Rosa Montero - Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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A la mañana siguiente a aquella noche fui a ver a mi madre, a la que tenía abandonada, como a todo lo mío. Regresé a la hora de la siesta: el mundo era una hoguera y la casa un horno. Entré y me fui directamente a la cocina a buscar una cerveza en la nevera; y, cuando me enderecé y cerré el frigorífico? él estaba allí. De pie, a mi lado, en la cocina. Di un chillido y un brinco hacia atrás.

– ¡Qué haces aquí?

– Tranquila…

– ¿Cómo has entrado?

– Por la puerta. Empujé y estaba abierta.

– Eso es mentira. No te acerques.

– Palabra, tía. ¿Qué pasa? Empujé y se abrió.

Se fue a la puerta y llevó a cabo una demostración práctica de cómo se podía entrar de un empellón, “lo ves, si no cierras con llave en realidad no cierras” (¿pero había echado yo la llave esa mañana?), y juró inocencia, y me pidió disculpas por el susto, y sonrió a labios llenos con sus dientes hermosos, dientes sanos y fuertes, dientes de lobo joven bien afilados, tan distinta su boca de la sumida boca de mi madre, un agujero negro orbitado de arrugas, y las costras de papilla reseca en el mentón, y los ojos seniles y vacíos, y el olor a sopa rancia y a orines de la residencia. Tan llena de muerte venía yo, y de vejez extrema, que la sola contemplación del terso rostro de Altor, y la tibieza de su carne joven, eran para mí una especie de bálsamo, una cura de urgencia. Así que me abracé a él y escondí la nariz en el hueco de su cuello, de olor tan delicioso, y me dejé desnudar y amar con más ansia que nunca, como si eso pudiera sanarme de la decrepitud, esa enfermedad mortal que nos crece dentro. Y era tal mi necesidad que creo que él advirtió algo y me quiso mejor, con más ferocidad y más ternura.

– Aitor -me atreví a decirle por vez primera al final-, Aitor, quiero saber más de ti. Qué haces, adónde vas todas las noches, dónde vives.

Él me tapó los ojos con sus manos:

– No quieres saberlo. En realidad no quieres. Pero vi que se quedaba pensativo, como ausente; así que me enrosqué contra él, pese al calor, en un rico nido de sudor con olor a sexo. Creo que nunca nos sentimos tan cerca como entonces, en la paz absoluta del que se considera amado. Fue uno de esos raros instantes de plenitud en los que todo lo creado está en su sitio.

Me desperté bruscamente varias horas después y estaba sola. Alguien aporreaba la puerta: era el vecino que hacía las veces de portero.

– Venía a comunicarle de parte de la comunidad que anoche asaltaron a don Evaristo -dijo muy agitado.

– ¿A don Evariísto?

– Sí, el vecino del cuarto, el señor de la verruga en la nariz. Una cosa horrorosa, le pegaron muchísimo y está en el hospital.

– Vaya, hombre, cuánto lo siento.

– Y fue dentro del portal, ya ve adónde llevan las bromitas estas, eran tres gamberros con chaquetas de cuero, seguro que era la banda del Rajado, ya ve, dentro del portal, ya me dirá usted cómo fue que entraron.

– Pues no, no le diré porque no tengo ni idea. ¿O es que está usted insinuando algo?

– No, si yo, decir, no digo nada. Pero eso, que estas cosas antes no pasaban. Antes los esquínes esos no entraban en la casa. Ya sabíamos todos que esto de sus amistades iba a terminar mal.

Sentí cómo me trepaba la ira por el pecho, pero lo que más me indignaba era constatar que me estaba ruborizando. Es un viejo, me dije intentando calmarme, y tiene miedo. Así que me contuve y contesté:

– Está bien, gracias por el recado. No tienen ustedes ninguna razón en sus sospechas, pero extremaré las precauciones. Buenas noches.

Pero tras cerrar la puerta pensé, ¿son de verdad infundadas sus sospechas? Yo también tenía miedo: y tal vez incluso era culpable. Anoche, justo cuando no vino. Y todas las demás noches, en realidad. Porque, ¿qué hacía Altor desapareciendo siempre a esas horas tan raras? ¿Por qué regresaba de madrugada? ¿Y de dónde sacaba el dinero? Estaba claro que no trabajaba en nada decente, porque durante el día dormíamos siempre hasta tardísimo. Podía ser un camello, por ejemplo. Al principio le busqué señales en el cuerpo, el rastro de la aguja, pero no encontré nada. Y un día me dijo, en una de sus escasas confidencias, que no le gustaba la droga, ninguna droga, porque se le habían muerto unos cuantos amigos. Pero yo sabía que muchos camellos están limpios; que venden el veneno a los demás, pero ellos no lo prueban. Así que Altor podía traficar con drogas, eso como poco; y como mucho podría ser el mismísimo Rajado. Y pensar que yo le había dado una llave del portal. A ver cómo han entrado, decía el viejo.

Aitor me había dejado una nota. La descubrí después, sobre la almohada. «Vendré luego, tarde. Perdona lo de entrar, no quería asustar te . Un beso.» Me sorprendió su letra, redonda, irregular, insegura. Y el te de asustarte separado. No se le veía acostumbrado a escribir. Pero ahora, claro, los jóvenes son ágrafos. Mis alumnos de inglés tienen horribles faltas de ortografía, y eso que son universitarios. Guardé el papel en un cajón y me senté a ver crecer mi angustia. Vendré luego. No quería verle. No quería continuar con esa historia.

Entonces se me ocurrió ir a mirar la puerta. Perdona lo de entrar. Abrí la hoja y escudriñé el resbalón. Sí, eso era, oh sí, lo que me temía, lo que me sospechaba: el marco estaba forzado, la vieja madera astillada, el metal abollado, de manera que el resbalón quedaba holgado y no enganchaba. Tenía razón Aitor, si no se echaba la llave no cerraba. Pero lo que no había dicho era que él había estado manipulando la cerradura. Que la había roto. Vendré luego. La nota empezaba a parecerme amenazante.

Pasaron los minutos, pasaron las horas y al comenzar la madrugada yo me sentía enferma y mareada: de dudas, de miedo y de la ginebra que me había tomado, sola y sin hielo, porque era el único alcohol que tenía en casa y creí necesitarlo. Hasta que a eso de las dos escuché cerrarse el portal y oí los pasos. Pero no, no eran sólo sus pasos: le acompañaba alguien. Escuché voces, risas, una broma susurrada que no pude entender. Venían por lo menos un par de tipos más. Aitor llamó a la puerta. Yo me quedé quieta, aguantando la respiración y los latidos. Aitor volvió a llamar y después le dio un empujón a la hoja. Pero yo había echado la llave y el cerrojo.

– ¡Abre, soy yo! ¿Qué haces? No pensaba abrir, de eso estaba segura. ¿Por qué venía a mi casa con dos desconocidos? Eran tres los del asalto, eso había dicho el viejo. ¿Qué quería Aitor de mí? Yo no le conocía en absoluto, apenas si llevábamos dos semanas juntos, ¡en realidad era un extraño! ¿Cómo había podido ser tan loca? Yo le doblaba la edad, se me caía el culo, tenía celulitis, ¿por qué iba a quererme ese muchacho?

– ¡Abre, tía! ¡Te he oído, sé que estás ahí! ¿Qué cojones te pasa?

Tal vez todo era una trampa, se había ganado mi confianza y ahora traía a los de la banda, para robar, aunque yo no tuviera nada que robar; o para maltratarme, violarme, mutilarme, ellos eran los bárbaros, los comanches, sus bestialidades llenaban los periódicos, todo por el puro placer de herir y de dañar. Como en la película La naranja mecánica, que yo había visto cuando joven. Pero los años habían pasado y ahora yo pertenecía ya a la otra generación, era la vieja a la que asaltaban, cómo había podido creerme que me quería y que podía atraerle, cómo me había metido en ese horrible lío. Para entonces Aitor ya estaba fuera de si, me insultaba a voz en grito y pegaba patadas a la puerta, el escándalo atronaba la escalera y los vecinos debían de estar atrincherados en la oscuridad de sus casas, tiritando. Pero por lo menos la puerta no cedía.

– Joder, tía, estás loca! ¿Quieres humillarme? -rugió al cabo, ronco ya. Para después añadir bajito, casi con dulzura-: Hija de puta…

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