Rosa Montero - Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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Volvía a ser enero, y eso me pareció un signo, un presagio, casi un mandato expreso del Destino. Una mañana helada, en fin, caminé hasta el Viaducto. No había vuelto jamás desde aquel día y me sobresaltó la semejanza con mi recuerdo: el lugar había cambiado muy poco en esos años. Los taludes de hierba seguían estando ahí, de nuevo escarchados y brillantes. Pero en esta ocasión no necesitaba hacerlo tan difícil. Nada de bajar por la ladera: bastaría con saltar desde el pretil. Asomé la cabeza: habían puesto una red metálica contra suicidas, pero desde donde yo estaba podría salvarla fácilmente. Apoyé las manos sobre el pretil, áspero y frío: un par de movimientos más y todo habría acabado. Me precipitaría en el vacío, el cuerpo en aspa, una estrella de carne; sena un brevísimo vuelo y luego nada. Veinte años después, mi muerte me alcanzaba.

Y entonces sucedió. Algo se completó súbitamente dentro de mi cerebro, como si hubiera colocado la última pieza de un rompecabezas gigantesco. Fue un rayo de conocimiento, una descarga eléctrica: ahora, como en una revelación, la vida parecía mostrarme su carpintería, el entramado oculto que aguanta y da sentido a la realidad. Por supuesto: yo no podía suicidarme, ya que le debía mi existencia a él. Pero, al mismo tiempo, y al renunciar al suicidio, que era en verdad lo único que a esas alturas me quedaba, estaba saldando definitivamente mi vieja deuda con Miguel: si su muerte hipotecó mi vida, ahora su no-vida quedaba compensada con mi no-muerte. Aprecié, con vieja costumbre profesional, el equilibrio lógico de esta construcción de la existencia; y luego me dije: odio las matemáticas. Sí, odiaba la Lógica, y las Ciencias Exactas, y dar clases. Odiaba mi vida enajenada y monacal; odiaba mi cuerpo casi intacto. De repente, en aquella mañana de enero, dos decenios más tarde, yo era yo.

Han pasado dos años desde entonces. Ahora trabajo como responsable de finanzas en una ONG y estoy coqueteando con mi vecino, un tipo divorciado y con un niño. Mis noches son como las de los demás mortales: algunas serenas, otras angustiadas, todas ellas habitadas o perseguidas por imágenes. Gano poco dinero, trabajo demasiado y el vecino no me hace mucho caso: no es una vida espléndida, en fin, pero es mi vida. En la sala de mi casa tengo una foto enmarcada de Miguel. El vecino me ha preguntado quién era. Yo le he contestado que mi marido; que habíamos estado viviendo juntos (pero muy, muy juntos) durante veinte años. Y que al fin, pobre hombre, ha fallecido.

Los besos de un amigo

Se llamaba Ruggiero y era vecino de Ana: ella vivía en el segundo y él en el sexto. Ruggiero era italiano, periodista, corresponsal en España del Corriere della Sera. Tenía treinta y cinco años, una esposa llamada Johanna y tres niños pequeños lindos y rubísimos. Cuando salían juntos y te los encontrabas en el portal, tan guapos y educados, parecían un anuncio publicitario. Toda esa opulencia familiar, en fin, colocó a Ana desde el mismo principio en desventaja.

Y no es que la vida de ella estuviera desprovista de cosas, ni mucho menos. En su profesión estaba atravesando momentos muy dulces. Era restauradora, y había conseguido convertirse, pese a ser mujer, en un chef de prestigio (no hay un ejemplo más despiadado de machismo que el hecho de que las mujeres sean siempre las cocineras de tropa, mientras que el generalato de los chefs es ocupado por los varones); había conquistado una estrella Michelin, un puñado de premios, estupendas críticas. Además le gustaba escribir, y publicaba una sección no de recetas, sino de artículos sobre gastronomía, en uno de los diarios nacionales. Era lo que la gente entiende por una persona triunfadora. Ahora bien, el éxito profesional no es un talismán; aunque endulza la vida, no te garantiza una protección total contra la pena negra. El mejor cocinero del mundo, por ejemplo, puede ser un maníaco depresivo que desee morir tres veces cada noche.

Pero Ana no deseaba morirse y en general tan sólo se deprimía muy de cuando en cuando y decentemente, esto es, en niveles poco desmesurados y manejables. En sus cuarenta y cinco años de existencia había convivido con varios hombres, se había desvivido por unos cuantos más y al cabo había decidido dejar de hacerles caso. Digamos que había llegado a la certidumbre de que el amor era algo de lo que uno puede prescindir para vivir. Mejor dicho: había descubierto que prescindir del amor era justamente lo que le permitía vivir. Esta solución más o menos drástica no se le había ocurrido únicamente a ella. En realidad había visto que varios de sus conocidos negociaban su existencia de ese modo. Eran personas que tenían muchas actividades y muchos amigos; salían, entraban, viajaban. Pero en el horizonte de sus vidas ni siquiera despuntaba la inquietud amorosa. Nunca les preguntó -es algo tan privado- cómo se las arreglaban con sus cuerpos; esto es, si la piel no les exigía el contacto con otra piel ajena; y si en la soledad de sus camas, de madrugada, no se hubieran dejado matar en ocasiones por un beso en los labios. Pero no, parecían arreglárselas muy bien; y estaban serenos, mucho más serenos, desde luego, que aquellos que aún no habían claudicado. Claro que no hay nada más sereno que un cadáver: el rigor mortis proporciona una tranquilidad definitiva. Tal vez el malentendido resida en creer que la vida puede ser serenidad.

Hay que reconocer que Ana nunca consiguió alcanzar esa distancia impávida. En sus peores momentos de madrugada, cuando el insomnio hacía de su cama un tormento, las manos le abrasaban de ansias de tocar. Pero durante el día se las apañaba para vivir tranquila; y muchas noches era capaz de deslizarse al sueño dulcemente, mientras imaginaba con qué salsa podría convertir un trozo de bacalao en una obra de arte. Era la sensualidad feliz de una boca golosa contra la sexualidad doliente de unos labios ansiosos. Mal que bien, yo diría que incluso más bien que mal, se las iba arreglando con la renuncia al hombre. Pero entonces llegó Ruggiero con sus años de menos y su familia de más, y se le vino abajo el tenderete.

Se lo encontró por las escaleras el mismo día que se mudaron, muy alto, atlético, con el pelo rubio y los ojos azules, imposible creer que era italiano (pero procedía del norte, de Milán). Le llamó la atención su mera guapeza, su sonrisa de niño un poco ajado (pero si él estaba ajado, entonces ella…); porque se había retirado de los hombres, pero no era ciega. A las pocas semanas empezó a coincidir con él en el autobús, siempre a las nueve de la mañana, cuando él iba a la delegación de su periódico y Ana a revisar la compra diaria hecha por su ayudante. Se sonreían, a veces se saludaban, en ocasiones caían cerca el uno del otro y entablaban pequeñas conversaciones amigables, a medias en italiano y a medias en español, chapurreos bienintencionados y divertidos, porque Ruggiero, pronto se dio cuenta Ana, tenía un gesticulante y agudo sentido del humor; y ella sentía debilidad por los tipos ingeniosos. Toda su vida se había enamorado de hombres muy graciosos que la habían hecho llorar.

Pasó un mes, y luego otro, y así hasta medio año; y para entonces Ana empezó a descubrirse unos extraños comportamientos matinales: a veces, lenta y alelada, deambulaba sin rumbo fijo por la casa durante largo rato; y a veces se aceleraba histéricamente, se atragantaba con el café, se le caían las cosas. Al fin no tuvo más remedio que reconocer que todo eso no eran sino mañas, maniobras horarias para llegar al autobús justo a las nueve y coincidir así con el vecino. Y, en efecto, él siempre se encontraba allí, o casi siempre. E incluso parecía buscarla. «He venido toda la semana a la misma hora, pero no estabas», le dijo una vez, tras un pequeño viaje de Ana a Londres. Ella era autosuficiente, ella era una mujer retirada del mercado, ella era un iceberg: pero empezaban a derretírsele las láminas de hielo. Cómo la miraba Ruggiero: con qué ojos de interés y de seducción. Y con qué pareja intensidad le contemplaba Ana. Los cristales del autobús siempre se empañaban en torno a ellos.

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