemente tampoco al día siguiente, y ni siquiera al otro. Hasta el jueves, que era cuando se celebraba el brainstorming no tendría otra oportunidad de hablar con Morton. César se sintió en peligro. Entró en la agencia con el mismo calambre de estómago con que, en la niñez, entraba a las clases de matemáticas de don Emiliano. No se sabía la lección. Nunca sería capaz de aprendérsela correctamente. Jamás podría colmar las exigencias. Don Emiliano repartía de cuando en cuando algún sopapo, pero su especialidad radicaba en el desprecio. Odiaba a sus alumnos con una pasión pura y democrática, porque los alcanzaba a todos por igual; y era un artista a la hora de saber comunicar su inquina a los muchachos. Con don Emiliano, César obtuvo un conocimiento fundamental: aprendió para siempre jamás a ser culpable.

Y ahora la culpabilidad se le subía a las sienes y empezaba a martillearle metódicamente la cabeza. Era la jaqueca, que se introducía silenciosa y subrepticiamente en su cerebro para convertirse en huésped indeseable. Unos meses atrás, César había acudido al médico por la frecuencia con que le atacaban las neuralgias cuando venía a la agencia. ¿Sería alguna alergia? ¿Una incompatibilidad extraña con el material de la moqueta? ¿Quizás un pernicioso efecto del aire acondicionado? ¿Las luces, que estaban mal dispuestas? Y el médico se sonreía y le aconsejaba que cambiara de carácter o de trabajo. César cambió de analgésicos. Ahora usaba Dolalgial. Se tomó dos píldoras en la máquina de agua de las recepcionistas.

Estaban raros. ¿No estaban muy raros todos, en la agencia? Las recepcionistas, por ejemplo: nada de sonrisas ni de bromas. Y Smith, al cruzarse con él en el pasillo, ¿no había estado terriblemente seco? César sintió un conato de pánico: ¿Habría empezado ya el final? Echó una mirada alrededor: una enorme planta diáfana, con mamparas de cristal aquí y allá conformando secciones y cubículos. La planta de arriba, la de administración y gerencia, era distinta; pero en ésta tan sólo Morton y Quesada tenían derecho a despachos privados, con muros auténticos y ventanas a la calle; espacios cerrados que garantizaban la intimidad. Los demás, en cambio, permanecían bien a la vista: de una sola ojeada se sabía quién estaba y quién no estaba en su mesa, quién trabajaba o quién leía los periódicos. Camino de su rincón, César fue contemplando atentamente a sus compañeros; y sonrió a todo el mundo con el máximo encanto de que se sentía capaz. Pero los colegas respondían ceñudamente o incluso no respondían en absoluto. César los hubiera abrazado, los hubiera besado, les hubiera explicado lo mucho que los quería, embargado repentinamente por un ataque de ese anhelante amor que suele nacer de la necesidad. Pero comprendió que resultaría ridículo y se abstuvo. Entró en su despacho angustiadísimo.

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