Rosa Montero - Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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Se rompió contra el suelo, allá abajo, con un crujido sordo, insoportable. Escuché un alarido: de nuevo había salido de mi boca.

Se llamaba Miguel Reguero, eso lo supe luego. Tenía veintiún años. Veintiún años, tres meses y siete días. Estudiaba el último curso de Ciencias Exactas y era un alumno brillante. Le gustaban las novelas de Vladimir Nabokov, la música de Pink Floyd, el ajedrez, los churros recién hechos, las películas de Stanley Kubrick, la ciencia-ficción, correr por las mañanas seis o siete kilómetros. Todo esto y mucho más lo fui conociendo poco a poco, con ávida ansiedad, a fuerza de ir exprimiendo a sus amigos de la facultad, a sus conocidos, a sus padres. Miguel había muerto por mí, había muerto en mi muerte, y ahora yo llevaba sobre mis hombros el peso insoportable de su vida.

Era hijo único. Su padre era subdirector en un periódico; su madre, traductora de inglés. Gente educada e inteligente, de modo que su dolor fue también educado y discreto. Yo me colapsé, enfermé, medio enloquecí. Merodeé como un tiburón alucinado por el funeral y por el entierro, sin valor para acercarme, sin valor para irme. Un par de meses después, obsesionada, me presenté de madrugada en el periódico en donde trabajaba el padre; y el hombre, con rara cortesía, no me echó. Empecé a frecuentar su compañía: le llamaba de vez en cuando, le esperaba a la salida del diario. Me ofrecí para hacerles recados, a él o a su mujer; para acompañarles a donde quisieran, para atender sus necesidades. Quería restañar, cerrar, cauterizar la herida infinita; quería aliviar, llenar, cegar el hueco irrellenable. En las siguientes Navidades, les obsequié con aquellos regalos que pensé que Miguel les habría hecho: un pañuelo italiano de seda para la madre, una pipa tallada para el padre. La noche que le di los paquetitos, envueltos en papel festivo y restallante (era una madrugada de diciembre, muy cerca del primer aniversario de la muerte de él), el padre cogió las cajas con dedos recelosos, como si estuviera manipulando un explosivo. «Escucha», me dijo: «Escucha, si de verdad quieres hacernos un favor, no vuelvas más. No llames, no aparezcas, no des señales de vida, por favor. Cada vez que te vemos nos acordamos de él: y preferiríamos verte muerta». Ése fue el final de mis ansias filiales.

Pero no el final de la pesadilla. Abandoné a mi gente. A mi familia, con la que, por otra parte, nunca me había entendido bien. A mis amigos, todos ellos melenudos y fronterizos, todos ellos con vocación de marginales. Cambié de aspecto. Dejé las faldas floreadas, los pañuelos baratos de la India. Ahora me vestía con ropas discretas e imprecisas, pantalones vaqueros, jerséis grises o azules, ese tipo de prendas que uno jamás recuerda, atuendos-sombra para perderse en ellos. Empecé a frecuentar el bar de Exactas. Allí me hice amiga de los amigos de Miguel: me contaron sus gustos, sus modos, sus costumbres. Me puse a estudiar matemáticas por mi cuenta, aunque por entonces yo cursaba Derecho y nunca se me habían dado bien las Ciencias. Me debatía durante semanas y semanas con cuestiones teóricas tan impenetrables como un bloque de plomo: problemas sobre las lógicas polivalentes, por ejemplo, y sus relaciones con la lógica clásica y binarla… Ésos eran los estudios que desarrollaba Miguel antes de matarse con mi muerte. Intenté reproducir, en mi pobre cabeza, toda esa vida neuronal que yo había cercenado.

Y corría por las mañanas, por supuesto. Yo, que siempre había sido nocturna y perezosa, empecé a levantarme de madrugada y a dar trotes por el barrio como una autómata, bien envuelta en franelas deportivas. Sólo entonces, corriendo, con el corazón aturdido y la sangre zumbándome en los oídos, lograba dejar de escuchar el crujido fatal de los huesos al romperse. Corría, pues, mañana tras mañana, y al acabar la ordalía desayunaba churros en un bar, disfrutando del dolor de los músculos, del cuerpo torturado (ese cuerpo robado a los gusanos: mientras que el de él ya era un puro detritus, polvo orgánico).

No volví a tomar un ácido, no volví a beber alcohol, no volví a fumar un cigarrillo. Mi organismo era un templo, porque él lo había consagrado con su sacrificio. Todo cuanto hacía en la vida, y todas las decisiones que iba tomando, las asumía pensando en Miguel. ¿Qué hubiera hecho él?, me preguntaba. ¿Habría ido a esta película o a esta otra, comprado este libro o aquél, alquilado este apartamento o el de la glorieta? Con el transcurso de los años, las preguntas se sumergieron por debajo del nivel de la conciencia, como pesados peces abisales. Ya no tenía ni que cuestionarme las elecciones: elegía sin más, con la certidumbre de estar haciendo lo debido y lo adecuado, aquello que Miguel hubiera hecho. Pero todas y cada una de las noches, al intentar dormirme, volvía a revivir el momento atroz de la caída, ese cuerpo en forma de aspa, esa estrella de carne, ese grito ensordecedor que yo grité por él.

Hice la carrera de Exactas por libre y me convertí en una profesora de matemáticas muy mediocre y muy triste. Residía en la zona antigua de la ciudad, corría un puñado de kilómetros todas las mañanas, jugaba al ajedrez los domingos, cultivaba con fría eficiencia a los amigos de Miguel. La vida transcurría veloz e inanimada, esa vida ajena que yo vivía, semejante a un tren que atravesara la llanura cerca de mí, agitándome apenas con el rebufo del aire desplazado.

El único punto incierto y conflictivo residía en el terreno sentimental: porque yo no quería, no podía enamorarme. Exiliada de mí, carecía de cuerpo y existencia propios para compartirlos con un hombre. Intenté contemplar a las mujeres con los ojos de él (imborrables, persecutorios ojos grises); e incluso me metí una vez en la cama con una chica pelirroja de grandes pechos que a él seguramente le habría gustado. Fue un desastre. Era una mala suerte que tanto Miguel como yo fuéramos estrictamente heterosexuales: de otro modo nos las hubiéramos podido arreglar mejor. Tal como estaban las cosas, tan sólo el deseo carnal se sublevó a mi voluntad de entrega; y de cuando en cuando me sorprendía a mí misma mirando a algún varón con hambre en la mirada. Entonces doblaba la longitud de mis carreras matinales: diez o doce kilómetros, en lugar de seis, para castigar ese cuerpo insumiso. Terminaba herida, acalambrada, tenebrosamente satisfecha.

Así pasó un decenio, y luego otro. Un día me encontré cumpliendo cuarenta años (y él cuarenta y uno). Miré hacia dentro de mí y no vi nada. Me había ido vaciando poco a poco, de manera insensible e irremediable. Era como un organismo anestesiado pero aún vivo sobre el que se hubiera practicado, por error, una lenta autopsia general: un día te extraen una rebanada de cerebro, al siguiente un puñado de vísceras, luego dos picudas vértebras lumbares. La mutilación había proseguido implacable por ahí dentro durante veinte años, mientras yo añoraba ser capaz de sufrir, añoraba poder agarrarme a algo tan concreto como el dolor para detener tanta devastación. Pero no: nunca sentí nada. Llegué a sospechar que estaba muerta; que en verdad era yo quien se había caído aquella mañana de enero en el Viaducto; y que los últimos e interminables veinte años no eran más que un espasmo infinitesimal de mi cerebro, la alucinación final de mi agonía.

Aún me arrastré por mi rutina varios meses más, mientras en mi interior culminaba el hundimiento. Y entonces empezó a suceder algo terrible. Ocurría por las noches, cuando me encontraba en mi cama, aprisionada por el estrecho encierro de las sábanas, como quien se halla en la oscura boca de un cañón que te va a disparar hacia tus pesadillas. Entonces, en esos momentos siempre vertiginosos, siempre inciertos e inermes de la entrada en el sueño, yo ya no recordaba obsesivamente la caída de él, sino que no tenía nada, absolutamente nada en qué pensar. Qué terrible pobreza, qué desamparo el de quien no tiene en qué pensar antes de la pequeña muerte del dormir. Ahora cerraba los ojos y sólo veía oscuridad. Un infierno polar de hielo negro. Se puede vivir sin dinero, se puede vivir sin familia, se puede vivir sin amor, se puede vivir incluso sin vivir (esto es, viviendo una vidita miserable). Pero es imposible seguir adelante sin tener ensueños dentro de la cabeza. Sin que palpite en tu interior ni una pequeña idea ni se enciendan algunas fantasías por los rincones. No hay nada tan insoportable e inhumano como la ausencia total de imaginación.

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