Rosa Montero - Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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Entonces fue cuando Mariano tuvo su gran idea, la mejor ocurrencia de su vida. Pensó: los coches necesitan gasolina para funcionar (y éste fue un razonamiento en verdad meritorio, puesto que Mariano no conducía). Y pensó más: en toda la zona no hay otra gasolinera que un modesto dispensador de Campsa en la plaza de Oriente. Partiendo de estas premisas, la conclusión parecía lógica: si la mujer vivía por aquí, en algún momento tendría que repostar en ese surtidor.

De modo que Mariano se trasladó a vivir a la plaza de Oriente. Es decir, se mudó a uno de los bancos de la plaza, desde el que vigilaba día y noche el surtidor de Campsa. Los empleados, mosqueados con su pertinaz y súbita presencia, avisaron a la policía a eso de las once de la noche de su primer día de vigilancia. Al rato apareció una lechera y los guardias le pidieron los papeles.

– ¿Es usted un vagabundo? -preguntaron.

– No, señor agente. Tengo casa y trabajo -argumentó Mariano con un aire muy digno.

– ¿Y qué hace aquí sentado durante todo el día?

– ¿Está prohibido, acaso?

Iba bien vestido y todo estaba en orden, así que tuvieron que dejarlo en paz. Por otra parte, los empleados de Campsa se acostumbraron muy pronto a su presencia y lo incorporaron al paisaje urbano clasificado corno un loco más. Por fortuna el surtidor cerraba de doce de la noche a ocho de la mañana, de modo que Mariano podía ir a su casa, descansar un poco, ducharse, cambiarse de ropa y preparar la tartera con comida para la jornada siguiente. Así fueron cayendo los días, cada vez más engastados en la nueva rutina, cada vez más iguales los unos a los otros. Era noviembre y el tiempo se enfriaba, de modo que Mariano empezó a llevarse una manta con la que se tapaba las rodillas y un termo con café y coñac para aguantar la helada.

Hasta que al fin sucedió. Fue una tarde a eso de las cuatro, cuando en la plaza había poca gente, porque todo el mundo estaba comiendo todavía. Llegó un Ford color guinda bastante viejo y magullado, y se detuvo frente al surtidor. Mariano leyó la matrícula: era la que buscaba. La volvió a leer y a releer: sí, era ésa, no había duda. No se sintió excitado, sino somnoliento, aturdido, sonámbulo. Dobló la manta con cuidado y la dejó en el banco junto con el termo, y luego se dirigió despacio hacia el vehículo. Para entonces debía de llevar unas tres semanas haciendo guardia.

– Hola.

Mariano se asomó por la ventanilla del conductor mientras el empleado de la estación llenaba el depósito y dijo simplemente eso, un «hola» átono y modesto.

– Hola -repitió. La mujer le miró desde abajo, sentada como estaba frente al volante. Se encontraba sola. Frunció el ceño, como alguien que quiere recordar un nombre sin acabar de conseguirlo.

– Soy Mariano -dijo él con sencillez.

Entonces los ojos de la mujer se agrandaron. Eran muy grandes de por sí y muy negros, cargados de pesado rímel y de cohol, pero se abrieron aún más. Con reconocimiento, quizá con algo de sorpresa, pero no con susto, eso desde luego.

– Claro. Mariano -dijo, en un español sin acento de extranjería. Y sonrió amistosa-: Vivo aquí cerca, en la calle Factor. ¿Quieres venir a casa un momento? Podemos tomarnos un café o un té y charlar un rato.

Y Mariano dijo que sí. Asintió a la primera, para su propia sorpresa, y se metió en el coche de la mujer. Con naturalidad aparente, pero con el corazón retumbando en su pecho. Adónde voy, se preguntaba Mariano con angustia mientras daban la vuelta a la plaza de Ramales. Qué me puede pasar. Es una delincuente. Puede ser una trampa. Tal vez quiera matarme. Y el corazón se le estrellaba contra las costillas como un pájaro loco en una jaula.

Aparcó la mujer sobre una acera, salió del Ford y le hizo una seria para que le siguiera. Caminaron por la estrecha calle de Factor hasta llegar al número cinco, que era una vieja casa de vecinos desconchada y lúgubre. Subieron a pie la sórdida escalera hasta el cuarto piso, y allí la mujer abrió una pequeña puerta que parecía añadida con posterioridad al trazado primitivo del edificio.

– Pasa y ponte cómodo, como si estuvieras en tu casa -dijo ella, hablando por vez primera desde que intercambiaron los saludos en la plaza.

El lugar era diminuto y todas las ventanas daban al patio interior: era uno de esos apartamentos chapuceramente construidos a fuerza de robar habitaciones a un espacioso piso antiguo. Las paredes estaban recubiertas con telas orientales, el sofá era un cúmulo de cojines de seda y había velas e incensarios por todas partes.

– ¿Quieres un café?

– Bueno.

– ¿O mejor un té de menta?

– Bueno.

– ¿En qué quedamos, el café o el té?

– El té. Por favor.

La mujer desapareció tras una rumorosa cortina de abalorios en lo que parecía ser una cocinita y trajinó allá dentro durante unos minutos. Al cabo salió con una bandeja, tazas, una tetera humeante y un plato de buñuelos recubiertos de miel.

Mariano agarró entre dos dedos el pringoso dulce y mordisqueó una punta, más que nada por hacer algo. La mujer sirvió el té. Debía de tener unos treinta y cinco anos y era muy morena, con el pelo rizado y suelto hasta los hombros, la cara carnosa y fuerte. Vestía una falda larga de florecitas, botas vaqueras bastante ruinosas, una camiseta roja y un jersey gris de cuello en pico por encima, tan grueso como si la mujer fuera a pasarse la noche a la intemperie y tan grande como si perteneciera a un varón.

– ¿Eres de verdad iraní? -preguntó Mariano. La chica se rió:

– ¿Yo? Qué va. Soy de Oviedo. Pero salí de allí muy joven.

Permanecieron un rato en silencio, sorbiendo el té y chupando los buñuelos.

– ¿Quieres tu cartera? -dijo ella de repente.

– ¿La tienes todavía?

– Sí, creo que sí. Siempre las tiro. Por seguridad. Pero en este caso no lo hice. No sé por qué. A lo mejor sabía que vendrías alguna vez. Soy medio bruja, ¿sabes?

Desapareció detrás de otra cortina de abalorios y regresó al instante con el billetero en la mano. Mariano lo cogió. Allí estaba su viejo documento de identidad, la tarjeta del cajero automático, unos sellos, el carnet de la seguridad social y el de la biblioteca municipal de donde sacaba prestados sus novelones. Mariano se guardó la cartera en el bolsillo.

– ¿Por qué vas estrellando el coche por todas partes?

La mujer se encogió de hombros.

– No sé conducir muy bien. Y además está esto -dijo, abriendo una cajita de latón que había sobre la mesa y sacando un cigarrillo liado a mano-: ¿Quieres?

Mariano negó con la cabeza, aun sin saber muy bien a qué se estaba negando. La mujer encendió el pitillo y aspiró profundamente. La habitación se llenó de un olor extraño, a hierbas aromáticas y goma quemada.

– Hmmmm… Está bueno. A veces voy tan ciega que me atizo contra todo. Y otras veces voy demasiado deprisa. Eso me decía mi madre en Oviedo antes de palmarla: tú vives demasiado deprisa, nena…

Transcurrieron otros dos minutos de silencio, mientras ella fumaba y él la miraba fumar. Era, en efecto, una mujer muy atractiva. Era oscura, espesa, peligrosa. Tenía un aspecto un poco sucio, con todo ese rimel y el jersey desbocado, pero con una suciedad reciente, fresca, como si hubiera comenzado el día perfectamente limpia, pero luego hubiera corrido y bailado y montado a caballo y atravesado desiertos a la carrera y hecho el amor con alguien. Era una suciedad sensual, provocativa.

– ¿Qué vas a hacer conmigo? -preguntó ella de repente.

Mariano se encogió de hombros.

– Creo que nada. La mujer se sirvió otra taza de té. Su mano temblaba.

– Eres un buen tío. Lo sabía. Cuando te vi lo supe. Yo creo que por eso te escogí. Tengo otros, ¿sabes? Otros carnets de identidad, digo. Pero quería que tú fueras mi marido.

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