Rosa Montero - Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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Entonces fue Mariano quien se puso a temblar. Tal vez debería darle las gracias, se dijo, confundido. Pero al final optó por callarse.

– Lo siento -prosiguió ella abruptamente-: Lo siento, Mariano, de verdad. Seguro que te he buscado un montón de problemas. Bueno, pues lo siento. Siempre terminan pagando los más majos.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó él con voz estrangulada.

– Mina, de Belarmina. Un nombre muy feo. ¿Y qué dice tu mujer de todo esto?

– No estoy casado.

– ¿No? Yo tampoco. Pero tengo una hija de trece años. Ella se llama Jade, como la hija de Mick Jagger. Ése sí que es un nombre bonito ¿Y por qué no estás casado?

Mariano dio vueltas al pegajoso buñuelo entre sus dedos.

– No conozco a muchas mujeres. Y creo que… Creo que no les produzco una gran impresión.

Mina abrió la boca de par en par:

– ¿Que no? ¡Pero si eres estupendo! Es que la mayoría de las mujeres no conocen nada de los hombres. Pero yo sí. He trabajado en una barra americana durante siete años, así que figúrate. Soy como un confesor; me lo sé todo. Y hazme caso a mí, tú estás muy bien. A ver, ponte de pie.

Mariano obedeció aunque le entrechocaban las rodillas. La mujer se acercó a él con gesto husmeador, como un tiburón se acercaría a su presa:

– Lo primero, eres alto. ¡Y qué hombros! Anchos, estupendo. Para agarrarse bien. El pecho, duro y liso. Y el vientre no digamos.

Mientras hablaba, Mina empezó a tocar a Mariano con dedos hábiles, mimosos. Suaves dedos capaces de acariciar y de aferrar, formidables dedos de ladrona.

– A ver esas piernas, ese culo… Yo les daría un siete, por lo menos. Las manos, muy bonitas. Y lo mejor, los ojos.

– Me lloran a menudo y se me ponen rojos -se excusó Mariano con un hilo de voz.

– Qué importa que te lloren. Me gusta lo de dentro -contestó la mujer con voz caliente y ronca. Y le besó tiernamente los maltratados párpados.

Lo que vino después fue una hora interminable. Hay personas, no muchas, que tienen la fortuna de probar, en algún momento de sus vidas, el estimulante sabor de la pasión completa; que llegan a conocer el éxtasis de una hora de verdadero amor, el glorioso tiempo de la carne. Hay personas, no muchas, que se han mantenido desde la niñez cerrados como presas, conteniendo en su interior un secreto caudal de sentimientos; y si estos individuos logran algún día abrir sus compuertas roñosas, si llega el momento doloroso y feliz en que se rinden, la abundancia de emoción es de tal magnitud que el mundo se sumerge en un maremoto. No hay mayor prodigio natural que el amor desmedido de quien nunca antes se ha atrevido a amar.

Y así sucedió que aquella tarde en la casa de Mina temblaron las paredes; y Mariano pensó que su propio cuerpo era una armada triunfadora dispuesta a conquistar el resto de su vida. Nunca se había sentido así, tal y como se sintió en su hora inacabable. Pero también las horas inacabables se terminaban y al rato Belarmina comenzó a vestirse mientras la noche se apretaba al otro lado de las ventanas, sobre el patio.

– Bueno, tesoro -dijo la mujer con un guiño afectuoso-: Tengo que irme a recoger a mi hija.

Mariano asintió: en ese momento de culminación no aspiraba a más.

– Te puedo acercar a tu casa -prosiguió ella-: Me pilla de paso. ¡Aunque no sé si llegaremos enteros con el maldito coche! Está hecho una pena. Debería comprar otro.

– Si quieres… -titubeó Mariano-: Si quieres, a mí me quedan unas ochocientas mil pesetas en el banco.

Mina se echó a reír y acarició con la punta de los dedos la mejilla del hombre.

– Es una oferta la mar de generosa. Lo pensaré. A lo mejor te llamo.

Aquella noche Mariano entró en su casa como quien regresa del fin del mundo. Se sentía flotando, tocado por la gracia, rescatado para siempre de la tristura anterior. Su vida había cambiado, de eso estaba seguro; ahora toda la melancolía venidera tendría una memoria y un porqué, ahora la nostalgia sería real, auténtica nostalgia del pasado. Suspiró Mariano, feliz y dolorido, y agarró el novelón cuya lectura había abandonado tantos meses atrás: «Aquel viaje sólo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban a espaldas de la Catedral». Alzó el rostro y miró alrededor: la rutina palpitaba en torno suyo, confortable y doméstica. Así que encendió la lámpara de pie, se sentó en su sillón de orejas, colocó el libro sobre las rodillas y se puso a leer mientras la esperaba.

Él

Todo empezó hace ya mucho tiempo, media vida, la mitad de mi vida (o de la de él). Fue en la década de los setenta y yo tenía veinte años. Veinte años, siete meses y catorce días. Aquella mañana me había tomado un ácido: eran las cosas que se hacían por entonces. En realidad me lo había tomado la noche anterior, con unos amigos; pero sus efectos duraban todavía y Madrid era un lugar irisado y elástico. Iba sola y a pie hacia mi casa por la calle Bailén. Estábamos en el mes de enero y la mañana era tan transparente y fría como un carámbano. Llegué al Viaducto; los taludes laterales de hierba que caían sobre el abismo se encontraban cubiertos de escarcha blanca y dura. La resaca del ácido multiplicó la belleza de la escena hasta el delirio; la hierba erizada y rechinante, con su arquitectura de cristales, parecía la inmensidad polar del micromundo, un universo enano que acababa de crearse sólo para mí.

No recuerdo cómo bajé, y tampoco por qué. Mi primera memoria del espanto fue un estruendo aterrador de témpanos que se desploman en la Antártida. Me miré a los pies, y tardé un tiempo infinito en comprender que ese estruendo era el ruido de mis talones al deslizarse por encima de la hierba del talud, aplastando las delicadas hebras de la escarcha. Entonces entendí: había abandonado la seguridad de la calle, había saltado por encima del pretil, había descendido por la pina ladera congelada; y, en un momento dado, había empezado a resbalar. Patinaba lentamente, talud abajo, hacia el abismo que se abría a mis pies. Apenas si quedaban tres metros de tierra por delante; y después estaba la gran caída. Treinta metros, quizá, hasta la dura acera de la calle Segovia, que pasa por debajo del Viaducto. Y, sin embargo, no acababa de caer. Tuve que hacer otro inmenso esfuerzo de concentración para darme cuenta de que estaba agarrada a unas ramitas. Mi vida pendía de dos briznas de matorral reseco.

Empecé a gritar. Me oí pedir socorro allá a lo lejos: y bajo mis pies crujía ensordecedoramente el hielo roto. Seguía gritando cuando le vi asomarse sobre el pretil. «Calma», me dijo; «tranquilízate, ahorra las fuerzas. No tengas miedo: te sacaré de ahí». Era un chico joven. Moreno, el pelo corto y crespo, los ojos grises, un lunar junto al labio: vi su rostro con pavorosa precisión lisérgica. «Tranquila», seguía diciendo él, mientras pasaba una pierna por encima del muro, y luego otra; y ahora ya estaba del mismo lado que yo, sólo que más arriba y aún agarrado a la seguridad inalcanzable de la piedra.

Le vi mirar alrededor el camino a seguir, y luego, con total decisión y una calma envidiable, empezó a bajar por la ladera helada. Se apoyó en una piedra, puso el pie derecho en una hendidura, se sujetó después a unos matorrales. Antes de que pudiera darme cuenta ya le tenía muy cerca. Su barbilla era picuda, sus pómulos altos. Me tendió una mano: «Tranquila, tranquila». Pero yo no podía cogerle sin soltarme, yo no podía cogerle sin caerme. Gente de nuevo. Era un ruido espantoso: mi propio chillido me asustó. El chico volvió a hablar: «¡Cálmate! Ya estoy aquí. No te va a pasar nada, no te preocupes». Pero la voz le salía entrecortada, envuelta entre columnas de vapor. Bajó un paso más y resbaló medio metro por la pendiente: sin embargo, consiguió sujetarse a un esmirriado brezo. Ahora estaba un poco por debajo, junto a mí. Resoplaba como un motor mal ajustado. Afianzó los talones en la ladera y me empujó hacia arriba. «Coge aquella rama.» La cogí. «Pon el pie ahí arriba.» Intenté ponerlo. Él empujaba y empujaba desde atrás, y yo, cosa increíble, iba subiendo. Sobre mi cabeza, otro hombre, arrimado al pretil, extendía su brazo hacia nosotros. Crujía la escarcha, resonaban nuestras respiraciones agitadas, retumbaba mi corazón en los oídos: el resto era silencio. Al fin, el tipo de arriba logró asirme de la muñeca y tiró de mí. Perdí el contacto con las manos del chico mientras iba volando hacia la vida junto al muro ya, sujeta por varios brazos, me volví a mirar. Él seguía trepando poco a poco. Entonces sucedió: el brezo, sobre el que ahora apoyaba un pie, se arrancó de cuajo con un coágulo de tierra entre las raíces. El muchacho perdió apoyo, pataleó sobre la pendiente resbaladiza, se intentó agarrar a las hierbas congeladas, frágiles y arácnidas, que se iban haciendo trizas bajo sus dedos. Durante un instante de quietud interminable le vi allá abajo, con los brazos y las piernas extendidos en aspa, su rostro vuelto hacia nosotros, sus ojos en los míos, con una expresión intensa pero inexplicable, ni un grito, ni un rictus, sólo esos ojos ardiendo en una cara tan impenetrable como el mármol. Y luego, súbitamente, desapareció. Cayó, se desplomó, voló extendido como una estrella por los aires.

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